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– ¿Cuándo fue a ver a Dave?

– Ése fue el problema, que fue a verlo cuando Dave estaba en la fábrica. Fue en bicicleta y me las vi y me las deseé para seguirlo, pero, como se suele decir, está en las nubes, ni siquiera notó que iba detrás de él. Al final yo también cogí una bicicleta; no había hecho tanto ejercicio desde hacía años.

– ¿Y bien? -dijo Michael-. ¿Qué pasó?

– Ya te he dicho que fue a la fábrica.

Michael miró a Majluf Levy con hostilidad. La tensión le hacía hablar despacio. Michael tenía ganas de zarandearlo. Como si le hubiera oído rechinar los dientes, Levy le dirigió una mirada nerviosa y dijo a toda prisa:

– Entró en la fábrica y salió acompañado de Dave. Hemos puesto micrófonos en su habitación, y en las demás, pero nadie lleva ninguno encima, así que fue imposible oír lo que decían. Por lo demás, todo el mundo ha estado donde tú les has ordenado. Nadie se ha movido de su puesto. Ítzik se pasó toda la noche junto a la habitación de Moish -lo miró expectante, pero Michael no dijo nada-. Dave tenía el mismo aire de siempre. Moish lo cogió así -dijo Levy, rodeando con su brazo un hombro imaginario- y se alejaron; después Dave volvió a la fábrica y salió con Yankele… No oí su conversación -explicó en respuesta a la mirada inquisitiva de Michael-. Me escondí detrás de la valla verde que hay allí y lo vi todo, pero no oí ni una palabra.

– ¿Y no has hablado con él después?

– ¿Cuándo? Si se fue directamente a la habitación de Dvorka.

– ¿La habitación de Dvorka? -repitió Michael.

– Sí, es donde está ahora mismo.

– Entonces, ¿qué haces tú aquí? -le preguntó Michael con brusquedad.

– La gente estaba saliendo de la fábrica para ir al comedor y no quería que me vieran paseándome por allí. Y, además, tenemos a Baruj apostado junto a la habitación de Dvorka.

– Deberíamos haber traído más hombres -se lamentó Michael.

– Eso es lo que yo decía -dijo Levy, balanceándose de un pie a otro.

– Bueno, ¿y a ti qué te pasa? -preguntó Michael-. ¿Qué es lo que te fastidia? Algo te tiene preocupado, es evidente.

La inquietud se acentuó en los ojos de Majluf Levy cuando dijo:

– En fin… no sé cómo expresarlo… En primer lugar, me has puesto nervioso con tantas advertencias, que no lo pierda de vista, que no se me escape ni un minuto. Cualquiera pensaría que estamos jugando a algo… Ni siquiera sé qué hay que averiguar, qué pasa por tu cabeza. Y ya no soy ningún chaval para andar dando vueltas por el kibbutz en bici a pleno sol.

Michael observó los pantalones de gabardina de Majluf Levy y su camisa bien planchada, esta vez sin corbata, e hizo un pausado gesto de asentimiento.

– Y, en segundo lugar -prosiguió Majluf, manoseándose el cuello de la camisa-, yo qué sé, me parece que se encuentra fatal, el tal Moish, y después de estas charlas… Tenemos micrófonos en la habitación de Dvorka; más tarde podremos oír su conversación.

– ¿Más tarde? -dijo Michael abruptamente-. ¿Por qué más tarde? ¡Ahora mismo!

– Está bien -replicó Levy-. Ahora mismo me voy para allá, si quieres. Pero aún no te he comentado que ha estado llorando, ha llorado como un niño. Y que le ha dicho a Dvorka: «¿Cómo has sido capaz?». Lo oí al pasar de largo junto a la habitación de camino hacia aquí.

– ¿Qué más le oíste decir?

– No me detuve, venía a buscarte. Eso fue todo lo que oí: «¿Cómo has sido capaz? ¿Cómo has sido capaz de no contármelo?». No paraba de repetir eso.

Michael echó una ojeada a su reloj y vio la manecilla de las horas cerca de las tres.

– Tengo que acercarme un instante a la clínica -dijo-. Me vas a hacer un favor; ve al comedor y dile a Moish que quiero hablar con él dentro de un rato, media hora, digamos. Dile que me espere en su casa, en su habitación. Y tú búscate un escondite al lado. No le quites la vista de encima a su habitación.

– ¿Yo personalmente? -preguntó Levy, dando vueltas al anillo de su meñique.

– Sí, tú personalmente, y que no te vea. Escóndete tras ese arbusto grande, donde se escondió Ítzik anoche.

– Pero ¿qué es esto? -refunfuñó Levy-, ¿una película? ¿Una historia de detectives para niños? ¿Por qué no podemos sentarnos tranquilamente en la furgoneta y escuchar su conversación? ¿Para qué nos vale el equipo? ¿Qué sentido tiene andar metiéndose entre los arbustos? Y, para colmo, a plena luz del día.

– Majluf -dijo Michael, poniendo en juego todas sus reservas de paciencia-, hazme un favor, Majluf. Apóstate allí y que nadie te vea, arréglatelas como puedas. Ya sé que no estamos bien organizados, pero ahora no hay tiempo para organizarse, créeme, Majluf, no hay tiempo -posó la mano en el ancho hombro de su compañero, al que le sacaba al menos una cabeza.

En la clínica no había nadie salvo Avigail, ocupada en lavar una probeta en la pila. Michael advirtió el destello de pánico que asomó a sus ojos cuando lo vio abrir la puerta. Se secó las manos en la impecable bata blanca y se apresuró a bajarse las mangas y abotonárselas.

– Deja en paz esos botones, Avigail -dijo Michael severamente.

– ¿Por qué has venido? Nos van a descubrir, al final alguien se enterará, seguro -dijo Avigail.

– Porque tengo que preguntarte un par de cosas urgentemente -dijo Michael, y, para su sorpresa, se encontró acariciándole los mechones de pelo que le caían sobre la nuca. Escudriñó sus grises ojos y vio miedo y angustia. No había en ellos la menor alegría. Con un movimiento grácil y rápido Avigail se desembarazó de su mano y dio un paso atrás.

– Avigail -dijo Michael-, escúchame con atención, por favor, y haz lo que te digo: no te separes del teléfono. Toma, éste es el número del doctor Kestenbaum, pregúntale cuál es el antídoto y qué dosis hace falta…

– No es necesario -lo atajó secamente Avigail con voz apagada-. Ya lo sé, lo tengo todo listo.

– Entonces quédate a la espera junto al teléfono. No te muevas. Si te marchas de aquí, ve a tu habitación y quédate allí. Para que pueda ponerme en contacto contigo inmediatamente.

– No sé por qué estás tan seguro de que estamos a punto de dar con una solución -dijo Avigail rebuscando en un gran armario del que sacó una jeringuilla desechable metida en su bolsa de plástico. Michael observó sus elegantes movimientos y reprimió el impulso de acercarse a ella.

– Me he pasado la mitad de la noche hablando de esto. Creía que me habías entendido.

– ¿Qué tal la reunión? -preguntó Avigail mientras se metía en el bolsillo la jeringuilla y un frasquito.

– ¿Será un buen sitio para guardarlos? -preguntó Michael.

– ¿Por qué lo dices?

– ¿No se te van a caer?

– No voy a dar saltos ni a correr -dijo Avigail negando con la cabeza, sin sonreír. Luego añadió titubeante-: Creo que te has ido poniendo cada vez más nervioso y al final has llegado a la conclusión de que enseguida se va a producir un desenlace porque es lo que te conviene. Hoy ha venido a verme una periodista.

– ¿De dónde?

– ¿Qué más da? De La Voz del Néguev. Quiere una exclusiva. Cuando se levante la prohibición de informar, quiere ser la primera en entrevistarme -le explicó con una risita.

– ¿Por qué a ti?

– Porque soy enfermera y sabe que en un kibbutz la enfermera se entera de todo.

– ¿Y qué les has dicho?

– Que estaba muy ocupada con tantos pacientes y que me dejara su teléfono. Fui amable con ella porque no quería crearme una enemiga, y que se pusiera a husmear y descubriera algo.

– ¿Quién ha venido a la clínica esta mañana?