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– Nadie especial, aparte de Dave, era él quien estaba aquí cuando telefoneaste. Me ha dicho que Yankele está al borde de un ataque. ¿Qué ha pasado en la reunión del equipo?

Michael echó un vistazo a su reloj y describió la reunión concisamente. Cuando ya estaba en la puerta, Avigail le dijo con aire reflexivo:

– Por cierto, ahora creo que sí tenemos fundamentos para sospechar de Yoyo.

– ¿Y ahora te acuerdas de eso? -dijo Michael-. Ya es historia, agua pasada.

– No me has explicado cómo va el interrogatorio -le reprochó Avigail, dolida.

Michael retiró la mano del picaporte y dijo:

– ¿Por qué piensas eso de Yoyo?

– Porque está demasiado bien informado sobre los psicofármacos y ya tenía la impresión de que debía de estar muy relacionado con algún enfermo mental antes de que se descubriera el pastel, hace un par de días, cuando hablé con él sobre Yankele. Y yo me pregunto: ¿cómo es que un tesorero sabe tanto de psicofármacos?

– ¿Cómo es que se le escapó esa información? -preguntó Michael con desconfianza.

– La gente se pone nerviosa cuando viene a la clínica… Le entran ganas de contar sus intimidades -dijo Avigail pensativa.

– No te apartes ni un centímetro de aquí -dijo Michael-, o de tu habitación.

– Ahora tengo que ir a comer -dijo Avigail-. Y luego iré a mi habitación, y a las tres estaré aquí de vuelta. Pero recuerda que sólo porque sea lunes no va a suceder todo como tú quieres.

Michael se encaminó a buen paso a la secretaría. El aire ardía y las suelas de los zapatos le quemaban como si estuvieran en llamas. Los caminos de cemento e incluso la hierba despedían un calor palpable. No había nadie a la vista. Michael sabía que hasta las cuatro no llegarían los primeros niños a las habitaciones de sus padres y que a las cinco la gente comenzaría a instalarse cómodamente en los jardines, donde ahora los aspersores giraban rociando gotas que el aire seco absorbía enseguida.

Moish estaba sentado a su mesa. Miró a Michael abrumado, con desesperación.

– ¿Qué ha pasado? -dijo Michael-. Cuéntemelo sin rodeos. No nos queda tiempo que perder.

Con la vista puesta en él, Moish despegó los labios pero no llegó a articular ningún sonido.

– Está pasándolo muy mal -afirmó Michael, mirando el rostro de Moish, medio oculto por sus manos.

– No lo sé -dijo Moish con dificultad.

Michael ensayó otra vía de aproximación.

– No es momento para venirse abajo. ¿Sabe que Yoyo sigue detenido? No vamos a soltarlo todavía.

Moish permaneció callado.

– Tal vez debería ser más concreto -dijo Michael- ¿Por qué no me cuenta de qué ha hablado hoy con Dave?

– Lo de Dave no tiene importancia -replicó Moish.

– ¿Y qué la tiene? -preguntó Michael, pero Moish no respondió-. Dígame qué tiene importancia -repitió obstinadamente-. El tiempo nos acucia, ¿no se da cuenta de que no hay tiempo que perder?

– Ya no puede asustarme -dijo Moish-. No comprendo nada de nada.

– ¿Qué quería preguntarle a Yankele?

– Estaba de turno de cocina cuando murió mi padre.

– Pero si ya lo hemos interrogado varias veces sobre lo que pasó esa noche. Yankele no vio nada. ¿Qué lo ha llevado a pensar que sí vio algo?

– Dave me lo ha hecho comprender -dijo Moish con voz quebrada, retirándose un mechón gris de la pálida frente.

– ¿Qué ha pasado con Dave? ¿Qué le ha dicho? -preguntó Michael, y encendió un cigarrillo.

Moish levantó con pulso tembloroso una jarra de agua y llenó un vaso azul de plástico que tenía delante.

– Me cuesta tragar -dijo-, la alergia me está matando. Ni siquiera el agua me sabe a nada. ¿Quiere un poco? -llenó un vaso y se lo tendió.

– ¿Qué ha dicho Dave? -insistió Michael, dejando el vaso sobre la mesa.

– Todo comenzó después de la sijá del sábado. De regreso a mi habitación, hablé con Dave. Y me dijo que últimamente Yankele estaba diciendo cosas raras. Que había algo que le tenía preocupado. Y que le daba la impresión de que iba a reaccionar muy mal después de la sijá. Cosas por el estilo. Apenas le presté atención. Pero se me quedó grabada una cosa. Dave dijo que Yankele no dejaba de hablar de frascos.

– ¿De frascos? ¿Le ha dicho a usted algo de eso? -preguntó Michael abruptamente.

– Pues sí. Yo tampoco lo entendía. Pero al recordarlo esta mañana, de pronto comprendí a qué se refería y fui a verlo a la fábrica. Hay que tener unas dotes especiales para hablar con Yankele. Y yo sabía que no iba a sonsacarle nada que no les hubiera contado a ustedes. Pero le pedí a Dave que me echara una mano después de explicarle la situación. Dave lo interrogó y consiguió que le explicara que Dvorka había salido por la puerta de la cocina esa noche, la noche en que celebramos el jubileo.

Michael lo miró a los ojos y preguntó:

– ¿Y qué relación tiene eso con los frascos?

– Yankele la siguió, se lo ha contado a Dave esta mañana. La siguió hasta la mitad del camino. Hasta… hasta… en dirección a la habitación de mi padre.

– ¿Y después?

– Nada más -dijo Moish mirándose las manos.

– ¿Nada más? Vamos, la historia no termina ahí.

– De momento no le voy a contar nada más -dijo Moish.

– Ya es tarde para eso -replicó Michael-. Con todo lo que me ha contado ya no puede tratar de proteger a nadie.

– El sábado por la noche celebramos una sijá muy traumática -dijo Moish-, y desde entonces… no me he sentido en paz desde entonces. De repente me he dado cuenta de que tengo que replanteármelo todo.

– ¿Qué le ha dicho Dvorka? -preguntó Michael.

Moish lo miró espantado.

– ¿Cuándo? -preguntó al fin.

– Ahora, cuando ha hablado con ella hace un rato -dijo Michael.

– No me ha dicho nada. ¿Cómo lo sabe? ¿Han estado siguiéndome? ¿El tipo ese del bigote? Pero ¿qué demonios les pasa? ¿Es que han perdido la cabeza? -su voz se había elevado hasta un grito.

– ¿Qué le ha dicho Dvorka?

– No ha dicho nada. Lo he dicho yo todo -repuso Moish con una voz distinta.

– ¿Y qué le ha dicho usted? ¿Qué idea le preocupa? Dígame en qué está pensando.

– No me encuentro muy bien -dijo Moish con un estremecimiento.

– Dígame en qué está pensando.

Moish se llevó la mano al estómago. Tenía la tez grisácea.

– ¿Cree que Dvorka fue a la habitación de su padre?

– Ya no sé ni qué pensar -dijo Moish con esfuerzo-. Usted no puede comprender cómo me está afectando esta situación.

Michael pronunció la frase que tantas veces había repetido en ocasiones similares:

– Explíquemelo usted.

– Dvorka no dijo la verdad. Usted se lo preguntó un par de veces delante de mí. Y también a solas, seguro, han estado volviendo locos a todos con sus preguntas. Yo también se lo he preguntado. Mi padre era amigo suyo. Dvorka no le dijo a nadie que había muerto. Y no me ha querido decir si vio o no vio un frasco a su lado. ¿A quién pretende proteger? No entiendo cómo me ha podido ocultar una cosa así. Para mí, que Dvorka mienta es… es como si… que Dvorka me oculte algo así… -Moish se enjugó la frente-. No puedo seguir así -dijo al fin-, me encuentro fatal. Y las medicinas están en mi habitación. Tengo que volver allí.

– Siempre lleva un frasco en su cartera -le recordó Michael.

Moish rebuscó en su cartera y sacó el frasco de plástico de siempre. Lo examinó y lo agitó.

– Está vacío -dijo, y lo tiró a la papelera-. Voy a ir a mi habitación.

– Lo acompaño -dijo Michael, reparando en el esfuerzo que le costaba a Moish levantarse-. ¿Quiere que vayamos a la clínica? -preguntó-. ¿Llamo a la enfermera? ¿Al médico? ¿Necesita un médico?

– Nada de médicos -replicó Moish-, ni médicos, ni enfermeras, ni nada de eso. Sólo necesito tumbarme en mi cama. Me encontraré mejor en cuanto haya tomado la medicina. Pero tengo que ir a mi habitación.