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Echaron a andar lentamente. Michael reprimió el apremio que sentía. A cualquier observador ajeno a la situación le habría parecido que eran un par de amigos dando tranquilamente un paseo, pero no había nadie para verlos. El sol llameaba en el cielo y hasta la grisácea tez de Moish se veía casi amarilla bajo la luz deslumbrante. Moish se detuvo a la puerta de su habitación y dijo:

– No me va a pasar nada. De verdad. Ya puede marcharse.

Michael asintió con la cabeza y dijo:

– Hablaremos más tarde, cuando haya descansado.

Antes de encaminarse hacia la secretaría se volvió a echar un vistazo a la esquina de la casa de Moish. Luego se acercó al gran macizo de adelfas que había allí y separó las ramas. Una avispa salió como un rayo de entre las hojas polvorientas, pero Majluf Levy no estaba allí.

Algo le hizo detenerse. Tenía la sensación de que alguien lo miraba y se preguntó si estaría perdiendo el sentido de la realidad. Estaba a punto de alejarse cuando le pareció oír ruidos en el interior. Se acercó a la ventana. Moish estaba tendido en el suelo, vomitando. Su cuerpo se contorsionaba. Michael se precipitó hacia dentro y no encontró a nadie salvo a Moish, que profirió un quejido. A su lado, sobre la alfombra, estaba tirado un frasco de plástico del que manaba el blanco líquido que siempre olía a menta. Pero esta vez tenía un olor distinto, el mismo del aliento de Moish.

Michael sintió que lo invadía una oleada de esa fría eficacia que había perdido en los últimos días. Su voz resonó con certidumbre y autoridad cuando dijo por el teléfono:

– Ven inmediatamente a la habitación de Moish.

Luego se agachó sobre el hombre que se convulsionaba en el suelo. Estaba consciente.

– ¿Reconoce el olor? -le preguntó Michael, y oyó en su voz un tono delicado y tranquilizador, como si estuviera hablándole a un niño, era el tono con que le hablaba a Yuval de pequeño cuando tenía una fiebre muy alta por la noche.

– No huelo nada -dijo Moish con dificultad.

– ¿Es paratión? -preguntó Michael.

– Estaba en el frasco, claro. Me voy a morir.

– Morirse no es tan fácil -dijo Michael-. No se va a morir.

Moish volvió a vomitar. Tenía la cara blanca como el papel y su cuerpo volvió a convulsionarse. Emitió un estertor y Michael empezó a contar los segundos.

– Siempre pasa lo mismo -dijo Avigail envolviendo el frasco-. Sólo he tardado cuatro minutos en llegar, pero a ti te ha parecido una eternidad porque no estabas seguro de que fuera a llegar a tiempo.

– Habría muerto si no hubieras llegado inmediatamente -dijo Michael.

– Al cabo de otros cinco minutos, si no le hubiera puesto la atropina, probablemente habría muerto.

Michael se estremeció.

– Pero había otro problema del que tú no te has dado cuenta y que a mí me tenía igual de asustada.

– ¿El qué? -preguntó Michael, tratando de dominar el temblor que le sacudía el cuerpo.

– Si se administra el antídoto del paratión sin que sea necesario, cuando no se sufre un envenenamiento por paratión, el peligro es el mismo. Y más en su caso, teniendo úlcera.

– Pero yo estaba seguro. Y además recordaba que Kestenbaum te lo había dicho, y a mí me lo había repetido cien veces por teléfono, pero me fié de mi olfato.

– Tal vez no deberíamos haber corrido el riesgo -dijo Avigail.

– ¿Qué alternativa teníamos? -le replicó Michael amargamente.

Se oyeron voces en el exterior y empezó a sonar el teléfono.

– ¿Dónde demonios os habéis metido? -dijo Michael airadamente por el auricular-. Dime dónde estáis -luego se quedó a la escucha, interponiendo algún que otro «ajá». En ese momento entró el equipo médico del hospital, avisado por Avigail.

– Hemos tardado quince minutos -dijo el médico y, tras reconocer a Moish, añadió-: Ha sido una gran suerte que tuvieran atropina. Sin ella, ya se habría despedido de este mundo.

Michael colgó el teléfono.

– Tengo que irme -le dijo a Avigail-. Quédate aquí hasta que lleguen los peritos; ésta es la escena prototípica de un crimen. Ha sido un milagro que no se haya convertido en la escena de un asesinato.

– ¿Dónde vas a estar? -preguntó Avigail.

– En la habitación de Dvorka.

Majluf Levy lo esperaba en la habitación, sentado frente a Dvorka en un sillón de finas patas, sin apartar de ella la vista.

– Ha estado a punto de morir -dijo Michael.

– Me quedé vigilando la habitación siguiendo tus instrucciones. La vi entrar. Y la oí a través de la ventana del cuarto de baño. ¿Qué tendrá que hacer en el cuarto de baño?, pensé. Nada bueno, eso seguro. Me subí a la roca que habíamos colocado a propósito ayer. No tomó precauciones, dejó abierta la ventana, y oí el ruido que hacía pero no llegué a ver bien qué estaba haciendo. No la pude sorprender con las manos en la masa porque me daba miedo que me viera si levantaba más la cabeza. Pero ¡aquí lo tienes! Lo he encontrado. Se niega a hablar. Se lo arrebaté por la fuerza, lo tenía guardado en el bolsillo. Un frasquito con un cuentagotas, como los medicamentos. Toma -y Majluf Levy le tendió a Michael la bolsita de plástico donde había guardado el frasco-. Creía que no te ibas a separar de Moish. Por eso la seguí a ella.

Al ver la mirada colérica de Michael, añadió:

– Pensé que estaría a salvo contigo y que era mejor no perderle la pista a ella -y luego, viendo que la rabia no desaparecía de los ojos de Michael, prosiguió-: ¿Cómo quieres que supiera que ibas a dejarlo solo? ¿Me dijiste acaso que la detuviera? ¿Me dijiste que la siguiera? No me dijiste nada. Y, para colmo -añadió bajando la vista-, a Baruj se le estropeó la radio y no me oía. No pude ponerme en contacto con él. Me daba miedo que no estuviera en su puesto y que Dvorka se nos escapara. Que se hiciera daño a sí misma. Pero la hemos pillado in fraganti -dijo con satisfacción-. Ah, y no mató a Srulke, simplemente le quitó el paratión.

Michael cogió el frasquito. Supo de pronto a quién le recordaba Dvorka. A Livia, de la serie de televisión Yo, Claudio, la abuela intrigante y despiadada que envenenaba a sus parientes y pretendía que la deificaran cuando muriera. Ya no le inspiraba miedo. Dvorka bajó la mirada.

Los técnicos del laboratorio móvil entraron en la habitación después de que Majluf Levy se llevara a Dvorka bien agarrada del brazo. Luego fueron a la habitación de Moish.

– Es una suerte que no haya nadie -dijo una mujer del equipo desconocida para Michael-. ¿Dónde está la familia?

– Se han marchado de excursión a la playa esta mañana -dijo Michael. Desde donde estaba, al lado de la puerta, vio a Avigail caminando despacio por el camino de cemento. Todavía vestía el uniforme de enfermera.

– Te acompaño a tu habitación -le dijo al llegar a su lado-. Ya puedes empezar a hacer la maleta, a menos que quieras quedarte hasta que llegue la nueva enfermera.

– Ni hablar -dijo Avigail-. Ya no tengo nada que hacer aquí.

– ¿Qué tal se encuentra Moish?

– Se pondrá bien, ya le han hecho el lavado de estómago y todo lo necesario. No se había quedado corta con la dosis, desde luego -luego añadió pensativa-: Moish lo sabía. Sabía que había sido ella.

– Sí -dijo Michael, dando una patada a una piedrecita del camino.

– Debía de estar volviéndose loco -comentó Avigail-. ¿Estás seguro de que la muerte de Srulke fue accidental?

– Ésa es la impresión que tengo, desde luego -dijo Michael.

– No comprendo por qué Moish no dijo nada.

– Quería protegerla -dijo Michael-. Es una situación muy difícil cuando todo el mundo que te rodea es como de la familia. Y sobre todo Dvorka.

– Sigo sin comprender sus motivos -dijo Avigail-. ¿Tú lo entiendes? -preguntó de pronto-. ¿Por qué mató a Osnat? -Michael permaneció en silencio-. ¿Por qué no me respondes? -se quejó Avigail-. ¿Tú lo entiendes?