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– Sí, creo que sí -dijo Michael.

– Pues di algo. Explícamelo.

– Creo que Osnat, y después Moish, amenazaban los fundamentos de su vida y los odiaba por ese motivo. Ya hablaremos de eso más adelante. Lo comentaremos largo y tendido -dijo Michael. Habían llegado a la habitación-. ¿Necesitas ayuda? -le preguntó tímidamente.

Y es que Avigail parecía tan eficaz. Como si pudiera sobrellevar todo lo que se le viniera encima.

Pero una vez en la habitación, la última luz del día devolvió a su rostro la expresión de vulnerabilidad, aquella que lo obligaba a contener el aliento. Posó la mano en su brazo y ella no esquivó su contacto.

– Avigail -dijo Michael.

– ¿Qué?

– ¿Me harías un favor?

– ¿Qué?

– ¿Me enseñas el brazo?

Avigail se quedó mirándolo largo rato. Después se desabotonó una manga con pulso inseguro.

– ¿No era nada más que eso? -dijo Michael con alivio-. Y yo que creía que… no sabía qué pensar, no lo entendía. Te curarás, Avigail -sonrió-. En comparación con lo que imaginaba, esto no es nada -le aseguró, y tomó su cabeza entre las manos.

Se oyó el timbre del teléfono. Avigail le dirigió una mirada interrogante y después respondió a la llamada. Volvió a mirarlo y le tendió el auricular.

– Es para ti -dijo sin sorpresa, y se dirigió al dormitorio.

Michael oyó cómo abría las puertas del armario y a continuación se sentó para aquietar el pánico.

– No es nada -le dijo Sarit por el teléfono-, no es nada grave, solamente le han pegado una pedrada.

– ¿Quién te lo ha dicho? -se oyó preguntar Michael.

– Su madre ha llamado por teléfono. Quería que te dijera que no es nada grave. Tiene un brazo roto y ha recibido una pedrada cerca del ojo. Está en el Hadassah Ein Karem, quería que lo supieras.

Avigail apareció en la puerta del dormitorio y depositó su maleta en el suelo.

– Tengo un hijo -dijo Michael con voz trémula.

– ¿Sí? -dijo Avigail, mirándolo de frente-. ¿Le ha pasado algo? Por tu gesto yo diría que sí. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?

– En el Hadassah Ein Karem -dijo Michael, tratando de dominar el temblor de sus manos.

– ¿Quién te lo ha notificado? -preguntó Avigail a la vez que le quitaba de entre los dedos la cerilla encendida, la apagaba de un soplo y la dejaba cuidadosamente en el cenicero.

– Su madre. Hace años estuve casado, y tengo un hijo. Está a punto de terminar el servicio militar, no tardarán en licenciarlo.

Avigail respiró hondo y luego dijo:

– Si quieres te acompaño al Ein Karem. Me quedaré esperándote fuera.

El teléfono volvió a sonar y Avigail miró a Michael, que se abalanzó hacia el aparato.

– ¿Sí? -se oyó decir. Y al cabo de un momento pronunció «sí» varias veces, luego «eso era lo que pensaba», y al final-: Se puede marchar cuando haya firmado su declaración.

Avigail recogió su maleta. Pasaron unos instantes hasta que Michael apagó su cigarrillo y se la quitó de las manos.

– ¿Qué llevas aquí? ¿Piedras? -preguntó. Luego cerró la puerta con el hombro tras de sí.

– ¿Quién ha llamado ahora? -preguntó Avigail ya en el coche.

– Benny. La carta de Osnat estaba en la caja fuerte de Aarón Meroz, como estaba previsto.

– No puedo dejar de pensar en Yoyo. Agobiado por un secreto así y sin contárselo a nadie. Qué manera de vivir -tras un silencio añadió-: Claro que no es el único.

Cuando se acercaban al hospital, Michael dijo:

– Las personas se aprisionan en la realidad que inventan. Crean secretos de los que luego no saben cómo escapar.

Avigail se miraba las manos sin decir nada. Pero cuando Michael aparcó a la entrada del hospital, le sonrió inquieta y susurró:

– Se pondrá bien, tu hijo. Ya lo verás. ¿Cómo se llama?

– Yuval -respondió Michael-. Se llama Yuval.

Batya Gur

***