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Ella se encogió de hombros.

—¿Qué otra cosa se puede hacer?

—Es usted una filósofa, mademoiselle.

—Eso implica una actitud distinta. Creo que la mía es más egoísta. He aprendido a ahorrarme emociones inútiles —replicó la joven.

Hablaba más para sí misma que para él. Ni siquiera le miraba. Tenía los ojos fijos en una de las ventanillas, donde la nieve iba acumulándose en grandes masas.

—Tiene usted un carácter enérgico, mademoiselle —añadió, galantemente, Poirot—. ¡La más fuerte de todos nosotros!

—¡Oh, no lo crea! Conozco a alguien más fuerte que yo.

—¿Y es…?

La joven pareció volver repentinamente en sí, a la realidad de que estaba hablando con un extraño, un extranjero con quien hasta aquella mañana sólo había cambiado media docena de frases. Se echó a reír con risa un poco forzada.

—Pues… esa anciana señora, por ejemplo. Usted probablemente se habrá fijado en ella. Es fea; pero tiene algo que fascina. No tiene más que levantar un dedo y pedir algo con voz suave… y todo el tren se echa a rodar.

—También rueda por mi amigo monsieur Bouc —repuso Poirot—. Pero es por ser uno de los directores de la línea, no porque tenga un carácter dominador.

Mary Debenham sonrió.

La mañana iba avanzando. Algunas personas, Poirot entre ellas, permanecieron en el coche comedor. Por el momento se pasaba mejor el tiempo haciendo vida en común. Mistress Hubbard volvió a extenderse en largas divagaciones sobre su hija y sobre la vida y costumbres de su difunto marido desde que se levantaba por la mañana y desayunaba cereales hasta que se acostaba por las noches, puestos los calcetines que la misma mistress Hubbard confeccionaba para él.

Escuchaba Poirot un confuso relato de los fines misionales de la dama sueca cuando uno de los encargados del coche cama entró en el coche y se detuvo a su lado.

Pardon, monsieur.

—¿Qué desea?

—Monsieur Bouc agradecería que tuviese usted la bondad de ir a hablar con él unos minutos.

Poirot se puso de pie, dio excusas a la dama sueca y siguió al empleado. Éste no era el encargado de su coche, sino un hombre mucho más corpulento.

Atravesaron el pasillo de su propio coche y el del inmediato. El empleado llamó a una puerta y se apartó para dejar pasar a Poirot.

El compartimento no era el de monsieur Bouc. Era uno de segunda clase, elegido presumiblemente a causa de su mayor tamaño. Daba la impresión de estar lleno de gente.

Monsieur Bouc estaba sentado en uno de los asientos del fondo. Frente a él, junto a la ventanilla, un individuo bajo y moreno contemplaba la nieve a través de los cristales. De pie, y como impidiendo el paso a Poirot, estaba un hombre de uniforme azul (el jefe del tren) y a su lado el encargado del coche cama.

—¡Ah, mi buen amigo! —exclamó monsieur Bouc—. Entre. Tenemos necesidad de usted.

El individuo de la ventanilla se corrió un poco en el asiento y monsieur Poirot pasó por entre los dos empleados y se sentó frente a su amigo.

La expresión del rostro de monsieur Bouc le dio, como él habría dicho, mucho que pensar. Era evidente que había ocurrido algo inusitado.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Cosas muy graves, amigo mío. Primero esta nieve…, esta detención. Y ahora…

Hizo una pausa, y de la garganta del encargado del coche cama salió una especie de gemido ahogado.

—¿Y ahora qué?

—Y ahora un caballero aparece muerto en su cama…, cosido a puñaladas.

Monsieur Bouc hablaba con una especie de resignada desesperación.

—¿Un viajero? ¿Qué viajero?

—Un norteamericano. Un individuo llamado…, llamado… —consultó unas notas que tenía delante de él—. Ratchett… ¿no es eso?

—Sí, señor —contestó el empleado del coche cama con tranquilidad.

Poirot le miró. Estaba tan pálido como el yeso.

—Mejor será que mande usted sentar a este hombre —dijo a su amigo—. Está a punto de desmayarse.

El jefe del tren se apartó ligeramente y el empleado se dejó caer en el asiento y hundió la cabeza entre las manos.

—¡Bonita situación! —comentó Poirot.

—¡Y tan bonita! Para empezar, un asesinato, que ya de por sí es una calamidad de primera clase, y luego esta parada, que quizá nos retenga aquí horas, ¡qué digo horas!… ¡días! Otra circunstancia. Al pasar por la mayoría de los países tenemos la policía del país en el tren. Pero en Yugoslavia… no, ¿comprende usted?

—Sí que es una situación difícil —convino Poirot.

—Y aún puede empeorar. El doctor Constantine… Me olvidaba. No se lo he presentado a usted… El doctor Constantine, monsieur Poirot.

El hombrecillo moreno se inclinó y Poirot correspondió a la reverencia.

—El doctor Constantine opina que la muerte ocurrió hacia la una de la madrugada.

—Es difícil puntualizar en estos casos —aclaró el doctor—; pero creo poder decir concretamente que la muerte ocurrió entre la medianoche y las dos de la madrugada.

—¿Cuándo fue visto míster Ratchett por última vez? —preguntó Poirot.

—Se sabe que estaba vivo a la una menos veinte, cuando habló con el encargado —contestó monsieur Bouc.

—Es cierto —dijo Poirot—. Yo mismo oí lo que ocurría. ¿Eso es lo último que se sabe?

Poirot se volvió hacia el doctor, quien continuó:

—La ventana del compartimento de míster Ratchett fue encontrada abierta de par en par, lo que induce a suponer que el asesino escapó por allí. Pero en mi opinión esa ventana abierta no es más que una pantalla. El que salió por allí tenía que haber dejado huellas bien nítidas en la nieve y no hay ninguna.

—¿Cuándo fue descubierto el crimen? —preguntó Poirot.

—¡Michel!

El encargado del coche cama se puso de pie. Estaba todavía pálido y asustado.

—Dígale a este caballero lo que ocurrió exactamente —ordenó monsieur Bouc.

—El criado de míster Ratchett llamó repetidas veces a la puerta esta mañana. No hubo contestación. Luego, hará una media hora, llegó el camarero del coche comedor. Quería saber si el señor quería desayunar. Le abrí la puerta con mi llave. Pero hay una cadena también, y estaba echada. Dentro nadie contestó y estaba todo en silencio… y muy frío, con la ventana abierta y la nieve cayendo dentro. Fui a buscar al jefe del tren. Rompimos la cadena y entramos. El caballero estaba… ah, c’était terrible!

Volvió a hundir el rostro entre las manos.

—La puerta estaba cerrada y encadenada por dentro —repitió pensativo Poirot—. No será suicidio…, ¿eh?

El doctor griego rió de un modo sardónico.

—Un hombre que se suicida, ¿puede apuñalarse en diez…, doce o quince sitios diferentes? —preguntó.

Poirot abrió los ojos.

—Es mucho ensañamiento —comentó.

—Es una mujer —intervino el jefe de tren, hablando por primera vez—. No les quepa duda de que es una mujer. Solamente una mujer es capaz de herir de ese modo.

El doctor Constantine hizo un gesto de duda.

—Tuvo que ser una mujer muy fuerte —dijo—. No es mi deseo hablar técnicamente…, eso no hace más que confundir…, pero puedo asegurarles que uno o dos de los golpes fueron dados con tal fuerza que el arma atravesó los músculos y los huesos.

—Por lo visto no ha sido un crimen científico —comentó Poirot.

—Lo más anticientífico que pueda imaginarse. Los golpes fueron descargados al azar. Algunos causaron apenas daño. Es como si alguien hubiese cerrado los ojos y luego, en loco frenesí, hubiese golpeado a ciegas una y otra vez.

C’est une femme —repitió el jefe de tren—. Las mujeres son así. Cuando están furiosas tienen una fuerza terrible.

Lo dijo con tanto aplomo que todos sospecharon que tenía experiencia personal en la materia.