La complaciente seguridad de Colin sufrió un cambio repentino.
—Sí —replicó—. Créame que sí. Eso es serio. Debe ser sometida a tratamiento… inmediatamente. Pero a un tratamiento médico. No es un caso para la policía. La pobrecilla ni siquiera sabe lo que está ocurriendo. Está confundida. Si yo fuera…
Poirot le interrumpió.
—¿Entonces sabe usted quién es?
—Pues tengo mis sospechas.
Poirot murmuró con el aire de quien está resumiendo:
—Una joven que no tiene éxito entre el otro sexo. Una joven tímida y afectuosa. Una muchacha cuyo cerebro tiene reacciones lentas… que se siente fracasada y sola. Una chica…
Llamaron a la puerta y Poirot se interrumpió. Volvieron a llamar.
—Adelante —dijo la señora Hubbard.
Se abrió la puerta para dar paso a Celia Austin.
—¡Ah! —exclamó Poirot con una inclinación de cabeza—. Exactamente. La señorita Celia Austin.
Celia miró a Colin con ojos angustiosos.
—No sabía que estuvieras aquí —dijo conteniendo el aliento—. Venía… Venía…
Aspiró el aire con fuerza y corrió hacia la señora Hubbard.
—Por favor, no avise a la policía. He sido yo la que ha cogido esas cosas. No sé por qué. No puedo imaginarlo. Yo no quería. Es sólo… que sentía un impulso extraño. —Se volvió hacia Colin—. De modo que ya sabes cómo soy… y supongo que no volverás a dirigirme más la palabra. Sé que es horrible…
—Oh, nada de eso —exclamó Colin con voz cálida y amistosa—. Estás un poco confundida, nada más. Es sólo una especie de enfermedad que has tenido, por no ver las cosas con claridad. Si confías en mí, Celia, pronto te pondrás bien. Te lo aseguro.
—Oh, Colin… ¿de veras?
Celia le miró con adoración imposible de disimular.
—¡He estado tan inquieta!
Él la cogió de la mano con aire ligeramente doctoral.
—Bueno, ya no necesitas preocuparte más. —Y poniéndose en pie, apoyó la mano de Celia en su brazo y miró con aire severo a la señora Hubbard.
—Espero que ahora no se hablará más de dar parte a la policía —dijo—. No se ha robado nada de verdadero valor y Celia lo devolverá.
—No puedo devolver la pulsera ni los polvos compactos —confesó Celia, inquieta—. Los tiré por una alcantarilla. Pero compraré otros nuevos.
—¿Y el estetoscopio? —preguntó Poirot—. ¿Dónde lo dejó?
Celia enrojeció.
—Yo no lo cogí, ¿para qué iba a querer un estetoscopio? —Su rubor se acentuó—. Ni tampoco fui yo quien vertió la tinta sobre los apuntes de Elizabeth. Yo nunca hubiera hecho una… cosa tan malvada.
—No obstante, usted hizo pedazos la bufanda de la señorita Hobhouse, mademoiselle.
—Eso fue distinto. Quiero decir… que a Valerie no le importaba.
—¿Y la mochila?
—Oh, yo no la hice pedazos. Eso fue un rapto de furor.
Poirot cogió la lista que había copiado de la libreta de notas de la señora Hubbard.
—Dígame —le apremió—, y esta vez procure decir la verdad. ¿De la desaparición de qué cosas es o no usted responsable?
Celia miró la lista de objetos desaparecidos y su respuesta no se hizo esperar.
—No sé nada de la mochila, ni de las bombillas, ni del ácido bórico, ni de las sales de baño, y en cuanto al anillo fue sólo una equivocación. Cuando me di cuenta de que era bueno lo devolví.
—Ya.
—Porque yo no quería robar. Sólo…
—¿Sólo qué?
En los ojos de Celia apareció visiblemente una expresión cansada.
—No lo sé… la verdad. Estoy confundida.
Colin intervino con ademán imperioso.
—Le agradeceré que no la interrogue. Le prometo que no habrá reincidencia en este asunto, y desde ahora me hago responsable de ella.
—¡Oh, Colin, qué bueno eres conmigo!
—Me gustaría que me contaras muchas cosas de ti, Celia. De tu infancia, por ejemplo. ¿Se llevaban bien padre y tu madre?
—Oh, no, era horrible… en casa…
—Exacto. Y…
La señora Hubbard, intervino con voz autoritaria.
—¡Basta! Celia, celebro que haya confesado. Ha causado usted muchas preocupaciones e inquietudes, debiera avergonzarse de sí misma. Pero le diré una cosa. Que acepto su palabra de que no vertió deliberadamente la tinta sobre los apuntes de Elizabeth. No la creo capaz de una cosa así. Ahora váyanse los dos. Usted y Colin. Ya les he visto bastante por esta noche.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, la señorita Hubbard exhaló un profundo suspiro.
—Bueno —dijo—. ¿Qué le parece esto?
A Poirot le brillaron los ojos al decir:
—Creo que hemos asistido a una escena de amor al estilo moderno.
La señora Hubbard lanzó una exclamación desaprobadora.
—¡Autred temps, autres moeurs! —murmuró Poirot—. En mis tiempos los jóvenes prestaban a las muchachas libros teológicos o discutían acerca del Pájaro Azul, de Maeterlink. Todo eran sentimientos e ideales elevados. Hoy en día son las vidas desequilibradas y los complejos los que unen a un hombre y una mujer.
—Eso son tonterías… —dijo la señora Hubbard.
Poirot discrepó.
—No, todo no son tonterías. Los principios fundamentales son bastante sensatos… pero cuando se es un joven investigador, impaciente como Colin no se ve nada, más que complejos y la desdichada vida del hogar de la víctima.
—El padre de Celia murió cuando ella tenía cuatro años —explicó la señora Hubbard—. Pero tuvo una niñez muy agradable, con una madre simpática, aunque algo estúpida.
—¡Ah, pero es lo bastante lista para no decírselo al joven Macnabb! Le dirá todo lo que él desea oír. Está tan enamorada…
—¿Cree usted todo esto, señor Poirot?
—No creo que Celia tenga complejo de Cenicienta ni que robe las cosas sin darse cuenta, pero sí que corrió el riesgo de apoderarse de cosillas sin importancia con objeto de atraer la atención del vehemente Colin Macnabb, en cuya empresa ha salido vencedora. De haber continuado siendo una muchacha vulgar y tímida nunca le hubiera mirado siquiera. En mi opinión —dijo Poirot—, una chica tiene derecho a poner en práctica recursos desesperados para pescar a un hombre.
—Yo no hubiera dicho que tuviera inteligencia para tramar todo eso —replicó la señora Hubbard.
Poirot no contestó, limitándose a fruncir el entrecejo mientras la señora Hubbard continuaba:
—¡De modo que todo ha sido agua de borrajas! Le ruego me disculpe, monsieur Poirot, por haberle hecho perder el tiempo en un asunto tan trivial. De todas formas: «Todo está bien, si acaba bien».
—No, no. —Poirot sacudió la cabeza—. No creo que hayamos terminado todavía.
—Hemos aclarado lo más trivial, pero hay cosas que todavía no tienen explicación y yo tengo la impresión de que aquí hay algo serio… realmente serio.
El rostro de la señora Hubbard volvió a ensombrecerse.
—Oh, señor Poirot, ¿lo cree usted de veras?
—Ésa es mi impresión… Me pregunto, madame, si podría hablar con la señorita Patricia Lane. Me gustaría examinar el anillo que le fue robado.
—Desde luego, señor Poirot. Iré abajo y se la enviaré. Quiero hablar con Len Bateson de cierto asunto.
Patricia Lane acudió poco después con actitud interrogante.
—Siento molestarla, señorita Lane.
—Oh, no tiene importancia. No estaba ocupada. La señora Hubbard me dijo que deseaba usted ver de cerca mi sortija.
Y quitándosela de su dedo se la entregó.
—Es un brillante bastante grande, pero desde luego la montura es anticuada. Fue el anillo de prometida de mi madre.
Poirot, que lo estaba examinando, asintió.
—¿Vive aún su madre?
—No. Mis padres murieron.
—¡Qué pena!
—Sí. Los dos eran muy buenos, pero no sé por qué nunca estuve lo unida a ellos que debiera. Una lamenta después estas cosas. Mi padre hubiera deseado una hija hermosa y frívola, a la que le gustaran los trajes y las fiestas de sociedad. Tuvo una gran decepción cuando yo decidí estudiar arqueología.