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—¿Siempre fue usted tan seria?

—Creo que sí. La vida es tan corta que una debe hacer algo que merezca la pena.

Poirot la contempló pensativo. Patricia Lane debía de haber cumplido los treinta, y fuera de un ligero toque de carmín en sus labios, aplicado con descuido, no iba maquillada. Sus cabellos color ratón estaban peinados hacia atrás sin el menor artificio y sus ojos azules y agradables miraban seriamente a través de los cristales.

«No tiene el menor atractivo, bon Dieu —se dijo el detective con pesar para sus adentros—. ¡Y sus ropas! ¿Qué es lo que dicen? Como si las hubieran arrastrado por encima de las zarzas. Ma foi, eso es a mi parecer lo que expresan exactamente».

Poirot la desaprobaba. El acento bien educado de Patricia le pareció insoportable.

«Es inteligente y culta —se dijo—, y cada año se irá volviendo más cargante. Antiguamente… —Su memoria volvió por un momento a recordar a la condesa Vera Rossakoff—. ¡Qué exótico esplendor tenía… aun en la decadencia! Estas muchachas de hoy en día… Pero eso es porque me estoy haciendo viejo. Incluso esta joven excelente puede parecer una auténtica Venus a algún hombre. Aunque lo dudo».

Patricia estaba diciendo:

—Estoy realmente sorprendida por lo que le ha ocurrido a Bess… a la señorita Johnston. El haber utilizado tinta verde parece un intento deliberado de culpar a Nigel, pero le aseguro, señor Poirot, que Nigel no haría nunca una cosa así tan abominable.

—Ah —Poirot la miró con más interés. Había enrojecido y parecía hablar con vehemencia.

—No es fácil comprender a Nigel —decía con el mismo interés—. Ha tenido una niñez muy difícil.

—¡Mon Dieu, otra más!

—¿Cómo dice?

—Nada. Decía usted…

—Que Nigel ha tenido dificultades, y siempre tuvo la tendencia a rebelarse contra cualquier autoridad. Es muy inteligente… de una mentalidad brillante, pero debo admitir que algunas veces su comportamiento no resulta acertado. Es despectivo… ¿comprende? Y demasiado rencoroso para explicarse o defenderse. Aunque todos los de esta casa pensásemos que él vertió la tinta, no lo negaría, limitándose a decir: «Que piensen lo que quieran». Y esa actitud es una tontería.

—Desde luego puede ser mal interpretada.

—Creo que es una especie de orgullo, ya que siempre ha sido un incomprendido.

—¿Hace muchos años que le conoce?

—No, sólo hará cosa de un año. Nos conocimos en un viaje por los castillos del Loira. Cogió una gripe que degeneró en pulmonía y yo fui su enfermera durante toda la enfermedad. Es muy delicado, y no cuida lo más mínimo su salud. En ciertos aspectos, a pesar de ser tan independiente, necesita que le cuiden como a un chiquillo. En realidad necesita alguien que se encargue de él.

Poirot suspiró. De pronto se sintió muy cansado del amor… Primero Celia con sus miradas de adoración. Y ahora allí estaba Patricia con la vehemencia de una madonna. Admitía que debía haber amor y que la juventud tiene que conocerse y aparejarse, pero él, Poirot, había pasado ya aquella fase, a Dios gracias. Se puso en pie.

—¿Me permite que retenga su anillo, señorita? Se lo devolveré mañana sin falta.

—Desde luego, si es ése su deseo —repuso Patricia bastante sorprendida.

—Es usted muy amable. Y por favor, mademoiselle, tenga cuidado.

—¿Cuidado? ¿Cuidado por qué?

—Ojalá lo supiera —repuso Hercules Poirot.

Capítulo VI

El día siguiente resultó exasperante para la señora Hubbard en todos los aspectos, a pesar de haberse despertado con una considerable sensación de alivio. La duda inquietante de los últimos acontecimientos había sido aclarada por fin, siendo la responsable una jovencita tonta que quiso comportarse según el estilo moderno (que la señora Hubbard no soportaba), y de ahora en adelante volvería a reinar el orden.

Cuando bajaba a desayunar llena de esta seguridad reconfortante, la señora Hubbard vio amenazada su reciente paz. Los estudiantes escogieron aquella mañana para mostrarse especialmente cargantes, cada uno a su manera.

El señor Chandra Lal, que se había enterado del sabotaje de los apuntes de Elizabeth, estaba muy excitado.

—Es la opresión —exclamó—. La opresión deliberada de las razas nativas. Reserva y prejuicios, prejuicios raciales. Aquí tenemos un ejemplo clarísimo.

—Vamos, señor Chandra Lal —replicó la señora Hubbard tajantemente—. No tiene usted derecho, a decir eso. Nadie sabe quién lo hizo ni por qué.

—Oh, pero, señora Hubbard, creí que Celia había ido a verla para confesarlo todo —dijo Jean Tomlinson—. Yo lo consideré magnífico por su parte, y debemos ser todos muy amables con ella.

—¿Es que tienes que ser siempre tan cobista, Jean? —preguntó Valerie Hobhouse enfadada.

—Creo que no haces bien en decir eso.

—Vamos —intervino Nigel estremeciéndose—. ¡Qué término tan revolucionario!

—No veo por qué. El grupo de Oxford lo emplea y…

—¡Oh!, por amor de Dios, ¿es que hemos de oír hablar del grupo de Oxford hasta en la hora del desayuno?

—¿Qué ocurre, Ma? ¿Dice que fue Celia la que tomó esas cosas? ¿Es por eso que no baja a desayunar?

—Por favor, yo no comprendo absolutamente nada —dijo Akibombo.

Y nadie se lo aclaró, puesto que todos estaban demasiado ocupados en hacer sus propias preguntas y comentarios.

—Pobrecilla —continuó Len Bateson—. ¿Es que andaba algo apurada de dinero?

—¿Sabe? A mí no me sorprende mucho —dijo Sally despacio—. Siempre tuve la impresión…

—¿Te atreves a decir que fue Celia la que vertió tinta en mis apuntes? —Elizabeth Johnston le miraba con asombro—. Me parece absurdo e increíble.

—Celia no manchó de tinta sus trabajos, señor —intervino la señora Hubbard—. Y quisiera que dejaran de discutir sobre esto. Mi intención era explicárselo todo tranquilamente más tarde, pero…

—Pero Jean estaba escuchando. Por casualidad iba a…

—Vamos, Bess —exclamó Nigel—. Tú sabes muy bien quién volcó el tintero. Yo, el malo de Nigel, cogí mi tinta verde y la vertí sobre los apuntes.

—No es cierto. ¡Está mintiendo! ¡Oh, Nigel! ¿Cómo puedes ser tan estúpido?

—Trato de ser noble y protegerte, Pat. ¿Quién cogió mi tinta ayer mañana? Fuiste tú.

—Por favor, no entiendo nada —asintió Akibombo.

—Ni quieras entenderlo —le dijo Sally—. Yo en tu lugar no me metería en eso.

Chandra Lal se puso en pie.

—¿No pregunta usted por qué existen los Mau Mau, o por qué Egipto se ha ofendido por lo del Canal de Suez?

—¡Al diablo! —estalló Nigel, dejando violentamente su taza encima del plato—. Primero el grupo de Oxford, y ahora política. ¡A la hora del desayuno! ¡Me marcho!

Y apartando su silla con energía abandonó la estancia.

—Sopla un viento muy frío. Ponte el abrigo —le gritó Patricia corriendo tras él.

—Cock, cock, cock —le remedó Valerie, burlona—. No tardará en echar plumas.

Geneviéve, la joven francesa, cuyo inglés no era todavía lo bastante bueno como para comprender las frases rápidas, había estado escuchando las explicaciones que musitaba a su oído su amigo René, y ahora empezó a hablar en francés a toda prisa mientras su voz se iba elevando de tono.

—¿Comment donc? ¿C'est cette petite qui m'a volé mon compact? ¡Ah, par exemple! J'irais a la police. Je ne supporterais pas une pareille

Colin Macnabb, que llevaba algún tiempo intentando hacerse oír sin conseguirlo, abandonó su actitud comedida y descargando el puño con fuerza sobre la mesa impuso silencio a todos. El tarro de mermelada cayó al suelo y se hizo añicos.