—Callaos todos y dejadme hablar. ¡Nunca vi tanta ignorancia y falta de caridad! ¿Es que ninguno de vosotros tiene la menor noción de psicología? Os aseguro que esa chica no tiene la culpa. Ha sufrido una serie de crisis emocionales y necesita ser tratada con la mayor simpatía y cuidado… o de lo contrario puede quedar perjudicada para toda la vida. Os lo advierto… lo que ella necesita es mucha comprensión.
—Pero al fin y al cabo —replicó Jean con voz clara—, aunque estoy de acuerdo contigo en lo de ser amable con ella no podemos olvidar ciertas cosas, ¿no te parece? Me refiero a los robos.
—Robos —repitió Colin—. ¡Si eso no fue robar! ¡Bah! Me ponéis fuera de mí…
—Es un caso interesante, ¿verdad, Colin? —dijo Valerie con una sonrisa.
—Para quien le interesan los procesos mentales, sí.
—Claro que a mí no me quitó nada… —empezó a decir Jean—, pero creo que…
—No, a ti no te quitó nada —replicó Colin volviéndose hacia ella con el entrecejo fruncido—. Y si tuvieras la más ligera idea de lo que eso significa, no estarías tan satisfecha.
—La verdad, no comprendo…
—Oh, vamos, Jean —intervino Len Bateson—. Dejémonos de discusiones. Voy a llegar tarde y tú también. Anda, vente conmigo.
—Decidle a Celia que se anime —dijo él por encima del hombro.
—Yo quisiera hacer una protesta formal —dijo Chandra Lal—. Me quitaron el ácido bórico que tan necesario es para mis ojos fatigados por el estudio.
—Usted también va a llegar tarde, señor Chandra Lal —le dijo la señora Hubbard con decisión.
—Mi profesor no suele ser muy puntual —repuso Chandra Lal dirigiéndose, no obstante, hacia la puerta—. Y también se muestra irritado y poco razonable cuando le hago preguntas inquisidoras.
—Mais il faut qu'elle me la rende, cette compacte —dijo Geneviéve.
—Tienes que hablar inglés, Geneviéve… nunca aprenderás si vuelves al francés cada vez que te excitas. La cena del domingo entra en la presente semana y todavía no me la has pagado.
—¡Ah!, ahora no tengo aquí el bolso. Esta noche… Viens, René, nous serons en retard.
—Por favor —dijo Akibombo mirando a su alrededor con aire suplicante—. No entiendo nada.
—Vamos, Akibombo —le dijo Sally—. Yo te contaré todo lo que ocurre camino del Instituto.
Y tras dirigir una mirada de aliento a la señora Hubbard arrastró a Akibombo fuera de la habitación.
—Dios mío —exclamó la señora Hubbard suspirando profundamente—. ¿Por qué aceptaría este empleo?
Valerie, que era la única que quedaba, le sonrió con afecto.
—No se preocupe, Ma —le dijo—. ¡Lo bueno es que se haya descubierto todo! Todo el mundo empezaba a ponerse nervioso.
—Debo confesar que me ha sorprendido.
—¿El que haya sido Celia?
—Sí. ¿A usted no?
Valerie repuso con expresión ausente:
—En realidad debiera haberlo supuesto.
—¿Es que lo imaginaba?
—Pues una o dos cosas me hicieron cavilar. De todas formas ahora tiene situado a Colin en el lugar que ella quería.
—Sí, pero no puedo dejar de pensar que hizo mal.
—No puede conquistarse a un hombre con un revólver —rió Valerie—. Pero fingirse cleptómana, ¿no es un buen truco? No se preocupe, Ma. Y, por amor de Dios, que Celia devuelva los polvos compactos a Geneviéve, o de otro modo no volveremos a tener paz durante las comidas.
La señora Hubbard exhaló un profundo suspiro.
—Nigel ha roto su plato y el tarro de mermelada.
—Vaya una mañana infernal, ¿verdad? —dijo Valerie antes de salir, y la señora Hubbard la oyó decir alegremente en el recibidor:
—Buenos días, Celia. No hay moros en la costa. Todos lo saben y todo se olvidará… por orden de la pía Jean. Y en cuanto a Colin, ha estado rugiendo como un león para defenderte.
Celia entró en el comedor con los ojos enrojecidos por el llanto.
—Buenos días, señora Hubbard.
—Baja usted muy tarde, Celia. Buenos días. El café está frío y no le han dejado mucho que comer.
—No quise encontrarme con los demás.
—Eso me figuré, pero ha de verles pronto o tarde.
—Oh, sí. Lo sé. Pero pensé que sería más fácil… por la noche. Y desde luego no puedo quedarme aquí. Me marcharé a fines de semana.
La señora Hubbard frunció el ceño.
—No creo que sea necesario. Debe esperar que estén un tanto molestos… es natural… pero en conjunto son todos generosos y saben perdonar. Claro que tendrá que reparar cuanto antes lo hecho.
Celia la interrumpió, apremiante:
—Oh, sí. Aquí tengo mi talonario de cheques. Es una de las cosas que quería decirle. —Y le mostró un sobre que llevaba en la mano y que contenía el talonario—. Le había puesto unas letras por si no la encontraba al bajar para decirle cuánto lo sentía, y mi intención era llenar un cheque para que usted lo arreglara todo, pero mi pluma no tenía tinta.
—Tendremos que hacer una lista.
—La hice ya… hasta donde es posible. Pero no sé si comprar las cosas o darles el dinero.
—Lo pensaré. Es difícil decidirlo así de pronto.
—Oh, pero déjeme que le entregue un cheque ahora. Me sentiré mucho mejor.
Estaba a punto de responder: «¿De veras? ¿Y por qué va a sentirse mejor?», mas la señora Hubbard reflexionó que lo mejor era resolverlo por aquel medio, puesto que los estudiantes andaban siempre cortos de dinero. Y así también se aplacaría Geneviéve, quien de otro modo podría traer complicaciones con la señora Nicoletis. (Y ya tenían bastante tal como estaban las cosas).
—Muy bien —dijo repasando la lista de objetos—. Es un trabajo bastante difícil calcular exactamente lo que costará.
Celia replicó:
—Le daré un cheque por la cantidad aproximada que usted diga, y luego me devuelve lo que sobre, o yo añadiré lo que haga falta.
—Muy bien. —La señora Hubbard mencionó una cifra que ella consideró daría amplio margen a los gastos y Celia no puso el menor reparo, disponiéndose a abrir el talonario de cheques.
—¡Oh! mi pluma está vacía. —Se acercó a los estantes donde había algunos objetos pertenecientes a los estudiantes—. ¡Aquí no hay más tinta que la de Nigel! Esa horrible tinta verde. ¡Oh!, la utilizaré. A Nigel no le importará. Tengo que acordarme de comprar una botella hoy cuando salga.
Y una vez hubo llenado su pluma volvió para firmar el cheque, y al entregárselo a la señora Hubbard miró su reloj de pulsera.
—Llegaré tarde. Será mejor que no me entretenga desayunando.
—Debe tomar algo, Celia… aunque sólo sea un poco de pan con mantequilla… no es bueno salir con el estómago vacío. Sí, ¿qué ocurre?
Geronimo, el criado italiano, había entrado en el comedor haciendo extraños gestos con sus manos mientras su rostro adquiría una expresión muy cómica.
—La patrona acaba de llegar y desea verla. —Y agregó con un gesto final—: Está furiosa.
—Enseguida voy.
La señora Nicoletis se paseaba muy nerviosa de un lado a otro de su habitación.
La señora Hubbard salió de la estancia en tanto que Celia se apresuraba a cortar un pedazo de pan.
—¿Qué es lo que he oído? —exclamó—. ¿Que ha avisado usted a la policía… sin decirme palabra? ¿Quién se ha creído que es? ¡Cielos! ¿Quién se ha creído que es?
—Yo no he avisado a la policía.
—Miente.
—Vamos, señora Nicoletis, no puede hablarme así.
—¡Oh, no! ¡Por supuesto que no! Soy yo la que está equivocada, usted no. Siempre soy yo. Todo lo que usted hace es perfecto. La policía en mi casa, tan respetable…
—No sería la primera vez —dijo la señora Hubbard recordando algunos incidentes desagradables—. Recuerde aquel estudiante antillano a quien buscaban por vivir a expensas de una mujer, y el joven agitador que se alojó aquí con nombre falso… y…