—¡Ah! ¿Es que me lo va a echar en cara? ¿Es culpa mía que la gente mienta y falsifique sus documentos y que la policía requiera nuestra ayuda en los casos de asesinato? ¡Y encima me lo reprocha usted, con lo que yo he sufrido!
—Nada de eso, sólo le hago ver que no sería precisamente una novedad que nos visitase la policía. Pero el caso es que nadie «ha avisado a la policía». Dio la casualidad de que un detective particular de gran renombre cenó aquí anoche invitado por mí y dio una charla sobre criminología a los estudiantes.
—¡Como si hubiera alguna necesidad de hablar de criminología a nuestros estudiantes! Ellos ya saben bastante. ¡Lo suficiente para robar, destruir y sabotear! ¡Y nadie ha hecho nada aún nada!
—Yo sí he hecho algo.
—Si, ha contado a ese amigo suyo todos nuestros problemas íntimos. Eso es un abuso de confianza y lo considero intolerable.
—Nada de eso. Yo soy la responsable de lo que ocurre en esta casa, y celebro comunicarle que el asunto está ya aclarado. Una de nuestras estudiantes ha confesado y ella ha sido la causante de la mayoría de lo ocurrido.
—¡Valiente sinvergüenza! —dijo la señorita Nicoletis—. Échela a la calle.
—Está dispuesta a marcharse por su propia voluntad y a repararlo todo.
—¿Y de qué servirá? Mi hermosa Residencia para Estudiantes tendrá mala fama, y nadie vendrá aquí. —La señorita Nicoletis se sentó en el sofá, deshecha en lágrimas—. Nadie se preocupa de mis sentimientos —sollozó—. ¡Es abominable el modo como me tratan! ¡Nadie me hace caso! ¡Siempre me dejan de lado! Si me muriera mañana, ¿a quién le importaría?
La señorita Hubbard, dejando la pregunta sin respuesta, salió de la habitación.
—Dios me dé paciencia —se dijo para sus adentros dirigiéndose hacia la cocina para interrogar a María.
Ésta se mostró adusta y poco comunicativa. La palabra «policía» flotaba en el ambiente sin que la pronunciara nadie.
—Es a mí a quien acusarán. A mí y a Geronimo… el povero. ¿Qué justicia puede una esperar en un país extranjero? No, no pude preparar el risotto como usted quería —dijo contenta, con aire inteligente— enviaron otra clase de arroz. En vez de eso haré spaghetti.
—Ya lo tomamos anoche.
—No importa. En mi país lo tomamos cada día. La pasta es buena siempre.
—Sí, pero ahora está en Inglaterra.
—Muy bien, haré estofado. Estofado inglés. No le gustará, pero se lo haré… pálido… pálido… con las cebollas hervidas con demasiada agua en vez de guisadas con aceite… y huesos recubiertos de carne pálida…
María habló en tono tan amenazador que la señora Hubbard creyó estar oyéndola relatar un crimen.
—¡Oh!, haga lo que quiera —le dijo antes de salir de la cocina.
A las seis de la tarde la señora Hubbard volvió a recuperar la seguridad en sí misma. Había dejado una nota en todas las habitaciones de los estudiantes pidiéndoles que fueran a verla antes de cenar, y cuando se presentaron les explicó lo que Celia le había rogado, que ella lo arreglara todo, y le pareció que reaccionaron favorablemente. Incluso Geneviéve, aplacada por el generoso valor que daban a sus polvos compactos, dijo contenta con aire inteligente:
—Ya se sabe que a veces se pasan crisis nerviosas. Celia es rica y no necesita robar. No, no debe estar bien de la cabeza. En eso tiene razón el señor Macnabb.
Len Bateson se llevó aparte a la señora Hubbard cuando ella bajaba al oír la llamada para la cena.
—Esperaré a Celia en el recibidor para acompañarla a la mesa —dijo—. Así le resultará menos violento.
—Es usted muy amable, Len.
—No tiene importancia, Ma.
A su debido tiempo, mientras se estaba sirviendo la sopa, se oyó la voz de Len que decía en el recibidor:
—Vamos, Celia. Todos los amigos están aquí.
Nigel musitó, dirigiéndose a su plato de sopa:
—¡Hoy ya ha hecho su buena obra! —Pero aparte de esto dominó su lengua y alzó la mano para saludar a Celia cuando entró Len, que había pasado el brazo por encima de sus hombros.
Se inició una conversación general que versó sobre varios tópicos y todos procuraron incluir a Celia. Como era inevitable, esta manifestación de buena voluntad terminó en un silencio violento, y fue entonces cuando Akibombo, volviéndose hacia Celia con el rostro resplandeciente e inclinándose sobre la mesa, dijo:
—Me han explicado todo lo que no comprendía. Es usted muy lista robando cosas. Nadie la ha descubierto durante tanto tiempo. Es muy lista, muy lista.
En este momento Sally Finch exclamó conteniendo la respiración:
—Akibombo, tú serás mi muerte —y le dio tal ataque de risa que tuvo que salir al recibidor. Las risas resonaron de un modo espontáneo y natural.
Colin Macnabb llegó más tarde. Parecía reservado e incluso menos comunicativo que de costumbre. Al término de la cena se puso en pie, diciendo entre dientes:
—Tengo que salir esta noche. Pero primero quiero decirles a todos que Celia y yo… esperamos casarnos el año próximo, cuando haya terminado mi carrera.
Y convertido en la imagen misma del rubor y la vergüenza recibió las felicitaciones y bromas de sus amigos, logrando escapar al fin completamente aturdido. Celia, al otro lado de la mesa, permanecía ruborizada, pero tranquila.
—Otro buen chico que se pasa al otro bando —suspiró Len Bateson.
—¡Cuánto me alegro Celia! —dijo Patricia—. Espero que seas muy feliz.
—Ahora todo es perfecto —dijo Nigel—. Mañana traeremos chianti para beber a su salud. ¿Por qué está tan seria nuestra querida Jean? ¿Es que no apruebas el matrimonio, Jean?
—Claro que sí, Nigel.
—Siempre he pensado que era mucho mejor que el amor libre, ¿no te parece? Sobre todo para los niños; así sus pasaportes tienen mejor aspecto.
—Pero la madre no debe ser demasiado joven —dijo Geneviéve—. Lo dijeron una vez en la clase de filosofía.
—Vamos, querida —dijo Nigel—. No querrás insinuar que Celia sea menor de edad ni nada por el estilo, ¿verdad? Es libre, blanca y tiene ya cumplidos veintiún años.
—Eso —intervino Chandra Lal— es un comentario ofensivo.
—No, no, señor Chandra Lal. Es sólo una especie de… frase hecha. No significa nada.
—No lo comprendo —dijo Akibombo—. Si una cosa no significa nada, ¿por qué decirla?
Elizabeth Johnston exclamó de pronto, alzando un poco la voz:
—A veces se dicen cosas que no parecen tener ningún significado, pero lo tienen y mucho. No, no me refiero a su cita americana. Estoy hablando de otra cosa —miró un instante alrededor de la mesa. Me refiero a lo que ocurrió ayer.
Valerie preguntó en tono seco:
—¿Qué es ello, Bess?
—¡Oh!, por favor —intervino Celia—. Yo creo… muy de veras… que mañana se habrá aclarado todo. De verdad. Lo de la tinta en tus apuntes y la destrucción de la mochila. Y si… si esa persona confiesa, como yo he hecho, entonces todo quedará aclarado.
Habló con calor, enrojeciendo, y un par de rostros se volvieron hacia ella, mirándola con curiosidad.
Valerie lanzó una carcajada breve.
—Y todos viviremos felices hasta el fin de nuestras vidas.
Luego se levantaron para pasar al salón, y hubo cierta competencia para servir el café a Celia. Conectaron la radio y algunos estudiantes se marcharon para acudir a alguna cita o a trabajar, y al fin todos los inquilinos de los números veinticuatro y veintiséis de la calle de Hickory se acostaron.
Había sido un día largo y agotador, reflexionó la señora Hubbard mientras se introducía entre las sábanas con un suspiro de alivio.
—Pero, a Dios gracias —dijo para sus adentros—, ahora ya ha terminado.