Y recogió el fragmento de papel escrito por Celia.
—Hay algo raro en esto —dijo la señora Hubbard de pronto.
—¿Raro? ¿En qué sentido?
—No lo sé… pero siento que debiera saberlo —la señora Hubbard se llevó las manos a los ojos—. Me siento tan estúpida esta mañana —dijo a modo de disculpa.
—Ha sido una dura prueba para usted, lo comprendo —dijo el inspector con simpatía—. No creo que necesitemos molestarla más con ninguna otra pregunta por el momento, señora Hubbard.
Cuando el inspector Sharpe abrió la puerta, tropezó con Geronimo, que estaba apoyado al otro lado.
—¡Hola! —exclamó el inspector Sharpe divertido—. ¿Escuchando detrás de las puertas, eh?
—No, no —replicó Geronimo con aire de virtuosa indignación—. ¡Yo no escucho nunca… nunca! Venía a traer un recado.
—Ya. ¿Qué recado?
—Pues que abajo hay un caballero que desea ver a la signora Hubbard —repuso Geronimo muy serio.
—Muy bien. Pase, hijo, y dígaselo.
Y se hizo a un lado para dejar paso a Geronimo y continuó andando por el pasillo, pero luego, dando media vuelta, regresó de puntillas a tiempo de averiguar si el criado había dicho la verdad.
—El caballero que vino a cenar la otra noche —decía Geronimo—, el de los bigotes, está abajo y quiere verla.
—¿Eh? ¿Qué? —la señora Hubbard pareció salir de su abstracción—. Oh, muchas gracias, Geronimo. Bajaré enseguida.
—Un caballero con bigote, ¿eh? —dijo Sharpe para sus adentros con una sonrisa—. Apuesto a que sé quién es.
Y bajó la escalera, penetrando en el salón.
—Hola, monsieur Poirot —saludó—. Hace muchísimo tiempo que no nos veíamos.
Poirot, que estaba de rodillas, se incorporó sin la menor violencia después de examinar el último estante del mueble situado junto a la chimenea.
—¡Ajá! —exclamó—. Pero vaya… si es el inspector Sharpe… Antes no estaba usted en este distrito…
—Me trasladaron hace dos años. ¿Recuerda el asunto de Crays Hill?
—Ah, sí. Pero de eso ha pasado mucho tiempo, y usted sigue siendo un hombre joven, inspector.
—Vamos tirando, vamos tirando.
—Yo soy ya un viejo. ¡Cielos! —suspiró Poirot.
—Pero todavía activo, ¿verdad, monsieur Poirot? Activo en ciertos aspectos, podríamos decir.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que me gustaría saber por qué vino usted a cenar la otra noche para dar una charla a los estudiantes sobre criminología.
Poirot sonrió.
—Pero si la explicación es bien sencilla. La señora Hubbard es hermana de mi valiosa secretaria, la señorita Lemon. De modo que cuando me pidió…
—Cuando le pidió que echara un vistazo a lo que estaba ocurriendo aquí, usted se apresuró a venir. Eso es lo que pasó, ¿no es así?
—Ha acertado usted.
—Pero ¿por qué? Eso es lo que deseo saber. ¿Qué es lo que había aquí para usted?
—¿Quiere decir… que pudiera interesarme?
—Eso es a lo que me refiero. Aquí había una jovencita estúpida que había estado robando algunos objetos sin importancia. Hechos que suceden todos los días. Y me parece poca cosa para usted, monsieur Poirot ¿verdad?
Poirot meneó la cabeza.
—No es tan sencillo como parece.
—¿Por qué no? ¿Acaso hay algo más?
El detective tomó asiento y con el ceño fruncido fue sacudiendo el polvo de sus pantalones.
—Ojalá lo supiera —fue su sencilla respuesta.
Sharpe frunció el entrecejo.
—No comprendo —dijo.
—Ni yo tampoco. Las cosas que fueron robadas… —meneó la cabeza— no tienen relación alguna… carece de sentido. Es como encontrar una pista de huellas en las que todas fueran de distinto pie. Está, y muy clara, la de quien usted ha llamado jovencita estúpida… pero hay más. Han ocurrido otras cosas que alguien ha querido incluir en el haber de Celia Austin… pero que no cuadran con ella. Eran tonterías aparentemente sin fin determinado, pero también existen pruebas de malicia, y Celia no era maliciosa.
—¿Era cleptómana?
—Lo dudo mucho.
—¿Entonces, simplemente una ladronzuela vulgar?
—No en el sentido que usted quiere darle. En mi opinión, todos sus hurtos de objetos insignificantes tuvieron como objeto el atraer la atención de, cierto joven.
—¿Colin Macnabb?
—Sí. Estaba terriblemente enamorada de Colin Macnabb, y Colin no se fijaba en ella; y en vez de mostrarse bonita, atrayente y comportarse como es debido, se dispuso a convertirse en un interesante caso criminal. El resultado fue un éxito, rotundo. Colin Macnabb cayó en el acto en sus redes, ¡y de qué manera!
—Entonces debe ser tonto de remate.
—Nada de eso. Es un psicólogo inteligente.
—¡Oh! —gimió el inspector Sharpe—. ¡Un psicólogo! Ahora lo comprendo —y una ligera sonrisa apareció en su rostro—. Muy inteligente fue la chica.
—Demasiado.
Y Poirot repitió:
—Sí, demasiado.
El inspector Sharpe se puso en guardia.
—¿Qué quiere decir con eso, monsieur Poirot?
—Que me he preguntado… y sigo preguntándome… si la idea no fue sugerida por otra persona.
—¿Por qué razón?
—¿Cómo voy a saberlo? ¿Altruismo? ¿Algún otro motivo? Estamos en la más profunda oscuridad y quisiera poder salir de ella.
—¿Tiene alguna idea de quién pudo darle ese consejo?
—No… a menos que… pero no.
—Sea como fuere —replicó Sharpe—, no acabo de comprenderlo. Si sólo se fingía cleptómana y tuvo éxito, ¿por qué diablos iba luego a suicidarse?
—La respuesta es que no debiera haberse suicidado.
Los dos hombres se miraron, y Hercules Poirot murmuró:
—¿Está seguro de que se suicidó?
—Está tan claro como la luz del día, monsieur Poirot. No hay razón para pensar otra cosa y…
Se abrió la puerta para dar paso a la señora Hubbard, que llegaba ruborizada y triunfante, con la barbilla erguida.
—Ya lo tengo —exclamó satisfecha—. Buenos días, señor Poirot. Ya lo tengo, inspector Sharpe. Se me ha ocurrido de repente el porqué me parecía extraña la nota del suicidio. Quiero decir que no es posible que la hubiera escrito Celia.
—¿Por qué no, señora Hubbard?
—Porque está escrita con tinta azul corriente, y Celia llenó su pluma con tinta verde… de esa botella que está ahí —la señora Hubbard señaló el estante—. Fue ayer por la mañana a la hora del desayuno.
Un inspector Sharpe completamente distinto al que abandonara bruscamente a la señora Hubbard después de su declaración, exclamó en el acto:
—Es bien cierto. Lo he comprobado. La única pluma que había en la habitación de esa chica y que estaba junto a la cama, está llena de tinta verde. Ahora bien, esa tinta verde… es pues…
La señora Hubbard alzó la botella casi vacía, y luego le puso al corriente de un modo claro y conciso de la escena representada en la mesa del desayuno.
—Estoy segura —concluyó, que ese pedazo de papel fue arrancado de la carta que me escribiera ayer, y que ni siquiera abrí.
—¿Qué hizo usted con ella? ¿Lo recuerda?
La señora Hubbard meneó la cabeza.
—La dejé aquí sola y fui a atender a las cosas de la casa. Creo que ella debió dejarla por allí, y luego se olvidaría de recogerla.
—Y alguien la encontró… la abrió… alguien…
Se interrumpió.
—¿Se da usted cuenta de lo que esto significa? —dijo—. No me ha gustado nunca ese pedazo de papel. Había muchas libretas en su habitación… y era mucho más natural escribir la nota en una de sus hojas. Esto significa que alguien vio la posibilidad de utilizar la frase inicial de la carta dirigida a usted para insinuar algo muy distinto. Para sugerir la idea del suicidio…