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Hizo una pausa y luego agregó lentamente:

—Esto significa…

—Que la asesinaron —concluyó Hercules Poirot.

Capítulo VIII

Aunque personalmente despreciaba el té de las cinco por considerarlo un impedimento para poder apreciar la comida suprema del día, o sea, la cena, Poirot empezaba a acostumbrarse a tomarlo.

El insustituible George había sacado en esta ocasión tazas grandes, una tetera con té indio auténtico y cargado, y además de los bollitos cuadrados con mantequilla, pan y mermelada, una gran fuente con un rico pastel de ciruelas.

Todo ello para deleite del inspector Sharpe, se recostó contento en su butaca sorbiendo su taza de té.

—¿No le importa que me haya presentado en su casa de este modo, monsieur Poirot? Tengo una hora hasta que empiecen a regresar los estudiantes. Debo interrogarles a todos… y, con franqueza, no es cosa que me atraiga. Usted conoció a algunos de ellos, la otra noche, y me pregunto si podría ayudarme un poco, por lo menos con los extranjeros.

—¿Usted me considera buen juez de los extranjeros? Pero, mon cher, no hay ningún belga entre ellos.

—No, belgas no… Oh, ya comprendo lo que quiere decir. Quiere usted decir que es belga, y que por lo tanto las demás nacionalidades le resultan extranjeras como a mí. Pero eso no es del todo cierto. Probablemente usted conocerá mejor que yo los tipos continentales… aunque desconozca a los indios y antillanos, y a los otros de esas latitudes.

—Quien mejor puede ayudarle es la señora Hubbard, que ha vivido varios meses al lado de esos jóvenes y es buena conocedora de la naturaleza humana.

—Sí, es una mujer muy competente, y confío en ella. También habré de ver a la propietaria de la residencia. Esta mañana no estaba. Tengo entendido que posee varias pensiones, así como diversos clubes para estudiantes. Parece ser que no goza de gran simpatía.

Poirot nada dijo por espacio de unos segundos y luego preguntó:

—¿Ha estado en Santa Catalina?

—Sí. El jefe de la Sección de Farmacia se ha mostrado muy amable y deseoso de cooperar. Le sorprendió y afligió mucho la noticia.

—¿Qué dijo de la chica?

—Había trabajado allí por espacio de un año y todos la apreciaban. La describió como una joven bastante lenta, pero consciente —hizo una pausa y agregó—: la morfina salió de allí.

—¿Sí? Esto es interesante… y algo raro.

—Era tartrato de morfina y se guardaba en el armario de venenos del Dispensario… en el estante superior… entre otras drogas de uso poco frecuente. Desde luego se usa más el Clorhidrato de morfina que el tartrato. Según parece, en esto de las drogas también hay modas, y los médicos la siguen, al recetar, igual que un rebaño de corderos. Él no me lo dijo, pero yo lo pensé. Hay algunas drogas en el estante superior que gozaron de popularidad, pero hoy no se recetan.

—¿De modo que la ausencia de un frasquito conteniendo morfina en polvo no se hubiera notado inmediatamente?

—Eso es. Sólo se hace el inventario de existencias a intervalos regulares, y nadie recuerda que se recetara tartrato de morfina desde hace mucho tiempo. La desaparición de la botella no se hubiera notado hasta que la necesitaran… o hasta que se hiciera el inventario. Las tres encargadas tienen la llave del armario de venenos y del de drogas peligrosas. Los armarios se abren a medida que es necesario, y en los días de mucho trabajo (que prácticamente son todos) se abren a cada momento, y por ello se dejan abiertos hasta el término de la jornada.

—¿Quiénes tienen acceso a él, además de Celia?

—Las otras dos encargadas del Dispensario, pero no tienen relación alguna con la calle Hickory. Una lleva allí cuatro años, y la otra vino unas semanas atrás, de un hospital de Devon. Buenos informes. Hay también tres farmacéuticas que llevan muchos años en Santa Catalina. Éstas son las personas que tienen acceso normal al armario. Luego está una mujer de edad que friega los suelos, de nueve a diez de la mañana, y que pudo apoderarse de la botella mientras andaban atareadas con los pacientes externos, o arreglando las bandejas de las salas, pero lleva muchos años trabajando en el Hospital y no parece sospechosa. El ayudante que coloca las etiquetas también entra y sale cuando quiere y hubiera podido coger el frasco en cualquier oportunidad… pero ninguna de estas sugerencias resulta probable.

—¿Entra algún extraño en el Dispensario?

—Muchísimos, de una manera u otra. Pasan por el Dispensario para ir a la oficina del jefe de Farmacia, por ejemplo… y los viajantes de laboratorios, para dirigirse a los departamentos de preparación. Y, además, naturalmente, algunos amigos visitan a las encargadas… no es lo más corriente, pero ocurre de vez en cuando.

—Eso ya está mejor. ¿Quién visitó últimamente a Celia Austin?

Sharpe consultó su bloc de notas.

—Una muchacha llamada Patricia Lane fue a verla el martes de la semana pasada. Quería que Celia se reuniera con ella después del trabajo, para ir al cine.

—Patricia Lane —repitió Poirot pensativo.

—Estuvo sólo unos cinco minutos y no se acercó al armario de los venenos, permanecieron junto a los pacientes mientras hablaba con Celia y otra muchacha. También recuerdan a una joven de color… que fue hará un par de semanas… una señorita muy seria, según dicen, que se interesó por el trabajo, estuvo haciendo preguntas y tomando notas. Hablaba inglés a la perfección.

—Esa debe ser Elizabeth Johnston. Conque se interesó, ¿verdad?

—Era una tarde destinada a la clínica Welfare. Mostró interés por conocer la organización de estas cosas y también lo que recetaban en las enfermedades tales como la diarrea infantil y afecciones cutáneas.

Poirot asintió.

—¿Alguien más?

—No, nadie que recuerde.

—¿Los médicos acuden al Dispensario?

Sharpe sonrió.

—Continuamente. Oficial y extraoficialmente. Unas veces para pedir una fórmula particular, o para ver lo que hay en reserva.

—¿Para ver lo que hay en reserva?

—Sí, ya he pensado en eso. Algunas veces piden consejo… acerca de un sustituto para algún preparado que irrita la piel del enfermo o altera su digestión. Otras veces sólo van allí para charlar un rato… en los momentos libres. Muchos de los jóvenes acuden en busca de una aspirina cuando tienen «resaca» y alguna que otra vez a flirtear un rato con alguna de las muchachas si se les presenta ocasión. La naturaleza humana es la misma en todas partes. Ya lo sabe usted todo. No hay grandes esperanzas…

Poirot dijo:

—Y si mal no recuerdo, algunos de los estudiantes de los que viven en la calle Hickory tienen también relación con Santa Catalina… un muchachote pelirrojo… Bates… Bateman…

—Leonard Bateson. Sí. Y Colin Macnabb está cursando allí su doctorado. Hay también una joven, Jean Tomlinson, que trabaja en el departamento de fisioterapia.

—¿Y todas esas personas van a menudo al Dispensario?

—Sí, y lo que es más, nadie recuerda cuándo fueron, ya que están acostumbrados a verles continuamente. A propósito, Jean Tomlinson es muy amiga de la Primera Encargada.

—No es sencillo —murmuró Poirot.

—¡Qué va! Ya ve usted, cualquiera de los que trabajan allí podría haber echado un vistazo al armario de los venenos y decir: «¿Por qué diablos tenéis aquí tanto arsénico?», o cualquier otra cosa. «¿No sabéis que ya no se usa?». Y nadie lo hubiera recordado siquiera.

Sharpe hizo una pausa y luego agregó:

—Lo que suponemos es que alguien administró la morfina a Celia Austin y luego puso el frasco vacío y el fragmento de la carta en su dormitorio, para que pareciera un suicidio. Pero, ¿por qué, monsieur Poirot? ¿Por qué?