Poirot se removió inquieto.
—Eso fue sólo una idea mía. Me pareció que no era lo bastante inteligente como para que se le hubiera ocurrido a ella.
—¿Entonces a quién?
—Que yo sepa, sólo hay tres estudiantes capaces de haber ideado una cosa así. Leonard Bateson reúne los conocimientos necesarios, y conoce el entusiasmo de Colin por las «personalidades desequilibradas». Tal vez le sugirió algo de ello a Celia, en broma, y ella lo tomaría en serio. Pero no puedo imaginarle fomentando una cosa así mes tras mes a menos que tuviera algún otro motivo, o sea muy distinto de lo que parece. (Esto es algo que hay que tener siempre en cuenta). Nigel Chapman posee una mentalidad falsa y ligeramente maliciosa. Lo consideraría divertido y no tiene escrúpulos. Es una especie de enfant terrible crecidito. La tercera persona que me viene a la memoria es esa joven llamada Valerie Hobhouse. Tiene inteligencia, es moderna externa e interiormente, y es probable que haya leído lo bastante sobre psicología como para poder juzgar la reacción de Colin. Si apreciaba a Celia, tal vez considerase natural divertirse a costa de Colin.
—Leonard Bateson, Nigel Chapman y Valerie Hobhouse. —Sharpe fue anotando los nombres—. Gracias por la ayuda. Lo recordaré cuando les interrogue. ¿Y qué me dice de los indios? Uno de ellos también estudia medicina.
—Su mente está enteramente ocupada con la política y la manía persecutoria —dijo Poirot—. No creo que estuviera lo bastante interesado como para sugerir la idea de la cleptomanía a Celia Austin, ni que ella hubiera aceptado semejante consejo viniendo de él.
—¿Es toda la ayuda que puede prestarme, monsieur Poirot? —preguntó Sharpe poniéndose en pie y cerrando su bloc de notas.
—Me temo que sí. Pero me considero personalmente interesado… si usted no se opone, amigo mío…
—En absoluto. ¿Por qué iba a tener inconveniente?
—Haré lo que pueda como aficionado, y creo que sólo tengo una línea de acción.
—¿Y cuál es?
Poirot suspiró.
—Conversar, amigo mío. ¡Conversación y más conversación! Todos los asesinos con que he tropezado han disfrutado hablando. En mi opinión ningún hombre exageradamente silencioso comete un crimen… y si lo hace, será sencillo, violento y clarísimo. Pero el asesino sutil… inteligente… está tan satisfecho de sí mismo que más pronto o más tarde dice algo que le compromete. Hable con esa gente, mon cher, y no se limite a un simple interrogatorio. Anímeles que le den su opinión, pídales ayuda, haga que le confíen sus corazonadas… pero, ¡bon Dieu! Yo no he de enseñarle su trabajo. Recuerdo muy bien sus habilidades.
Sharpe sonrió con simpatía.
—Sí —dijo—. Siempre he encontrado una gran ayuda en la… bueno… llamémosle amabilidad.
Los dos hombres sonrieron de común acuerdo.
Sharpe se dispuso a marchar.
—Supongo que cada uno de ellos es un posible asesino —dijo despacio.
—Eso creo yo —respondió Poirot sin darle importancia—. Leonard Bateson, por ejemplo, tiene genio, y pudo perder el control. Valerie Hobhouse es inteligente y capaz de haberlo planeado a conciencia. Nigel Chapman es un tipo infantil que adolece de falta de proporción. Hay una francesita que pudiera haber asesinado por dinero. Patricia Lane pertenece al tipo maternal, y las mujeres así suelen ser despiadadas. La americana, Sally Finch, es alegre y simpática, pero podría fingir mucho mejor que la mayoría. Jean Tomlinson está llena de dulzura y honradez, pero hemos conocido muchos criminales que asistían a la escuela dominical con toda devoción. La india, Elizabeth Johnston, tiene sin duda el mejor cerebro de toda la Residencia, y ha subordinado sus emociones a su cerebro… lo cual es peligroso. Hay un joven africano, encantador, cuyos motivos para asesinar nunca podremos descubrir. Tenemos a un Colin Macnabb, psicólogo. ¿Cuántos psicólogos hay a los que podríamos decir: Médico, cúrate a ti mismo?
—Por amor de Dios, Poirot. ¡La cabeza ya me da vueltas! ¿Es que no hay nadie incapaz de cometer un crimen?
—Eso me he preguntado yo —replicó Poirot.
Capítulo IX
El inspector Sharpe suspiró, recostándose en su butaca y enjugando su frente con un pañuelo. Había interrogado ya a una jovencita francesa llorosa e indignada; a un francés receloso y poco cooperador; a un alemán impasible, y a un egipcio voluble y agresivo. Había intercambiado también unas breves palabras con dos jóvenes estudiantes turcos, muy nerviosos y que no entendían lo que les estaba diciendo y lo mismo le ocurrió con un simpático iraquí. Estaba casi seguro de que ninguno de éstos tenía nada que ver con el caso, ni podían ayudarle a esclarecer la muerte de Celia Austin. Les había ido despidiendo uno a uno con unas palabras tranquilizadoras y ahora se disponía a hacer lo mismo con Akibombo. El joven africano le miraba con ojos infantiles y suplicantes, y su sonrisa dejaba al descubierto sus bien alineados y blancos dientes.
—Me gustaría poder ayudarle… sí… ya lo creo —dijo—. La señorita Celia siempre fue amable conmigo… una vez me regaló una arquita hecha en Edimburgo, muy bonita y cuyo trabajo yo desconocía. Me dio mucha pena que la asesinaran. ¿Se trata quizá de una venganza familiar? ¿Fueron sus padres o sus tíos los que vinieron a matarla por haber oído falsas historias acerca de su comportamiento?
El inspector Sharpe le aseguró que ninguna de estas cosas era posible, ni aun remotamente, y el joven meneó la cabeza con pesar.
—Entonces no comprendo por qué ha ocurrido —dijo—. No sé quién iba a querer matarla, pero déme un trocito de uñas y un poco de pelo —continuó—, y veré si puedo averiguarlo por un sistema antiguo. No es científico, ni moderno, pero se emplea mucho en mi país.
—Muchas gracias, señor Akibombo, pero no creo que sea necesario. Nosotros… bueno… aquí no hacemos las cosas de esa manera.
—No, señor; lo comprendo muy bien. No es moderno. No está de acuerdo con la Era atómica. No lo hacen los policías… sólo la gente de la selva. Estoy convencido de que los métodos nuevos son superiores y han de tener un éxito completo. —Akibombo se inclinó cortésmente antes de marcharse y el inspector Sharpe murmuró para sí:
«Espero sinceramente que alcancemos el éxito… aunque sólo sea para mantener nuestro prestigio».
La siguiente entrevista fue con Nigel Chapman, quien llevó la voz cantante.
—Es un caso realmente extraordinario, ¿no le parece? —dijo—. Perdone que le diga que ya sabía que se equivocaba al considerarlo suicidio, y debo decir que es muy satisfactorio para mí pensar que todo el asunto gira en realidad alrededor del detalle de que llenara su pluma con mi tinta verde. Es lo único que el asesino no pudo prever. Supongo que ya habrá considerado usted cuál podría ser el móvil de este crimen…
—Soy yo quien pregunto, señor Chapman —replicó el inspector Sharpe en tono seco.
—Oh, claro, claro —dijo Nigel alzando la mano—. Sólo trataba de atajar un poco, eso es todo. Pero supongo que hemos de pasar por todos los formulismos de costumbre. Nombre, Nigel Chapman. Edad, veinticinco años. Nacido, creo que en Nagasaki… en realidad me parece un sitio muy ridículo. No puedo imaginar qué es lo que estarían haciendo allí mis padres. Supongo que debían realizar un viaje alrededor del mundo. Sin embargo, eso no me convierte necesariamente en japonés, según tengo entendido. Estoy estudiando en la Universidad de Londres para diplomarme en la Edad de Bronce e Historia Medieval. ¿Hay algo más que desee saber?
—¿Cuál es la dirección de su casa, señor Chapman?
—No tengo casa. Tengo padre, pero estamos peleados y por lo tanto su casa ya no es la mía. De modo que la única que tengo es la de la calle Hickory y Coutts Bank, en el barrio de Leandenhall, donde siempre me encontrará, como se dice a las amistades que se hacen viajando y a las que no se espera volver a ver.