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El inspector Sharpe no demostró la menor reacción ante la impertinencia de Nigel. Había tropezado con muchos «Nigel» durante su vida profesional y sospechaba que aquella impertinencia ocultaba el nerviosismo natural que produce el ser interrogado por causa de un crimen.

—¿Conocía usted bien a Celia Austin? —le preguntó.

—Ésa es una pregunta difícil de contestar. La conocía bien en el sentido de verla cada día, y estar en buena relación con ella, pero en realidad no la conocía en absoluto. Claro que no me interesaba lo más mínimo, y creo que ella más bien me tenía antipatía que otra cosa.

—¿Y esa antipatía era debida a alguna razón especial?

—Pues… no le agradaba mi sentido del humor, aunque, desde luego, yo no era tan molesto y rudo como Colin Macnabb. Esa clase de rudeza es en realidad la técnica perfecta para atraer a las mujeres.

—¿Cuándo vio por última vez a Celia Austin?

—Anoche a la hora de la cena. Todos estuvimos gastándole bromas, ¿sabe? Colin estuvo balbuceando hasta que al fin nos confesó que se habían prometido. Nos metimos con él y eso fue todo.

—¿Fue en el comedor o en el salón?

—En el comedor. Después pasamos todos al salón y Colin se marchó no sé adónde.

—¿Y los demás tomaron café en el salón?

—Si llama usted café al líquido que nos sirven… sí —replicó Nigel.

—¿Tomó café Celia Austin?

—Pues supongo que sí. Quiero decir, que no me fijé que lo tomara, pero es de suponer.

—Por ejemplo, ¿usted no le entregó personalmente su taza?

—¡Qué insinuación más horrible! Cuando dice usted eso y me mira de ese modo tengo el pleno convencimiento de que yo entregué a Celia su café en el que había echado estricnina, o lo que fuese. Supongo que debe ser sugestión hipnótica, pero la verdad, señor Sharpe, es que no me acerqué a ella… y para ser franco, no me fijé si tomaba café, y puedo asegurarle lo crea o no, que nunca sentí la menor atracción por Celia y que el anuncio de su compromiso con Colin Macnabb no despertó en mí el menor deseo de venganza.

—No estoy insinuando nada de eso, señor Chapman —dijo Sharpe sin inmutarse—. A menos que esté muy equivocado, no entra en este caso la cuestión amorosa, pero alguien quiso quitar de en medio a Celia Austin. ¿Por qué?

—No tengo la menor idea, inspector, y en realidad resulta muy interesante, porque Celia era una muchacha inofensiva; no sé si sabe a qué me refiero. Lenta… un poco aburrida, muy simpática, y desde luego, una muchacha incapaz de suicidarse.

—¿Le sorprendió saber que Celia Austin había sido la responsable de varias desapariciones, robos y hechos cometidos en su casa?

—¡Mi querido inspector, hubieran podido tumbarme de un soplo! Lo consideré impropio de ella.

—¿Por casualidad no sería usted quien le aconsejara hacer esas cosas?

La sorpresa de Nigel parecía sincera.

—¿Yo? ¿Aconsejarle semejante cosa? ¿Por qué iba a hacerlo?

—Pues… ése es el problema, ¿no le parece? Algunas personas tienen un extraño sentido del humor.

—La verdad… puede que yo sea algo duro de mollera… pero no veo que tenga nada de divertido lo que ha estado ocurriendo.

—¿Entonces no fue idea suya?

—Nunca se me ocurrió pensar que se tratara de una broma. Sin duda alguna, inspector, los robos fueron puramente psicológicos.

—¿Considera usted definitivamente que Celia Austin era cleptómana?

—Pero ¿acaso puede haber alguna otra explicación, inspector?

—Tal vez no sepa usted tanto acerca de los cleptómanos como yo, señor Chapman.

—Pues a mí no se me ocurre otra explicación.

—¿No cree posible que alguna persona hubiera animado a Celia Austin a hacer todas estas cosas para… digamos… para atraer la atención del señor Macnabb?

Los ojos de Nigel brillaron maliciosos.

—Eso sí que es una explicación divertida, inspector —dijo—. ¿Sabe?, cuando lo pienso, creo perfectamente posible que el bueno de Colin se tragara el anzuelo, el sedal y todo el aparejo. —Nigel saboreó su comentario por espacio de un par de segundos, y luego meneó la cabeza con pesar—. Pero Celia no se hubiera prestado, a ello —dijo—. Era una chica seria, y nunca se hubiera atrevido a burlarse de Colin. Estaba loca por él.

—¿Tiene usted alguna teoría acerca de las cosas que han estado ocurriendo en esta casa, señor Chapman? Por ejemplo, ¿quién cree usted que vertió la tinta sobre los apuntes de la señorita Johnston?

—Si piensa que fui yo, inspector Sharpe, se equivoca. Claro que lo parece, por culpa de esa tinta verde, pero si quiere saber mi opinión le diré que eso fue despecho.

—¿El qué?

—El emplear mi tinta. Alguien utilizó mi tinta a propósito para que creyeran que había sido yo. Aquí hay mucho rencor y mala voluntad, inspector. Ya llegará usted a convencerse de eso.

El inspector le miró interesado.

—¿Qué es lo que quiere usted decir al hablar de mala voluntad?

Pero Nigel volvió a refugiarse tras su coraza y no quiso comprometerse.

—En realidad no he querido decir nada… sólo que cuando muchas personas viven juntas, se vuelven muy impertinentes.

En la lista del inspector Sharpe, el siguiente era Leonard Bateson, que estaba aún más nervioso que Nigel, aunque lo demostraba de otra manera… con recelo y pesimismo.

—¡Está bien! —exclamó una vez concluidas las preguntas preliminares de ritual—. Yo le serví el café a Celia y se lo di. ¿Qué pasa?

—Usted le dio el café después de la cena… ¿Es eso lo que dice, señor Bateson?

—Sí. Por lo menos, le llené la taza y la dejé a su lado, y lo crea usted o no, no contenía morfina.

—¿Le vio beberlo?

—No, todos íbamos de un lado a otro y poco después de esto estuve discutiendo con alguien, de modo que no me fijé si lo tomaba. Había otras personas a su alrededor.

—Ya. En resumen, lo que usted dice es que cualquiera pudo echar morfina en su taza de café.

—¡Intente usted echar algo en la taza de cualquiera! ¡Todo el mundo le vería!

—Tal vez no —replicó Sharpe.

Len estalló con aire agresivo:

—¿Por qué diablos cree usted que yo iba a envenenar a esa chica? No tenía nada contra ella.

—Yo no he dicho que usted quisiera envenenarla.

—Se suicidó. Debió tomárselo por su propia voluntad. No hay otra explicación.

—Es lo que hubiéramos pensado a no ser por esa falsa nota que anuncia el suicidio.

—¡Qué va a ser falsa! Ella fue quien la escribió, ¿no es cierto?

—Es parte de una carta que ella escribió a primera hora de la mañana.

—Bueno… pudo haber cortado ese pedazo y utilizarlo como nota para anunciar su intención de suicidarse.

—Vamos, señor Bateson. Cuando se quiere hacer eso, se escriben unas letras. No iría usted a buscar una carta que hubiera escrito para otra persona y entretenerse en recortar una frase precisa.

—Tal vez sí. ¡Se hacen tantas cosas raras!

—En ese caso, ¿dónde está el resto de la carta?

—¿Cómo voy a saberlo? Eso es asunto suyo, no mío.

—Porque lo es, me ocupo de ello. Y le aconsejo, señor Bateson, que procure contestar a mis preguntas cortésmente.

—Bueno, ¿qué desea saber? Yo no maté a Celia, ni tenía el menor motivo para hacerlo.

—¿La apreciaba?

Len repuso, con menos agresividad:

—Mucho. Era una chica muy simpática. Un poco tímida, pero agradable.

—¿La creyó usted cuando se confesó autora de los robos que le habían estado preocupando en los últimos tiempos?

—Pues la creí, puesto que lo dijo, pero debo confesar que me extrañó.

—¿No la creía usted capaz de una cosa así?