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—Pues no. De verdad que no.

La violencia de Leonard había desaparecido; ya no se mostraba a la defensiva, sino entregado por completo a un problema que evidentemente le interesaba.

—No creí que perteneciera al tipo de cleptómanos, ¿no sé si me entiende? —dijo—. Ni tampoco que fuese una ladrona.

—¿Y no puede imaginar otra razón que le impulsara a hacer lo que hizo?

—¿Otra razón? ¿Cuál podría haber?

—Pues tal vez su intención fuese despertar el interés de Colin Macnabb.

—Eso es un poco descabellado, ¿no le parece?

—Pero consiguió interesarle.

—Sí, desde luego. Colin se vuelve loco por cualquier clase de anormalidad psicológica.

—Entonces, si Celia Austin lo sabía…

Len negó con la cabeza.

—En eso se equivoca usted. Ella no hubiera sido capaz de idear una cosa así. Quiero decir que no se le hubiera ocurrido, por carecer de conocimiento de causa.

—Y usted lo tiene, ¿no es cierto?

—¿Qué quiere usted decir?

—Pues que, llevado de su buena intención, pudo haberle sugerido la idea.

Len lanzó una carcajada.

—¿Me supone usted capaz de hacer una tontería semejante? Está loco.

El inspector continuó el interrogatorio.

—¿Usted cree que Celia Austin vertió la tinta sobre los apuntes de Elizabeth Johnston, o que fue obra de otra persona?

—De otra persona. Celia dijo que no fue ella y yo lo creo. Celia nunca se metía con Bess, como otros.

—¿Quiénes se metían con ella… y por qué?

—Porque daba chascos a todo el mundo —Len reflexionó unos instantes—. A todo el que hiciera un comentario arriesgado. Miraba por encima de la mesa y decía con aire de superioridad: «Eso no se basa en los hechos». «Las estadísticas han dejado bien establecido que…» o algo por el estilo. Bueno, resultaba muy cargante. Especialmente para las personas que suelen hacer declaraciones atolondradas, como por ejemplo, Nigel Chapman.

—Ah, sí. Nigel Chapman.

—Y la tinta era verde también.

—¿De modo que cree usted que fue Nigel?

—Bueno, por lo menos es posible. Es un ser rencoroso, y tal vez tenga algún prejuicio de raza. Aunque será casi el único de nosotros que piense así.

—¿Sabe usted de alguien más que pudiera estar molesto por su abrumadora exactitud y por su costumbre de corregir?

—Pues a Colin Macnabb no le hacía mucha gracia y se enfadaba algunas veces; y en dos ocasiones logró sacar de sus casillas a Jean Tomlinson.

Sharpe le hizo algunas preguntas más, pero Len Bateson no añadió nada que pudiera serle útil. Luego se dispuso a interrogar a Valerie Hobhouse.

Valerie era fría, elegante y cauta, y demostró ser menos excitable que los muchachos. Dijo que apreciaba a Celia… que no era una chica animada, y que a su modo se había enamorado locamente de Colin Macnabb.

—¿Usted cree que era cleptómana, señorita Hobhouse?

—Pues supongo que sí. En realidad no entiendo mucho de eso.

—¿Cree usted que alguien le infundió la idea de hacer lo que hizo?

Valerie se encogió de hombros.

—¿Quiere usted decir que con intención de atraer a ese engreído de Colin?

—Es usted muy rápida para entender las cosas, señorita Hobhouse. Sí, eso es lo que quiero decir. No se la ha sugerido usted, supongo.

Valerie pareció divertida.

—Pues es algo difícil, si se considera que mi echarpe favorito resultó hecha pedazos. No soy tan altruista.

—¿Cree usted que se lo aconsejaría alguien?

—No lo creo. Más bien me parece natural por su parte.

—¿Natural?

—Sospeché que había sido Celia, por primera vez cuando desapareció el zapato de Sally. Celia estaba celosa de ella. Me refiero a Sally Finch. Es la más bonita y atractiva de las mujeres que hay aquí y Colin le dedicaba muchas atenciones. Y la noche que le desapareció el zapato y tuvo que ir a la fiesta con un traje negro viejo y zapatos negros, Celia estaba tan satisfecha como el gato que acaba de zamparse un pajarillo. Pero a pesar de ello no sospeché que fuera la autora de todos esos robos de pulseras y polvos compactos.

—¿A quién consideraba responsable entonces?

Valerie se encogió de hombros.

—Oh, no lo sé. Tal vez a alguna de las mujeres que hacen la limpieza.

—¿Y la mochila destrozada?

—¿Destrozaron una mochila? Lo había olvidado. No sé quién pudo hacerlo.

—Lleva mucho tiempo aquí, ¿verdad, señorita Hobhouse?

—Pues sí. Probablemente soy el huésped más antiguo. Es decir, ahora llevaré aquí unos dos años y medio… sí, sí, ese tiempo.

—Y por lo tanto es probable que sepa más que nadie respecto a esta Residencia.

—Yo creo que sí.

—¿Tiene alguna idea acerca de la muerte de Celia Austin? ¿Sospecha cuál pudo ser el motivo?

Valerie meneó la cabeza y su rostro adquirió una expresión grave.

—No —dijo—. Fue algo horrible y no puedo imaginar que nadie quisiera matar a Celia. Era una chica simpática, inofensiva… acababa de prometerse, y…

—Sí. ¿Y…? —le apremió el inspector.

—Me pregunto si será ése el porqué —repuso Valerie despacio—. Su compromiso… y que ella iba a ser feliz. Pero, eso significa que alguien… está loco.

Pronunció la palabra con un estremecimiento, y el inspector Sharpe la contempló pensativo.

—Sí —dijo—. No podemos descartar la posibilidad de la locura —y continuó—: ¿tiene usted alguna idea de quién pudo verter la tinta y estropear los apuntes de Elizabeth Johnston?

—No. Eso también fue un acto de venganza, y no creo ni por un momento que Celia hiciera una cosa así.

—¿Alguna sugerencia?

—Pues… ninguna razonable.

—¿Pero irrazonable, sí?

—¿No querrá oír lo que es sólo una corazonada, Inspector…?

—Me gustaría muchísimo. La aceptaré como tal, y quedaría entre nosotros.

—Bueno, probablemente estaré equivocada, pero tengo la impresión de que fue cosa de Patricia Lane.

—¡Vaya! Me ha sorprendido usted, señorita Hobhouse. No se me hubiera ocurrido pensar en Patricia Lane… pero una joven tan equilibrada y amable.

—No digo que fuera ella. Sólo tengo la impresión de que pudo hacerlo.

—¿Por qué razón?

—Pues… a Patricia no le es simpática la Negra Bess, que siempre se está metiendo con su adorado Nigel… y corrigiéndole cuando hace comentarios tontos, según su costumbre.

—¿Usted se inclina más por Patricia Lane que por el propio Nigel?

—Oh, sí. No creo que a Nigel le preocupara y además no hubiera utilizado su propia tinta. Es muy inteligente, y en cambio es precisamente la estupidez que Patricia hubiera cometido sin pensar que de ese modo podían recaer las sospechas en su precioso Nigel.

—O también pudo ser que alguien odiara a Nigel Chapman y deseara dar la impresión de que había sido obra suya.

—Sí, ésa es otra posibilidad.

—¿Quién no simpatiza con Nigel Chapman?

—Oh, pues Jean Tomlinson, en primer lugar. Y Len Bateson siempre anda peleando con él.

—¿Tiene alguna idea de cómo pudieron dar la morfina a Celia Austin?

—Lo he estado pensando y pensando. Desde luego lo más sencillo sería echarla en su café. Todos deambulábamos por el salón y la taza de Celia estaba encima de una mesita, ya que siempre esperaba a que el café estuviera casi frío para beberlo, y cualquiera que tuviese el aplomo suficiente pudo haber echado la pastilla o lo que fuera en su taza, aunque me parece que el riesgo de ser visto sería grande. Quiero decir que es una de esas cosas que hubieran podido notarse con facilidad.

—La morfina no le fue administrada en pastillas —dijo el inspector Sharpe.

—¿Cómo entonces? ¿En polvo?

—Sí.

Valerie frunció el entrecejo.

—Eso resulta aún más difícil, ¿no?

—¿No se le ocurre ninguna otra cosa, aparte del café?

—Algunas veces bebía un vaso de leche caliente antes de acostarse. Aunque no creo que lo tomara aquella noche.