—Es natural —repuso Hercules Poirot.
—Hoy en día, la mitad de las enfermeras de nuestros hospitales son negras —continuó la señorita Lemon— y tengo entendido que resultan mucho más agradables y atentas que las inglesas. Pero me estoy apartando de la cuestión. Estuve discutiendo el asunto con mi hermana y al fin aceptó. Ninguna de las dos apreciamos mucho a la propietaria, la señora Nicoletis, mujer de temperamento incierto, unas veces encantadora, y otras, lamento decirlo, todo lo contrario… y además con poco sentido práctico. De haber sido una mujer competente no hubiera necesitado ayuda. Mi hermana no se deja impresionar por las intemperancias y extravagancias de nadie. Sabe llevarse bien con cualquiera y no soporta las tonterías.
Poirot asintió, y por la descripción de la señorita Lemon iba formando en su mente una imagen de la hermana de su secretaria… una señorita Lemon dulcificada por el matrimonio y el clima de Singapur, pero al mismo tiempo una mujer con el mismo sentido común y entereza.
—¿Su hermana aceptó el empleo? —le preguntó.
—Sí. Se trasladó, al número veintiséis de la calle Hickory hará unos seis meses, y en conjunto le agradó su trabajo, encontrándolo interesante.
Hercules Poirot seguía escuchando. Hasta entonces las aventuras de la hermana de la señorita Lemon resultaban insustanciales.
—Pero desde hace algún tiempo está muy atormentada. Terriblemente atormentada.
—¿Por qué?
—Pues verá usted, señor Poirot, no le gustan las cosas que están ocurriendo.
—¿Hay estudiantes de ambos sexos? —preguntó Poirot con delicadeza.
—¡Oh, no, señor Poirot, no me refiero a eso! Uno siempre está preparado para esta clase de contratiempos, casi son de esperar. No, ¿sabe usted?… han estado desapareciendo cosas.
—¿Desapareciendo?
—Sí. Y unas cosas tan extrañas… y de una manera tan poco natural.
—Al decir que han estado desapareciendo cosas, ¿se refiere a que fueron robadas?
—Sí.
—¿Avisaron a la policía?
—No. Todavía no. Mi hermana espera que no sea necesario. Aprecia a esos jóvenes… es decir, a algunos de ellos, y a fin de no agravar la cuestión, preferiría arreglar las cosas por sí misma.
—Sí —dijo Poirot, pensativo—; lo comprendo. Pero eso no explica, si me permite decirlo, su propia inquietud, que yo he tomado por un reflejo de la preocupación de su hermana.
—Me desagrada esta situación, señor Poirot. No me gusta nada. Me es imposible sustraerme a la idea de que está ocurriendo algo que no comprendo. Los hechos no parecen tener explicación lógica…
Poirot asintió con aire pensativo.
El punto flaco de la señorita Lemon habla sido siempre su imaginación. Carecía de ella por completo. En los interrogatorios sobre hechos concretos era invencible, pero en las conjeturas se veía perdida.
—¿Se trata de hurtos insignificantes? ¿Obra de un cleptómano tal vez?
—No lo creo. Leí algo sobre ese tema en la Enciclopedia Británica, y en un libro de medicina —dijo la sensata señorita Lemon—. Pero no quedé convencida.
Hercules Poirot guardó silencio durante todo un minuto y medio.
¿Deseaba explicarse la razón de las preocupaciones de la hermana de la señorita Lemon e imaginarse las pasiones y disgustos que puedan tener por escenario una pensión políglota? Era muy molesto que la señorita Lemon cometiera errores en sus cartas, y se dijo que si se entrometía en aquel asunto sería por aquella razón. No quiso admitir que había estado preocupadísimo últimamente, y que la misma trivialidad del caso era lo que le atraía.
—El perejil se hunde, en la mantequilla en un día caluroso —murmuró para sí.
—¿Perejil? ¿Mantequilla? —La señorita Lemon le miró extrañada.
—Es una cita de uno de nuestros clásicos —dijo—. Usted sin duda alguna conocerá las aventuras, las hazañas de Sherlock Holmes.
—¿Se refiere a la calle Baker y todo eso? —replicó la señorita Lemon—. ¡Los hombres mayores son tan tontos! Pero así son todos. Igual que las locomotoras de juguete con que siguen jugando. No puedo decir que haya tenido tiempo de leer ninguna de esas historias. Cuando tengo tiempo para leer, lo cual no ocurre a menudo, prefiero otra clase de libros.
Hercules Poirot inclinó la cabeza graciosamente.
—¿Qué le parecería señorita Lemon, si invitara a su hermana a tomar alguna cosa… tal vez el té de la tarde? Quizá yo pudiera prestarle alguna ayuda.
—Es usted muy amable, señor Poirot. Muy amable. Mi hermana tiene todas las tardes libres.
—Entonces, mañana… si puede usted arreglarlo.
Y a su debido tiempo el fiel George recibió instrucciones para preparar una merienda de bocadillos simétricos, bollitos cuadrados y con mucha mantequilla, y otros complementos de un espléndido té inglés.
Capítulo II
La hermana de la señorita Lemon, cuyo nombre era señora Hubbard, tenía un marcado parecido con ella. Era más rolliza, de tez amarilla, e iba peinada con coquetería, siendo menos brusca en sus ademanes. Pero los ojos que le contemplaban desde aquel rostro redondo y amable tenían la misma astuta mirada que los de la señorita Lemon detrás de los lentes de pinza.
—Es usted muy amable, señor Poirot —le decía en aquel momento—. Muy amable. Creo que he comido más de lo que debiera… bueno, tal vez otro bocadillo… ¿Té? Bueno. Sólo media taza. Es un té delicioso.
—Primero —dijo Poirot— terminemos de merendar… y luego hablaremos.
Y sonriendo amistosamente se retorció el bigote mientras la señora Hubbard respondía:
—¿Sabe que resulta usted exactamente igual a como le había imaginado por la descripción de Felicity?
Al cabo de un momento de extrañeza, Poirot comprendió que Felicity era el nombre de la severa señorita Lemon, y respondió que no hubiera esperado menos, dada la eficiencia de su secretaria.
—Desde luego —dijo la señora Hubbard, cogiendo otro bocadillo—. Felicity nunca se ha molestado por los demás. Yo sí. Y por eso estoy angustiada.
—¿Puede explicarme exactamente qué es lo que le preocupa?
—Sí. Sería muy natural que se llevaran dinero… pequeñas sumas… un poco aquí, otro de allí… Y si se trata de joyas lo encontraría lógico; no es que quiera justificarlo…, pero sería lógico, un signo de cleptomanía o mala fe. Pero voy a leerle una lista de las cosas que fueron robadas, y que he anotado en un papel.
La señora Hubbard abrió su bolso, del que extrajo una pequeña libreta de notas. Leyó la lista:
Un zapato de noche (de un par recién estrenado).
Una pulsera (de bisutería).
Un anillo con un brillante (que fue encontrado en un plato de sopa).
Polvos compactos.
Un lápiz para labios.
Un estetoscopio.
Unos pendientes.
Un encendedor.
Unos pantalones viejos de franela.
Bombillas eléctricas.
Una caja de bombones.
Una bufanda de seda (que se encontró hecha pedazos).
Una mochila (ídem).
Ácido bórico.
Sales de baño.
Un libro de cocina.
Hercules Poirot exhaló un profundo suspiro.
—Curioso —dijo—, y muy… muy atrayente.
Y como absorto en sus pensamientos miró el rostro severo y ceñudo de la señorita Lemon y luego el amable y preocupado de la señora Hubbard.
—La felicito —dijo con calor, dirigiéndose a esta última.
—Pero, ¿por qué, señor Poirot?
—La felicito por tener un problema bonito y único.
—Bueno, para usted tal vez tenga sentido, señor Poirot, pero…
—Para mí no lo tiene en absoluto. Y sólo me recuerda un juego al que me obligaron a jugar unos amigos jóvenes durante las vacaciones de Navidad. Creo que se llamaba La Dama de los Tres Cuentos. Cada persona, por turno, decía la siguiente frase: «Fui a París y compré…», agregando algún artículo. La siguiente lo repetía añadiendo otro, y el objeto del juego era recordar los artículos en el orden que eran enumerados. Algunos de ellos debo confesar que eran ridículos. Una pastilla de jabón, un elefante blanco, una mesa con patas de madera, un ánade americano…, la dificultad en recordarlos residía, claro está, en la diversidad de objetos y en que éstos no tuvieran relación alguna entre sí. Y cuando se habían mencionado una docena resultaba casi imposible enumerarlos en el orden debido. Cada equivocación se castigaba con un cuerno de papel y el participante debía continuar el recitado la vez siguiente diciendo: «Yo, una dama con un cuerno, fui a París», etcétera. Cuando se tenían tres cuernos se perdía el juego y el último que quedaba era el ganador.