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—Tengo entendido que se habló de avisarnos… me refiero a la policía.

—Tal vez usted considere que de todos modos debieran haber dado parte a la policía.

—Tal vez hubiera sido lo correcto. Sí, no me parece bien que nadie pueda escapar impunemente después de hacer estas cosas.

—Como el hacerse pasar por cleptómana cuando se es una ladrona… ¿no es eso lo que quiere decir?

—Pues más o menos, sí… eso es lo que quiero decir en realidad.

—Y en vez de eso, todo iba a terminar felizmente y las campanas de boda ya empezaban a sonar por la señorita Austin.

—Claro que no hay que extrañarse por nada de lo que haga Colin Macnabb —dijo Jean Tomlinson con rencor—. Estoy segura de que es un ateo y el hombre más incrédulo, burlón y desagradable que he conocido. Es brusco con todo el mundo. ¡En mi opinión es un comunista!

—¡Ah! —dijo el inspector Sharpe—. ¡Malo! —y meneó la cabeza.

—Si defendió a Celia fue porque no tiene el menor respeto a la propiedad. Y probablemente cree que todo el mundo puede apoderarse de lo que le venga en gana.

—No obstante, la señorita Austin confesó —dijo el inspector.

—Sí, después que la descubrieron —replicó Jean.

—¿Quién la descubrió?

—Pues ese señor… ¿cómo se llama…? Poirot… que vino la otra noche.

—Pero, ¿por qué cree que la descubrió, señorita Tomlinson? Él no lo dijo, sólo les aconsejó que avisaran a la policía.

—Debió demostrarle que lo sabía. Es evidente que ella se vio descubierta y por eso se apresuró a confesar.

—¿Y qué opina usted de la tinta vertida sobre los apuntes de Elizabeth Johnston? ¿Lo confesó también?

—La verdad, no lo sé. Supongo que sí.

—Pues supone usted mal —replicó Sharpe—. Negó categóricamente que hubiera sido ella.

—Bueno, tal vez sea verdad. Pero debo confesar que no lo creo probable.

—¿Le parece a usted más creíble que fuera Nigel Chapman?

—No, no creo que Nigel lo hiciera. Más bien me parece cosa de Akibombo.

—¿De veras? ¿Y por qué había de hacerlo?

—Por celos. Toda esa gente de color es muy celosa e histérica.

—Eso es interesante, señorita Tomlinson. ¿Cuándo vio por última vez a Celia Austin?

—El viernes por la noche, después de cenar.

—¿Quién subió primero a acostarse, ella o usted?

—Yo.

—¿Fue a su habitación enseguida o la vio después de salir del salón?

—No.

—¿Y no tiene idea de quién pudo poner morfina en su café… si es que le fue administrada por este medio?

—En absoluto.

—¿No vio nunca morfina en la casa o en la habitación de algún estudiante?

—No, no, creo que no.

—¿Cree que no? ¿Qué significa eso, señorita Tomlinson?

—Pues, me estaba preguntando… ¿sabe usted? Hubo aquella apuesta tan tonta…

—¿Qué apuesta?

—Uno… o, dos o tres estudiantes discutían…

—¿Qué discutían?

—Acerca del crimen y los medios para cometerlo. Especialmente con veneno.

—¿Quiénes participaron en la discusión?

—Pues creo que la empezaron Colin y Nigel, y luego intervino Len Bateson… Patricia estaba allí también…

—¿Recuerda usted lo más exactamente posible lo que se dijo en aquella ocasión y… cuál fue el proceso de la discusión?

Jean Tomlinson reflexionó unos instantes.

—Pues creo que se empezó discutiendo acerca de los asesinatos por envenenamiento, y se dijo que la dificultad estaba en lograr el veneno, ya que el asesino casi siempre es descubierto o bien por la compra del mismo o por haber tenido oportunidad de apoderarse de él; Nigel contestó que no era de esa opinión y que era capaz de encontrar tres medios distintos de hacerse con un veneno sin que nadie supiera nunca cómo lo había obtenido. Len Bateson le dijo que hablaba por hablar, y Nigel insistió en que no, y se mostró dispuesto a demostrarlo. Pat decía que Nigel tenía razón y que ella misma, o bien Len o Colin, podrían apoderarse de cualquier veneno en el hospital cuando quisieran, y también Celia. Y Nigel replicó que no era a eso a lo que se refería, puesto que todo el mundo habría de enterarse si Celia cogía algo del dispensario. Más pronto o más tarde lo buscarían, descubriendo su desaparición; y Pat dijo que no, si se vaciaba el frasco y se le llenaba con cualquier otra cosa, Colin se echó a reír diciendo que en este caso habría muchas reclamaciones por parte de los enfermos. Mas Nigel insistió en que no se refería a oportunidades especiales, y que él mismo, que no tenía acceso especial ni como médico ni como farmacéutico, podría conseguir tres clases distintas de veneno, por tres sistemas diferentes. Len Bateson exclamó entonces: «Muy bien, ¿pero cuáles son tus sistemas?», y Nigel replicó: «Ahora no voy a explicártelos, pero estoy dispuesto a apostar que en el plazo de tres semanas puedo presentaros tres muestras de tres venenos distintos», y Len Bateson apostó cinco dólares a que no lo conseguía.

—¿Y…? —dijo el inspector Sharpe cuando Jean se detuvo.

—Pues no se habló más de ello durante algún tiempo hasta que una noche, en el salón, Nigel dijo: «Y ahora, muchachos, mirad esto… yo cumplo mi palabra», y arrojó tres objetos sobre la mesa. Un tubo de pastillas de hioscina, un frasquito de tintura de digitalina y otro, diminuto, de tartrato de morfina.

—¡Tartrato de morfina! —exclamó el inspector—. ¿Llevaba etiqueta?

—Sí. La del Hospital de Santa Catalina. Lo recuerdo con toda certeza porque, como es natural, me llamó la atención.

—¿Y los otros?

—No me fijé. Yo diría que no eran de ningún hospital.

—¿Qué ocurrió luego?

—Pues que se hicieron muchos comentarios y al fin Len Bateson dijo: «Vamos, si hubieras cometido un crimen, esto se sabría enseguida», y Nigel respondió: «Nada de eso. Soy un ciudadano cualquiera; no tengo nada que ver con clínicas ni hospitales, y nadie puede relacionarme con estos venenos. No los compré en ninguna farmacia», y Colin Macnabb, quitándose la pipa de la boca, dijo: «No, desde luego no pudiste comprarlo. Ningún farmacéutico te los hubiera vendido sin receta médica». Estuvieron discutiendo un rato, y al fin Len dijo que pagaría. «Ahora no puedo, porque ando un poco mal de dinero —dijo—, pero no hay duda de que has ganado; has demostrado lo que dijiste», y luego le preguntó: «¿Qué vas a hacer con las pruebas delatoras?», y Nigel, sonriendo, dijo que sería mejor deshacerse de ellas antes de que ocurriera algún incidente; así que vaciaron el frasco de tintura de digitalina en el lavabo, arrojaron las pastillas al fuego, y la morfina en polvo también fue quemada.

—¿Y los envases?

—No sé lo que hicieron con ellos… probablemente los tirarían al cesto de los papeles.

—Pero ¿el veneno fue destruido?

—Sí, estoy segura porque lo vi.

—Y… ¿eso cuándo fue?

—Hará unos quince días.

—Ya. Gracias, señorita Tomlinson.

Jean deseaba decir algo más.

—¿Usted cree que puede tener importancia?

—Quizá. Nunca se sabe.

El inspector Sharpe estuvo reflexionando unos minutos antes de volver a llamar a Nigel Chapman, a fin de continuar.

—La señorita Jean Tomlinson acaba de hacerme una declaración muy interesante —le dijo.

—¡Ah! ¿Contra quién le ha predispuesto nuestra querida Jean? ¿Contra mí?

—Me ha estado hablando de ciertos venenos relacionados con usted, señor Chapman.

—¿Venenos…? ¿Qué diablos…?

—¿Niega usted que hace algunas semanas apostó con el señor Bateson a que era capaz de conseguir tres venenos clandestinamente?

—¡Oh, se refiere a eso! —se hizo la luz en el cerebro de Nigel—. Sí, claro. Es curioso que no recordara. Ni siquiera me di cuenta de que Jean estuviera allí. Pero usted no pensará que ese hecho tenga algún significado especial, ¿verdad?

—Pues lo que puedo decir es que nunca se sabe. Entonces, ¿lo admite?