—Oh, sí, estuvimos discutiendo sobre ese tema. Colin y Len se mostraron muy arbitrarios y superiores y yo les dije que estaba convencido de que cualquiera podía apoderarse de una determinada cantidad de veneno… en realidad les aseguré que sabía tres sistemas distintos para obtenerlo, y que iba a demostrarlo poniéndolos en práctica.
—Cosa que hizo usted…
—Cosa que hice, inspector.
—¿Y cuáles fueron esos tres sistemas, señor Chapman?
Nigel ladeó ligeramente la cabeza.
—¿Me pide usted que me comprometa? —dijo—. ¿No debiera advertírmelo?
—Aún no ha llegado ese momento, señor Chapman; pero, desde luego, no tiene por qué comprometerse, como usted dice. En realidad tiene usted perfecto derecho a negarse a responder a mis preguntas.
—No creo que me niegue —replicó Nigel luego de reflexionar unos instantes y mientras iba apareciendo en su rostro una sonrisa juguetona—, claro —continuó— que lo que hice fue contra la ley, y usted podría detenerme por ello, si quisiera. Por otro lado, nos hallamos ante un caso de asesinato, y si esto tiene algo que ver con la muerte de la pobre Celia, creo mi deber hablar sinceramente.
—Desde luego, ése es un punto de vista muy razonable.
—Muy bien. Entonces hablaré.
—¿Cuáles fueron esos tres sistemas?
—Pues —Nigel se recostó en su asiento—, siempre se lee en los periódicos que los médicos olvidan drogas peligrosas en los automóviles… y se previene a la gente para evitar accidentes.
—Sí.
—Pues se me ocurrió que el medio más sencillo sería ir a las afueras, seguir a un médico que efectuase sus visitas por allí, y cuando se presentara la ocasión… abrir su automóvil, registrar su maletín y sacar lo que deseaba. En esos distritos apartados, el médico no siempre lleva consigo su maletín cuando entra en una casa. Depende de la clase de enfermo que vaya a visitar.
—¿Y bien?
—Pues eso es todo. Es decir, en cuanto el método uno. Tuve que seguir a tres médicos hasta tropezar con uno lo bastante confiado. Y entonces fue sencillísimo. El automóvil estaba parado ante una casa de campo, en un lugar solitario. Abrí la portezuela, registré el maletín, y saqué un tubo de tabletas de hioscina.
—¡Ah! ¿Y el sistema número dos?
—Ese tiene algo que ver con la pobre Celia, la verdad sea dicha. Ella no sospechó nada. Ya le dije que era una chica estúpida que no tenía la menor idea de lo que hacía.
Me limité a hablarle de lo enrevesadas que resultaban las recetas de los médicos escritas en latín, y le pedí que me escribiera una tal como hacen ellos para adquirir tintura de digitalina, cosa que hizo sin recelar nada. Después sólo tuve que buscar un médico en la relación oficial, que viviera en un distrito apartado de Londres y añadir sus iniciales o su firma ilegible. Luego la llevé a una farmacia del centro de Londres donde no era probable que le conocieran, y me entregaron la receta sin la menor dificultad. La digitalina se receta en grandes cantidades para las afecciones cardíacas y yo presenté la receta escrita en un papel que llevaba el membrete de un hospital.
—Muy ingenioso —contestó Sharpe en tono seco.
—¡Me estoy condenando yo mismo! Lo comprendo por la entonación de su voz.
—¿Y el tercer método?
Nigel no contestó enseguida, pero al fin dijo:
—Escuche. ¿Adónde me llevará todo esto?
—El apoderarse de drogas aunque sea en el interior de un automóvil se considera un hurto —replicó el inspector—. Y el falsificar una receta…
Nigel le interrumpió:
—No fue exactamente una falsificación… Quiero decir que yo no obtuve dinero por ella, y ni siquiera traté de imitar la firma del médico. Si yo escribo una receta y pongo debajo H. R. James no puede usted decir que trate de falsificar la firma de ningún James en particular, ¿no es cierto? —y continuó con una sonrisa—. ¿Comprende lo que quiero decir? Estoy arriesgando mi pellejo. Si quiere usted ponerme contra la pared por esto, bueno… sin duda lo merezco. Y por otro lado, si…
—Sí, señor Chapman, ¿y por otro lado… qué?
Nigel exclamó con repentino apasionamiento:
—No me gusta el crimen. Es algo horrible, bestial. Y Celia, la pobre, no merecía ser asesinada. Quiero ayudarle en lo que sea. Pero, ¿le ayudará esto? No creo. Me refiero a la confesión de mis pecadillos.
—La policía es muy comprensiva, señor Chapman, y a ella corresponde mirar ciertas cosas como alocadas travesuras de una naturaleza irresponsable. Yo acepto sus protestas de que desea ayudar a resolver el asesinato de esa joven. Y ahora le ruego que continúe y me cuente cuál fue su tercer sistema.
—Pues estamos llegando al meollo —dijo el muchacho—. Fue algo más arriesgado que los otros dos, pero al mismo tiempo mucho más divertido. Yo había ido al dispensario un par de veces para ver a Celia, y sabiendo dónde estaban las cosas…
—¿Pudo apoderarse de un frasquito por el sencillo procedimiento de cogerlo del armario?
—No, no; no fue tan sencillo. Eso no hubiera sido justo desde mi punto de vista, e incidentalmente, si hubiese habido un auténtico asesinato… es decir, si yo, hubiese robado el veneno con el propósito de matar… es probable que recordaran que yo iba por el dispensario de Celia. No, yo sabía que Celia iba siempre al departamento posterior a las once y cuarto a tomar que llamamos un «tentempié», es decir, una taza de café y unas galletas. Las chicas iban por turnos… dos cada vez. Había una encargada nueva que no me conocía, de modo que lo que hice fue lo siguiente: Entrar en el dispensario con una americana blanca y un estetoscopio alrededor del cuello. Sólo estaba allí la nueva empleada, muy ocupada atendiendo a los pacientes. Fui hasta el armario de los venenos y le pregunté: «¿Qué fortaleza tiene la adrenalina que hay allí?» Me informó. Y luego le pedí un par de aspirinas diciéndole que tenía una «resaca» terrible. Me las tomé y volví a marcharme; ella no tuvo la menor sospecha de que no fuera del personal médico o un estudiante de medicina. Fue un juego de niños, y Celia no supo nunca que yo estuve allí.
—Un estetoscopio —repitió el inspector Sharpe con extrañeza—. ¿Dónde lo consiguió?
Nigel sonrió de pronto.
—Era el de Len Bateson —confesó—. Yo se lo quité.
—¿En esta casa?
—Sí.
—Eso explica la desaparición del estetoscopio. Eso no fue cosa de Celia.
—¡Cielos, no! ¿Se imagina usted a una cleptómana robando un estetoscopio?
—Y después, ¿qué hizo con él?
—Pues tuve que empeñarlo —dijo Nigel en tono de disculpa.
—¿No fue eso una mala pasada para Bateson?
—Sí, muy mala. Pero no podía contárselo sin descubrir mis métodos, cosa que no era mi intención hacer. Sin embargo —agregó Nigel alegremente— una noche le invité a salir conmigo y lo pasó en grande.
—Es usted un irresponsable —dijo el inspector Sharpe.
—Debiera usted haber visto sus caras —continuó Nigel ensanchando su sonrisa—, cuando arrojé los tres venenos sobre la mesa y les dije que los había conseguido sin que nadie se enterase.
—Lo que usted me dice —replicó el inspector— es que conoce tres sistemas para envenenar a quien sea con tres venenos distintos sin que en ninguno de los casos pudiera achacárselo a usted.
Nigel asintió.
—Es bastante exacto —dijo—. Y, dadas las circunstancias, no resulta muy agradable admitirlo, pero el caso es que esos venenos fueron destruidos por lo menos quince días atrás.
—Eso es lo que usted cree, señor Chapman, pero puede que en realidad no fuera así.
Nigel le miró extrañado.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Cuánto tiempo los conservó en su poder?
Nigel reflexionó.
—Pues el tubo de hioscina unos diez días y el tartrato de morfina, cuatro. La tintura de digitalina la había conseguido aquella misma tarde.
—¿Y dónde los guardaba?