—En uno de los cajones de mi cómoda, detrás de mis pañuelos.
—¿Sabía alguien más que los tenía allí?
—No, no. Estoy seguro de que no.
No obstante, hubo una ligera vacilación en su voz que el inspector no pasó por alto, aunque, de momento, no insistió sobre aquel punto.
—¿Le dijo a alguien lo que estaba haciendo? ¿Le habló de sus métodos… del modo como iba a obtener los venenos?
—No. Por lo menos… no, no dije nada a nadie.
—Ha dicho usted «por lo menos», señor Chapman.
—Pues en realidad nada dije. Pensaba decírselo a Pat, pero me pareció que no lo aprobaría. Es muy intransigente, de modo que tampoco se lo conté.
—¿No le dijo nada de cómo había robado esa droga del automóvil de un médico, ni de la receta, ni de la morfina del hospital?
—En realidad, después le hablé de la digitalina; de cómo había escrito una receta para obtener un frasco en la farmacia, y lo de la chaqueta blanca del médico del hospital. Lamento decir que no le divirtió y no le conté lo del robo del automóvil, puesto que se pondría furiosa con tanta reincidencia.
—¿Le dijo que pensaba destruirlos en cuanto ganara la apuesta?
—Sí. Estaba preocupada y empezó a decir que debía devolverlos o algo por el estilo.
—¿Cosa que no se le había ocurrido a usted?
—¡Cielos, no! Eso hubiera sido fatal; y me hubiese acarreado muchos disgustos. No, los tres arrojamos al fuego las pastillas y el polvo y vertimos la tintura por el lavabo. Eso fue todo, y no hubo el menor percance.
—Usted dice eso, señor Chapman, pero es muy posible que lo hubiera y grave.
—¿Cómo es posible, si los venenos le hicieron desaparecer del modo que le digo?
—Señor Chapman, ¿no se le ha ocurrido pensar que alguien pudo ver dónde guardaba esas cosas, o encontrarlas por casualidad, y luego de apoderarse de la morfina reemplazarla inmediatamente por cualquier otra cosa?
—¡Cielo santo, no! —Nigel le miró con los ojos muy abiertos—. Nunca se me ocurrió pensar nada de eso. No lo creo.
—Pero es una posibilidad, señor Chapman.
—Pero nadie pudo saberlo.
—Yo diría —replicó el inspector— que en un lugar como éste se saben muchas más cosas de las que usted pueda imaginar.
—¿Quiere decir que se escucha detrás de las puertas?
—Sí.
—Tal vez tenga usted razón.
—Sí. ¿Qué estudiantes suelen estar normalmente en su habitación?
—Pues la comparto con Len Bateson, y la mayoría de los muchachos han entrado alguna vez. Las chicas no, desde luego. Ellas no pueden entrar en la parte de la casa donde están nuestros dormitorios. Integridad. Moralidad absoluta.
—Se supone que no entran, pero pueden hacerlo, ¿no?
—Sí —replicó Nigel—. Y a cualquier hora del día. Por ejemplo, por la tarde, no hay nadie allí. Nuestros dormitorios están vacíos.
—¿Y la señorita Lane ha ido alguna vez a su habitación?
—Espero que no lo pregunte con mala intención, Inspector. Pat va algunas veces a mi habitación a dejar mi ropa limpia, pero nada más.
El inspector Sharpe se inclinó hacia delante para preguntar:
—¿Se da usted cuenta, señor Chapman, de que la persona que pudo apoderarse del veneno con más facilidad y sustituirlo por cualquier otra cosa fue usted mismo?
Nigel le miró con el rostro macilento y endurecido repentinamente.
—Sí —repuso—. Acabo de comprenderlo hace sólo un minuto y medio. Podría haber hecho exactamente eso. Pero yo no tenía motivos para quitar de en medio a esa chica, inspector, y no lo hice. Sin embargo… comprendo que usted no tiene más que mi palabra…
Capítulo XI
La historia de la apuesta y de la destrucción de los venenos fue confirmada por Len Bateson y Colin Macnabb, y Sharpe retuvo a este último cuando los otros se hubieron marchado.
—No quisiera causarle más dolor del que ya siente, señor Macnabb —le dijo—. Y comprendo lo que debe ser para usted que su novia fuera envenenada la misma noche de su compromiso matrimonial.
—No es preciso mirarlo según ese aspecto —replicó Colin con el rostro inmutable—. No tiene usted por qué preocuparse por mis sentimientos. Pregúnteme lo que quiera y crea que pueda serle de utilidad.
—En su opinión, muy respetable, ¿el comportamiento de Celia Austin era de orden psicológico?
—No cabe la menor duda —repuso Colin Macnabb—. Si quiere usted que le exponga la teoría del caso…
—No, no —se apresuró a contestar el inspector—. Acepto su opinión como estudiante de psicología.
—Su niñez fue muy desgraciada y levantó un bloque emocional…
—Claro, claro —el inspector Sharpe procuraba desesperadamente evitar el relato de otra niñez desafortunada. Con la de Nigel tuvo suficiente.
—¿Hacía tiempo que se sentía atraído por ella?
—Yo no diría eso precisamente —replicó el joven, considerando el asunto a conciencia—. Algunas veces hacen su aparición. Sin duda me atraía inconscientemente, pero yo no me daba cuenta. Puesto que no tenía intención de casarme joven, sin duda presentaba una resistencia considerable a aceptar la idea de forma consciente.
—Sí. Eso mismo. ¿Y Celia Austin estaba contenta por haberse convertido en su prometida? Quiero decir, ¿no expresó dudas? ¿Incertidumbre? ¿No hubo nada que creyera conveniente confesarle?
—Hizo una confesión completa de todo su pasado. En su mente no quedó nada que la preocupara.
—…¿Cuándo pensaban casarse?
—Hubiéramos tenido que esperar algún tiempo. De momento no tengo posición para mantener una esposa.
—¿Tenía Celia algún enemigo? ¿Alguien que no la quisiera bien?
—Me cuesta creerlo, inspector. He estado pensando mucho en ello. Aquí todos la querían, y considero que no fue una cuestión personal la que puso fin a su vida.
—¿Qué quiere usted decir con eso de «cuestión personal»?
—No quisiera precisar demasiado, de momento. Es sólo una idea vaga que se me ha ocurrido y aún no lo veo con claridad.
Y el inspector no pudo insistir.
Las dos últimas estudiantes que faltaban por interrogar eran Sally Finch e Elizabeth Johnston. Sharpe se entrevistó primero con Sally.
Era una joven atractiva, con un mechón de cabellos rojizos que le caía sobre sus ojos brillantes e inteligentes. Después de las preguntas de rigor, Sally Finch tomó de pronto la iniciativa.
—¿Sabe usted lo que me gustaría hacer, inspector? Pues decir lo que pienso. Mi opinión personal. Hay algo raro en esta casa, algo muy raro. Estoy segura.
—¿Se refiere a que Celia Austin fue envenenada?
—No, me refiero a antes de eso. Ya hace tiempo que tengo esa impresión. No me gustaron las cosas que han venido ocurriendo. No me agradó que destrozaran aquella mochila ni que hicieran pedazos el echarpe de Valerie. Ni tampoco que empaparan de tinta los apuntes de Negra Bess. Pensaba marcharme de aquí cuanto antes, y eso es lo que haré en cuanto ustedes me lo permitan.
—¿Quiere decir que tiene usted miedo de algo, señorita Finch?
Sally asintió.
—Sí. Tengo miedo. Aquí hay alguien despiadado, y este lugar… bueno, ¿cómo diría yo…? no es lo que parece. No, no, inspector, no me refiero a los comunistas. Veo la palabra temblando en sus labios. No me refiero a los comunistas. Tal vez no sea siquiera nada criminal. No lo sé. Pero le apuesto lo que quiera a que esa horrible vieja lo sabe todo.
—¿Qué vieja? ¿No se referirá a la señora Hubbard?
—No. Mamá Hubbard es un encanto. Me refiero a la vieja Nicoletis. Esa bruja.
—Eso es interesante, señorita Finch. ¿No puede precisar un poco más? Me refiero con relación a la señora Nicoletis.
—No. Todo cuanto puedo decirle es que cada vez que pasa por mi lado me estremezco. Algo extraño está ocurriendo aquí, inspector.
—Me gustaría que pudiera, ser un poco más explícita.