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—A mí también. Creerá usted que tengo mucha imaginación. Bueno, tal vez tenga, pero otras personas piensan igual que yo. Akibombo, por ejemplo. Está asustado. Y creo que la Negra Bess también, aunque no quiera confesarlo. Y creo, señor inspector, que Celia sabía algo de todo esto.

—¿Que sabía algo de qué?

—Ése es el caso. ¿De qué? Pero dijo algunas cosas el último día… que quería aclararlo todo. Ella había confesado su parte en las desapariciones, pero debió sentir la corazonada de quién era el autor de otras cosas y deseaba que también se aclarasen. Creo que sabía algo, inspector. Por eso la asesinaron.

—Pero si era algo tan serio…

Sally le interrumpió:

—Yo no digo que ella supiera que se trataba de algo serio. No era muy inteligente y sí muy despistada. Debió de enterarse de algo sin comprender que era peligroso. De todas formas ésa es mi opinión, si le sirve de algo.

—Ya. Gracias… ¿La última vez que vio a Celia Austin fue anoche en el salón, después de cenar?

—Sí. Aunque, a decir verdad, la vi después.

—¿La vio usted después? ¿Dónde? ¿En su habitación?

—No. Cuando subí a acostarme, ella salía por la puerta principal.

—¿Qué salía por la puerta principal? ¿Fuera de la casa, quiere usted decir?

—Sí.

—Eso es bastante curioso. Nadie más me ha hablado de ello.

—Me atrevo a asegurarle que no lo saben. Ella dio las buenas noches a todos y dijo que iba a acostarse, y si al salir del salón yo no la hubiera visto abrir la puerta de la calle hubiese supuesto que estaba en su habitación.

—Mientras que en realidad subió, se puso alguna ropa de abrigo y salió de la casa. ¿No es eso?

Sally asintió.

—Y creo que salió para encontrarse con alguien.

—Ya. Alguien ajeno a la casa. ¿O tal vez alguno de los estudiantes?

—Pues yo creo que debía ser uno de los estudiantes. Comprenda, si ella deseaba hablar privadamente con alguien, era difícil hacerlo en la casa, y tal vez quedaran en encontrarse en otro sitio.

—¿Tiene idea de cuándo regresó?

—En absoluto.

—¿Lo sabrá Geronimo, el criado?

—Si vino después de las once, sí, porque a esa hora hecha la cadena a la puerta. Hasta entonces cada uno puede abrir con su propia llave.

—¿Recuerda qué hora era cuando la vio salir de la casa?

—Yo diría que eran cerca de… las diez. Tal vez un poco después, pero no mucho.

—Ya. Gracias, señorita Finch, por todo lo que acaba de decirme.

Y por último el inspector habló con Elizabeth Johnston, quedando impresionado por la serena inteligencia de la joven, que contestaba a sus preguntas con decisión y claridad, esperando luego a que continuara.

—Celia Austin —le dijo el inspector— negó categóricamente el haber estropeado sus apuntes, señorita Johnston. ¿La creyó usted?

—Yo no creo que lo hiciera Celia, desde luego.

—¿Sabe quién fue?

—La respuesta más evidente es Nigel Chapman, pero me resulta demasiado evidente. Nigel no es tonto, y no hubiera utilizado su propia tinta.

—Y… Y si no fue Nigel, ¿quién fue entonces?

—Eso ya es más difícil. Pero creo que Celia sabía quién… o por lo menos se lo figuraba.

—¿Se lo contó ella?

—Exactamente no; pero la noche antes de su muerte vino a mi habitación cerca de la hora de la cena, para decirme que a pesar de ser la responsable de los robos, no había estropeado mi trabajo. Yo le dije que la creía y le pregunté si sabía quién lo hizo.

—¿Y qué le contestó?

—Me dijo: «En realidad no puedo estar segura porque no veo el motivo… Pudo ser una equivocación o un accidente… Estoy convencida de que el que lo hizo lo lamenta muchísimo y le agradaría confesarlo». Celia continuó: «Hay algunas cosas que no comprendo, como la desaparición de las bombillas el día que vino la policía

Sharpe la interrumpió:

—¿Qué es eso de la policía y las bombillas?

—No lo sé. Todo lo que Celia dijo fue: «Yo no las quité» y, luego agregó: «Me pregunto si tendrá algo que ver con el pasaporte». Yo le pregunté, «¿De qué pasaporte estás hablando?» y me dijo: «Creo que alguien tiene un pasaporte falso».

El inspector guardó silencio unos instantes.

Al fin algunas ideas vagas iban tomando forma. Un pasaporte…

—¿Qué más le dijo? —preguntó.

—Nada. Sólo: «De todas formas, mañana sabré algo más».

—¿Eso dijo? «Mañana sabré algo más». Es una observación muy significativa, señorita Johnston.

—Sí.

El inspector volvió a reflexionar en silencio.

Algo referente a un pasaporte… y a una visita de la policía… Antes de ir a la calle Hickory había revisado cuidadosamente los archivos. Se vigilaban muy de cerca las Residencias que albergaban a estudiantes extranjeros, y el número veintiséis de la calle Hickory tenía buen informe, aunque constaban los sucesos ocurridos en él. Un estudiante del África Occidental había sido requerido por la policía por vivir a expensas de una mujer, y dicho estudiante había estado unos días en la calle Hickory, marchando luego a otro sitio, y siendo detenido a su debido tiempo y luego deportado. Hubo también una inspección en todas las pensiones y residencias en busca de un eurasiático reclamado para ayudar a la policía a esclarecer el asesinato de la esposa de un tabernero de cerca de Cambridge. Todo quedó aclarado cuando el joven en cuestión se presentó en el puesto de policía confesándose autor del crimen. Hubo también una investigación sobre el reparto de folletos subversivos entre estudiantes. Todos estos sucesos habían ocurrido algún tiempo atrás y no era posible que tuvieran nada que ver con la muerte de Celia Austin.

Con un suspiro alzó la cabeza, encontrándose con la mirada inteligente de Elizabeth Johnston, y llevado de su impulso le dijo:

—Dígame, señorita Johnston, ¿tiene usted o ha tenido alguna vez la impresión… de que en esta casa ocurría algo extraño?

Pareció sorprenderse.

—¿Raro… en qué sentido?

—No sabría decirle. Estaba pensando en algo que me dijo la señorita Sally Finch.

—Oh… Sally Finch.

La entonación de su voz le resultó difícil de interpretar, y sintiéndose interesado continuó:

—La señorita Finch parece ser buena observadora, inteligente y práctica. Insistió en que había algo… algo extraño en esta casa… aunque no supo explicar en qué consistía.

Elizabeth replicó vivamente:

—Ése es su modo de pensar. Ésas americanas, todas son iguales. Nerviosas, aprensivas, sospechan de cualquier tontería. Fíjese cómo se ponen en ridículo con sus presentimientos, su manía de espiar, su histerismo, y su obsesión por el comunismo. Sally Finch es un caso típico.

El interés del inspector fue aumentando. De modo que a Elizabeth le desagradaba Sally Finch. ¿Por qué? ¿Porque Sally era americana? ¿O acaso a Elizabeth le desagradaban las americanas únicamente por serlo Sally Finch, o había alguna otra razón para que la atractiva pelirroja no le fuera simpática? Tal vez fuesen simples celos femeninos.

Intentó echar mano de un recurso que algunas veces le había dado buenos resultados: el de halagar su vanidad, y por ello dijo en otro tono de voz:

—Como puede usted apreciar, señorita Johnston, en una Residencia como ésta, el nivel de cultura varía muchísimo. A algunas personas… a la mayoría, sólo les preguntamos hechos concretos, pero cuando tropezamos con alguien de inteligencia superior…

Hizo una pausa. El comentario era halagador. ¿Respondería?

Tras una breve pausa obtuvo su recompensa.

—Creo comprenderle, inspector. Aquí el nivel intelectual no es muy alto, como bien ha dicho usted. Nigel Chapman tiene ciertamente un cerebro rápido, pero su mentalidad es muy superficial. Leonard Bateson es trabajador… pero nada más. Valerie Hobhouse posee una fina capacidad de percepción, pero sus miras son únicamente comerciales, y es demasiado perezosa para emplear su cerebro en algo que no merezca la pena. Y lo que usted desea es la ayuda de una mentalidad disciplinada.