—Como la suya, señorita Johnston.
Ella aceptó el cumplido sin protestar, y el inspector comprendió, interesado, que tras sus modales modestos y amables se ocultaban la arrogancia y el convencimiento de sus propias cualidades.
—Me siento inclinado a participar de su opinión con respecto a sus compañeros estudiantes, señorita Johnston. Chapman es inteligente, pero aniñado. Valerie Hobhouse tiene cualidades, pero adopta una actitud blasé ante la vida. Usted, como acaba de decir, tiene una mentalidad disciplinada, y por eso valoro sus puntos de vista… los puntos de vista de una inteligencia poderosa y destacada.
Por un momento creyó haberse excedido, pero no tenía por qué temer.
—No hay nada raro en esta casa, inspector. No haga caso de lo que le diga Sally. Es una residencia muy decente y bien dirigida. Estoy segura de que aquí no encontrará el menor rastro de actividades subversivas.
El inspector quedó un tanto sorprendido.
—En realidad ahora no pensaba en esa clase de actividades.
—Oh… ya… —Elizabeth se desconcertó—. Yo me refería a lo que Celia contó de un pasaporte, pero mirándolo con toda imparcialidad y pesando toda la evidencia, parece casi seguro que la muerte de Celia fue debida a un motivo particular… tal vez a alguna complicación amorosa. Estoy segura de que no tuvo nada que ver con la Residencia, como Residencia, ni «que aquí ocurra nada extraño». Estoy convencida de que no pasa nada. De ser así me habría dado cuenta; poseo una sensibilidad muy fina.
—Ya. Bien, gracias, señorita Johnston. Ha sido usted muy amable prestándome su ayuda.
Elizabeth Johnston se marchó y el inspector Sharpe quedó con la vista fija en la puerta, que acababa de cerrarse. El sargento Cobb tuvo que hablarle dos veces para sacarle de su abstracción.
—¿Eh?
—He dicho que ya no queda nadie más, Inspector.
—Sí, ¿y qué hemos conseguido? Poquísimo. Pero voy a decirle una cosa, Cobb. Mañana vendré aquí con una orden de registro. Ahora nos marcharemos para reflexionar. Pero aquí ocurre algo. Mañana lo registraremos de arriba abajo… cosa nada fácil cuando se ignora lo que se busca, pero existe la posibilidad de que encuentre algo que me dé una pista. Esa joven que acaba de salir de aquí es muy interesante. Posee el «yo» de un Napoleón, y sospecho que sabe algo.
Capítulo XII
I
Hercules Poirot, mientras despachaba su correspondencia, se detuvo en mitad de la frase que estaba dictando. La señorita Lemon le miró con gesto interrogador.
—Sí, señor Poirot.
—Mi imaginación se distrae —Poirot alzó una mano—. Después de todo, esta carta no es importante. Señorita Lemon, tenga la bondad de llamar a su hermana por teléfono.
—Sí, señor Poirot.
Pocos minutos después, Poirot cruzaba la estancia para coger el teléfono de manos de su secretaria.
—Oiga —dijo.
—¿Diga, señor Poirot?
La señora Hubbard parecía bastante nerviosa.
—Espero que no la habré molestado, señora Hubbard…
—Estoy en un estado tal que ya ni lo noto.
—Ha sido un día agitado, ¿verdad? —preguntó el detective cortésmente.
—Es un modo muy delicado de decirlo, monsieur Poirot. Es eso exactamente lo que ha sido. El inspector Sharpe terminó ayer de interrogar a todos los estudiantes; hoy se presenta aquí con una orden de registro y he tenido que asistir a la señora Nicoletis, que ha sufrido un ataque de histerismo.
Poirot se mordió la lengua para contener la risa, y luego dijo:
—Quisiera hacerle una pregunta. Usted me envió una lista de objetos desaparecidos… y otros sucesos extraños… y lo que deseo, preguntarle es lo siguiente: ¿la escribió usted siguiendo un orden cronológico?
—¿Cómo?
—Quiero decir si lo fue anotando según el orden en que fueron ocurriendo.
—No. Lo siento… lo anoté a medida que lo iba recordando. Siento haberle despistado.
—Debiera habérselo preguntado antes —replicó Poirot—. Pero entonces no me pareció importante. Aquí tengo su lista. Empieza por un zapato de noche, una pulsera, polvos compactos, un anillo con un brillante, un encendedor, un estetoscopio y demás. Pero, ¿dice usted que no fue ése el orden de su desaparición?
—No.
—¿Lo recuerda ahora, o le resultaría demasiado difícil darme el orden debido?
—Pues no estoy segura, señor Poirot. Comprenda, ha pasado mucho tiempo. Tendría que pensarlo. En realidad, después de hablar con mi hermana y saber que íbamos a verle a usted, hice la lista, y creo que lo fui anotando todo a medida que iba recordando. Quiero decir que lo del zapato de noche fue tan particular que me vino a la memoria lo primero, y luego lo de la pulsera y los polvos compactos, el encendedor y el anillo, porque eran cosas bastante importantes y daban la impresión de que teníamos entre nosotros a un ladrón auténtico; y luego fui recordando las menos importantes y añadiéndolas a la lista. Me refiero al ácido bórico, las bombillas y la mochila. En realidad no tenían importancia y me acordé de ellas por casualidad.
—Ya —dijo Poirot—. Sí, ya comprendo… Ahora quisiera pedirle que cuando tenga un rato libre y con toda tranquilidad… es decir…
—Tal vez cuando acueste a la señora Nicoletis, le dé un calmante y tranquilice a Geronimo y María, tendré un poco de tiempo. ¿Qué es lo que desea de mí?
—Pues que escriba, con la mayor exactitud posible, el orden cronológico en que se sucedieron los diversos incidentes.
—Desde luego, señor Poirot. Creo que la mochila fue lo primero, y las bombillas… que no supe relacionar con las otras cosas… y luego la pulsera y los polvos compactos… No… el zapato de noche. Pero, bueno, no querrá usted oírme divagar ahora. Se lo escribiré lo mejor que pueda.
—Gracias, madame. Le quedaré muy agradecido.
Y Poirot cortó la comunicación.
—Estoy enfadado conmigo mismo —dijo a la señorita Lemon—. Me he apartado de mis principios: orden y método. Desde el principio debí haber considerado cada uno de los robos en el orden en que ocurrieron.
—Vamos, vamos —dijo la señorita Lemon mecánicamente—. ¿Va a terminar de dictar ahora estas cartas, señor Poirot?
Pero nuevamente el detective alzó la mano en un gesto de impaciencia.
II
Al regresar a la calle Hickory, la mañana del sábado, con una orden de registro, el inspector Sharpe solicitó una entrevista con la señora Nicoletis, que siempre acudía los sábados a pasar cuentas con la señora Hubbard, para explicarle lo que pensaba hacer.
La señora Nicoletis protestó enérgicamente.
—¡Pero eso es un insulto…! Mis estudiantes se marcharán… se marcharán… Será mi ruina…
—No, no, señora. Estoy seguro de que serán razonables… Al fin y al cabo se trata de un asesinato.
—No ha sido asesinato… sino suicidio.
—Y estoy seguro que una vez yo les explique lo que ocurre, nadie tendrá inconveniente…
La señora Hubbard intervino conciliadora.
—Estoy segura de que todos serán razonables… excepto —agregó pensativa— tal vez Ahmed Alí y Chandra Lal.
—¡Bah! —replicó la señora Nicoletis—. ¿Quién se preocupa por ellos?
—Gracias, señora —dijo el inspector—. Entonces empezaremos aquí, en su saloncito.
Una protesta inmediata y violenta fue la reacción de la señora Nicoletis.
—¡Registre lo que quiera —dijo—, pero aquí no! Me niego.
—Lo siento, señora Nicoletis, pero tengo que registrar toda la casa, de arriba abajo.
—Muy bien, pero no mis habitaciones. Yo estoy por encima de la ley.