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—Nadie está por encima de la ley, y lamento tener que pedirle que acceda.

—Esto es un ultraje —exclamó la señora Nicoletis, furiosa—. Usted es un metomentodo. Escribiré a todo el mundo. Escribiré a mi diputado… a los periódicos…

—Escriba a quien quiera, señora —replicó el inspector—, pero yo voy a registrar esta habitación.

Y se dirigió al escritorio. Una gran caja de bombones, un montón de papeles y una gran variedad de chucherías fue el resultado de su registro. Luego fue hacia el armario que estaba en un rincón del saloncito.

—Está cerrado. ¿Quiere entregarme la llave?

—¡Nunca! —gritó la señora Nicoletis—. ¡Nunca, nunca, nunca tendrá esa llave! ¡Maldito policía!

—Hará usted bien en dármela, —le dijo el inspector Sharpe—. O de otro modo haré saltar la cerradura.

—¡No le daré la llave! ¡Tendría que arrancarme antes las ropas! Y eso… eso sería un escándalo.

—Traiga un escoplo, Cobb —dijo el inspector, resignado.

La señora Nicoletis lanzó un grito de furia al que el inspector no prestó atención. Se trajo la herramienta y tras un par de forcejeos abrió la puerta del armario, descubriendo un gran almacén de botellas de coñac vacías, que cayeron al suelo.

—¡Cerdo! ¡Salvaje! ¡Satanás! —gritaba la señora Nicoletis.

—Gracias, señora —dijo el inspector—. Hemos terminado ya.

Y la señora Hubbard se apresuró a colocar de nuevo las botellas en su sitio mientras la señora Nicoletis sufría un ataque de histerismo.

Un misterio… el del temperamento de la señora Nicoletis… acababa de ser aclarado.

III

La llamada de Poirot llegó precisamente en el momento que la señora Hubbard estaba preparando una dosis de calmante en su saloncito particular. Después de dejar el teléfono se inclinó sobre la señora Nicoletis, que había cesado de gritar y de golpear con los tacones el sofá de su propia salita.

—Ahora, bébase esto —le dijo la señora Hubbard—. Y se encontrará mucho mejor.

—¡Gestapo! —exclamó la señora Nicoletis, que permanecía quieta, pero ceñuda.

—Yo de usted no pensaría más en ello —dijo la señora Hubbard tratando de consolarla.

—¡Gestapo! —repitió la señora Nicoletis—. ¡De la Gestapo! ¡Eso es lo que son!

—Comprenda… han cumplido con su deber —replicó la hermana de la señorita Lemon.

—¿Es su deber meter las narices en mis armarios? Yo les dije: «Eso no es para ustedes». Y lo cerré con llave y me la escondí en el pecho. De no haber estado usted presente me hubieran arrancado el traje sin el menor reparo.

—Oh, no, no creo que hubiesen hecho una cosa así —replicó la señora Hubbard.

—¡Eso es lo que usted dice! Y en vez de hacerme caso cogieron un escoplo y saltaron la cerradura. Éste es un desperfecto para la casa, del cual seré yo la responsable.

—Pues, verá… si usted les hubiera dado la llave…

—¿Por qué había de dársela? Es mía. Mi llave, y éste es mi saloncito particular… como les dije a los policías. «Salgan de aquí», y no se fueron.

—Bien; después de todo, señora Nicoletis, recuerde que ha habido un asesinato, y cuando se ha cometido un asesinato hay que soportar cosas que en ocasiones ordinarias no resultan muy agradables.

—¡Qué crimen ni qué majaderías! —replicó la señora Nicoletis—. La pequeña Celia se suicidó. Era una tonta enamorada y se envenenó. Es una de esas cosas que ocurren continuamente. Esas chicas son tan estúpidas en cuestiones de amor… ¡como si el amor tuviera importancia! ¡En uno o dos años termina la mayor pasión! ¡Cualquier hombre es igual a otro! Pero esas chicas de ahora no lo saben. Se toman cantidades enormes de píldoras para dormir y desinfectantes, o abren la llave del gas… u otra tontería por el estilo… y luego es demasiado tarde.

—Bueno —dijo la señora Hubbard volviendo la conversación al punto en que había comenzado—. Yo no me atormentaría más.

—Eso tal vez pueda hacerlo usted, pero yo tengo que espabilarme. Ya no volveré a tener tranquilidad.

—¿Tranquilidad? —la señora Hubbard la miró sobresaltada.

—Era mi armario privado. Nadie sabía lo que había en su interior, ni yo quise que lo supieran. Y ahora lo sabrán todos. Estoy intranquila. Pueden pensar… ¿qué pensarán?

—¿A quiénes se refiere? —preguntó la señora Hubbard.

La señora Nicoletis alzó sus anchos hombros con aire triste.

—Usted no lo comprende —le dijo,— pero estoy intranquila. Muy intranquila.

—¿Por qué no me lo explica? —la animó la señora Hubbard—. Tal vez entonces pueda ayudarla.

—Gracias a Dios que no duermo aquí —dijo la señora Nicoletis—. Las cerraduras de todas las puertas son iguales. No; gracias a Dios no dormiré aqui.

—Señora. Nicoletis, si teme usted algo, ¿No sería mejor que me dijera lo que es?

La señora Nicoletis la miró de hito en hito un instante y luego volvió a apartar la vista.

—Usted misma lo ha dicho —replicó en tono evasivo—. Usted ha dicho que en esta casa se ha cometido un crimen, de modo que es natural que esté intranquila. ¿Quién será la próxima víctima? Ni siquiera sabemos quién es el asesino. Eso ocurre porque la policía es estúpida, o porque ha sido sobornada.

—Acaba de decir una tontería, y usted lo sabe —repuso la señora Hubbard—. Pero dígame, ¿tiene usted algún motivo para sentir verdadera inquietud…?

La señora Nicoletis volvió a sus arranques de genio.

—¡Ah!, ¿cree usted que no tengo motivos para estar intranquila? ¡Como usted siempre lo sabe todo! Es tan maravillosa; usted administra; usted dirige; usted gasta el dinero como el agua en alimentos para que los estudiantes la aprecien, y ahora quiere dirigir mis asuntos. ¡Pero eso no! Yo me cuido de mis cosas y nadie tiene derecho a meterse en lo que yo hago, ¿oye usted? ¡No, señora entrometida!

—Por favor… —exclamó la señora Hubbard, exasperada.

—Usted es una espía… siempre lo he sabido.

—¿Qué es lo que yo espío?

—Nada —repuso la señora Nicoletis—. Aquí no hay nada que espiar. Si usted cree lo contrario se equivoca. Si le han contado mentiras sobre mí, ya sabré quién ha sido.

—Si quiere que me marche —dijo la señora Hubbard—, sólo tiene que decirlo.

—No, usted no se marchará. Se lo prohíbo. Y nada menos que en estos momentos. Ahora que tengo que habérmelas con la policía, con un crimen y todo lo demás. No le permitiré que me abandone.

—Oh, está bien —repuso la señora Hubbard, resignada—. Pero la verdad es que es muy difícil saber lo que usted quiere. Algunas veces creo que ni usted misma lo sabe. Será mejor que se acueste en su cama y procure dormir.

Capítulo XIII

Hercules Poirot se apeó del taxi ante el número veintiséis de la calle Hickory.

La puerta le fue abierta por Geronimo, que le recibió como a un viejo amigo. Había un policía en el recibidor y el criado condujo al detective al comedor y luego cerró la puerta.

—Es terrible —susurró mientras ayudaba a Poirot a quitarse el abrigo—. ¡Tenemos a la policía todo el día en casa! Haciendo preguntas, yendo de acá para allá, registrando armarios, vaciando cajones; o bien entran en la cocina y María se pone furiosa. Dice que le gustaría pegar a un policía con el rodillo de amasar, pero yo le digo que es mejor que no lo haga, que a los policías no les gusta que se les pegue con el rodillo de amasar, y que si María les pegara aún nos causarían más molestias.

—Le aconsejó usted con muy buen sentido —le dijo Poirot—. ¿Podría ver a la señora Hubbard?

—Ahora le acompañaré arriba.

—Un momento —Poirot le detuvo—. ¿Recuerda usted qué día desaparecieron las bombillas?

—¡Oh, sí, lo recuerdo! Pero hace ya mucho tiempo… Uno… dos… o tres meses. La del recibidor y creo que la del salón también. Alguien debió querer gastar una broma, y se llevó las bombillas.