—¿Recuerda en qué fecha fue?
Geronimo hizo memoria.
—No lo recuerdo —repuso—. Pero creo que fue el día que vino un policía… en el mes de febrero…
—¿Un policía? ¿Y para qué vino a esta casa?
—Quería ver a la señora Nicoletis para preguntarle por un estudiante muy malo venido de África. No trabajaba, se acogió a la Ayuda Nacional, y luego vivía a expensas de una mujer. Un caso lamentable, que a la policía no le gustó. Todo esto ocurrió en Manchester, o quizás en Sheffield; por eso se escapó de allí y vino aquí; pero la policía le siguió y hablaron de él a la señora Hubbard. Sí. Y ella dijo que no se había quedado aquí porque no le agradaban los individuos de su calaña y le había echado de la Residencia.
—Ya. Intentaban seguir su pista.
—¿Cómo dice?
—¿Le iban buscando?
—Sí, sí, eso es. Le descubrieron al fin y le encarcelaron porque vivía a expensas de una mujer y eso no debe hacerse. Ésta es una casa respetable. No nos gustan esas cosas.
—¿Y ese día desaparecieron las bombillas?
—Sí; porque yo di la luz, y no se encendió. Fui al salón, y lo mismo, y al buscar en el cajón donde guardamos las de repuesto vi que se las habían llevado. Así que tuve que bajar a la cocina y preguntar a María si sabía dónde había otras… pero se puso furiosa porque no le gusta la policía y dijo que aquello no era de su incumbencia, y que por lo tanto encendiera algunas velas.
Poirot fue digiriendo aquella historia mientras seguía a Geronimo, que le acompañaba a la habitación de la señora Hubbard.
El detective fue recibido calurosamente por la hermana de su secretaria, que parecía cansada e inquieta, y que al instante le alargó un pedazo de papel.
—Señor Poirot, le he escrito todas estas cosas en el orden correspondiente y lo mejor que he podido, pero no me atrevo a asegurar que no me haya equivocado. Comprenda, es muy difícil recordar lo que ocurrió meses atrás.
—Le estoy profundamente agradecido, madame. ¿Y cómo está la señora Nicoletis?
—Le he dado un calmante y espero que ahora se haya dormido. Armó un alboroto terrible por lo del registro. Se negó a que abrieran el armario de su cuarto y el inspector lo forzó, descubriendo un almacén de botellas de coñac vacías.
—¡Ah! —exclamó Poirot chasqueando la lengua.
—Lo cual explica muchísimas cosas —continuó la señora Hubbard—. En realidad no sé por qué no se me ocurrió antes, habiendo visto tantos casos parecidos en Singapur. Pero eso estoy segura de que a usted no le interesa.
—Todo me interesa —replicó el detective.
Y se sentó dispuesto a estudiar el papel que la señora Hubbard acababa de entregarle.
—¡Ah! —exclamó al cabo de unos instantes—. Veo que la mochila encabeza la lista.
—Sí. No fue cosa de gran importancia, pero ahora recuerdo perfectamente que ocurrió antes de que empezaran a desaparecer las otras chucherías. Todo eso sucedía cuando yo andaba algo trastornada por causa de uno de los estudiantes de color. Se marchó de aquí uno o dos días antes de que ocurriera esto y recuerdo haber pensado que tal vez hubiera sido un acto de venganza por su parte antes de marcharse. Había habido… bueno… cierto contratiempo.
—¡Ah! Geronimo me ha contado algo de ello. Creo que vino la policía, ¿es cierto?
—Sí. Al parecer la denuncia venía de Sheffield, Birmingham o algún otro sitio. Había habido un escándalo. Conducta inmoral y todas esas cosas… más tarde le juzgaron. En realidad aquí no estuvo más que tres o cuatro días. No me agradó su comportamiento, ni su modo de vivir y por ello le dije que su habitación estaba comprometida y que tendría que marcharse. No me sorprendió que luego viniera la policía. Desde luego, no pude decirle adónde había ido, pero de todas formas, le detuvieron.
—¿Y eso fue antes de que encontraran la mochila?
—Sí… creo que sí… es difícil acordarse. Len Bateson tenía que ir de excursión; suele hacerlas empleando el procedimiento del auto-stop, y no pudo encontrar su mochila, por lo que armó un escándalo terrible y todos anduvieron buscando por todas partes hasta que Geronimo la encontró detrás de la caldera, y hecha jirones. Fue una cosa extraña e insustancial, señor Poirot.
—Sí —convino Poirot—. Extraña e insustancial. —Y permaneció pensativo unos instantes—. Y el mismo día que la policía vino a preguntar por ese estudiante africano desaparecieron las bombillas eléctricas… o por lo menos eso me dijo el criado, ¿fue ese mismo día?
—Pues en realidad no lo sé. Sí, sí, creo que tiene razón, porque recuerdo que bajé con el inspector de policía para ir al salón y había velas encendidas. Queríamos preguntar a Akibombo si aquel individuo había hablado con él, o le dijo hacia dónde pensaba dirigirse.
—¿Quién más estaba en el salón?
—Me parece que a aquella hora habían regresado la mayoría de los estudiantes. Era por la tarde, ¿sabe?, a eso de las seis. Le pregunté a Geronimo por las bombillas y dijo que las habían quitado. Al preguntarle por qué no había puesto otras, me contestó que tampoco estaban las de repuesto. Me disgusté bastante, pareciéndome una broma muy estúpida. Creía que se trataba de eso, no de un robo, pero me sorprendió que no se encontrasen más bombillas, puesto que siempre teníamos bastantes de reserva. Sin embargo, no lo tomé en serio, señor Poirot, por lo menos entonces.
—Las, bombillas y la mochila —dijo Poirot pensativo.
—Pero todavía creo posible que esas dos cosas no tuvieran relación alguna con los «pecadillos» de la pobre Celia. Recuerde que ella negó haber tocado siquiera la mochila.
—Si, sí, eso es cierto. ¿Cuánto tardaron en producirse los robos?
—Oh, mi buen señor Poirot, no tiene usted idea de lo difícil que es recordar todo esto. Déjeme pensar. Eso fue en marzo; no, en febrero, a finales de febrero. Sí, sí; creo que Geneviéve echó de menos su polvera una semana después de eso. Sí, entre el veinte y el veinticinco de febrero.
—¿Y a partir de entonces los robos se fueron sucediendo con continuidad?
—Sí.
¿Y la mochila era de Len Bateson?
—Sí.
¿Y se marchó muy contrariado?
—Pues ya sabe lo que son las cosas, señor Poirot —replicó la señora Hubbard sonriendo ligeramente—. Len Bateson es un muchacho de buen corazón, generoso, que sabe perdonar una falta, pero posee un temperamento vehemente y dice las cosas tal como las siente.
—¿Y la mochila… era especial?
—Oh, no, de clase corriente.
—¿Podría enseñarme alguna parecida?
—Pues sí, desde luego. Colin creo que compró una igual. Y también Nigel… y en realidad ahora Len tiene una nueva porque tuvo que comprarse otra. Los estudiantes suelen adquirirlas en la tienda que hay al final de esta calle. Es un buen establecimiento donde venden toda clase de artículos para camping y ropas para excursionistas. Calzones cortos, sacos de dormir… toda esa clase de cosas. Y muy barato… mucho más que en cualquiera de los grandes almacenes.
—¿Podría enseñarme una de esas mochilas, madame?
La señora Hubbard le acompañó a la habitación de Colin Macnabb. El joven no estaba allí, pero la señora Hubbard abrió el guardarropa, y luego de inclinarse sacó una mochila que mostró a Poirot.
—Aquí tiene, señor Poirot. Ésta es exactamente igual a la que por aquel entonces desapareció y fue encontrada hecha pedazos.
—Pues debieron necesitar un buen cuchillo —murmuró Poirot mientras tentaba el material para examinarlo—. No sería posible hacerlo con unas tijeritas de bordar.
—Oh, no fue obra de una… bueno, de una jovencita, por ejemplo. Debió emplearse bastante fuerza. Sí, fuerza y… bueno… mala intención.
—Sí, ya sé. No es una cosa que resulte agradable recordarla.