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—Luego, cuando más tarde se encontró la bufanda de Valerie también hecha pedazos… me pareció… ¿cómo le diría yo…?, cosa de un loco.

—¡Ah! —replicó Poirot—. Pero creo que en eso se equivoca. No me parece obra de un loco, sino de alguien que lo hizo con intención y digamos… con método.

—Bueno, supongo que usted sabrá más que yo de estas cosas, señor Poirot —dijo la señora Hubbard—. Todo lo que puedo decir es que no me gusta. A mi juicio tenemos aquí a un grupo de magníficos estudiantes y me disgustaría mucho pensar que uno de ellos sea… no quiero ni pensarlo.

Poirot se había aproximado al balcón y abriéndolo se asomó al exterior.

La habitación daba a la parte posterior de la casa, y debajo existía un pequeño jardín descuidado y ennegrecido por el hollín.

—Supongo que esta parte es más tranquila que la de delante… —dijo el detective.

—En cierto modo. Pero en realidad la calle Hickory no es muy ruidosa. Y por esta parte se pasean de noche los gatos, maullando y haciendo caer las tapaderas de los cubos de la basura.

Poirot contempló cuatro grandes cubos abollados y otros bártulos de los que suelen verse en los patios posteriores.

—¿Dónde está la caldera de la calefacción?

—En esa puerta que se ve ahí junto la carbonera.

—Ya.

Y Hercules la contempló, interesado.

—¿Hay alguien más cuya habitación dé a esta parte de la casa?

—Nigel Chapman y Len Bateson ocupan la de al lado.

—¿Y a continuación de la de ellos?

—Viene ya la casa contigua… y las habitaciones de las señoritas. Primero la de Celia, y sigue la de Elizabeth Johnston, y luego la de Patricia Lane. Las de Valerie y Jean Tomlinson dan a la parte de delante.

Poirot entró de nuevo en la habitación.

—Este joven es muy ordenado —murmuró contemplando la habitación.

—Sí. Colin siempre tiene la habitación aseada. Algunos estudiantes viven entre el mayor desorden —dijo la señora Hubbard—. Debiera usted ver el dormitorio de Len Bateson. —Y agregó con indulgencia—: Pero es un muchacho muy simpático, señor Poirot.

—¿Y dice usted que esas mochilas las compran en una tienda al final de la calle?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Pues la verdad, monsieur Poirot, no lo recuerdo. Mabberley, me parece, o tal vez Kelso. No, no se parecen en nada, pero son los únicos nombres que me vienen a la memoria. Claro que podría ser porque conocí a unos Kelso y a unos Mabberley y eran unas personas muy parecidas.

—Ah —replicó Poirot—. Ésa es una de las cosas que me ha fascinado siempre. El lazo invisible.

Volvió a asomarse al balcón para contemplar el jardín, y luego de despedirse de la señora Hubbard abandonó la casa. Fue caminando por la calle Hickory hasta llegar a la esquina y una vez allí no tuvo dificultad de reconocer la tienda descrita por la señora Hubbard. En ella se veía gran profusión de cestas para excursiones; mochilas, termos, cantimploras, equipos deportivos de todas clases, pantalones cortos, camisas de franela, tiendas de campaña, trajes de baño, faros para bicicletas y linternas; en resumen, todo lo necesario para satisfacer a la juventud atlética. Observó que el nombre del establecimiento no era ni Mabberley ni Kelso, sino Hicks. Después de un cuidadoso estudio de los géneros expuestos en el escaparate, Poirot entró en la tienda fingiéndose deseoso de comprar una mochila para un sobrino imaginario.

—Suele ir a le camping, ¿comprende? —dijo Poirot con su mejor acento extranjero—. Se marcha a pie con otros estudiantes y todo lo que necesita lo lleva cargado a la espalda. Los coches y camiones que pasan les llevan de trecho en trecho.

El propietario, que era un hombre servicial, menudo y de cabellos color ceniza, replicó en el acto:

—Ah, el auto-stop. Es muy corriente hoy en día. Aunque los autobuses y las Compañías ferroviarias pierden mucho dinero por esa causa. Algunos jóvenes dan la vuelta a toda Europa por ese sistema. De modo que lo que usted desea es una mochila… ¿De las corrientes?

—Creo que sí ¿Es que hay mucha variedad?

—Pues tenemos un par de modelos de esos ligeros para señoritas, pero ésta es la clase de artículo que vendemos más. Buen material, fuerte, muy resistente, y en realidad muy barato, aunque sea yo quien lo diga.

Y le mostró una mochila de lona gruesa, que a juicio del detective era una copia exacta de la que viera en la habitación de Colin. La examinó, hizo algunas preguntas más innecesarias y terminó por pagar su importe.

—Ah, sí, vendemos muchísimas —dijo el hombre mientras la envolvía.

—Hay muchos estudiantes que se hospedan por este barrio, ¿verdad?

—Está lleno de estudiantes.

—Creo que hay una Residencia en esta calle.

—Sí. He vendido varias mochilas a los jóvenes de esa pensión, y también a las señoritas. Suelen venir aquí a comprar todo lo que necesitan antes de salir de excursión. Mis precios son más baratos que los de los grandes almacenes y siempre se lo digo. Aquí tiene, señor; estoy seguro de que su sobrino quedará encantado del servicio que le prestará esta mochila.

Poirot le dio las gracias y salió con el paquete.

No había dado ni dos pasos cuando alguien puso una mano en su hombro.

Era el inspector Sharpe.

—Es usted precisamente el hombre que buscaba —dijo Sharpe.

—¿Ya ha terminado de registrar la casa?

—He registrado la casa, pero no creo haber terminado nada. Cerca de aquí hay un sitio donde se puede tomar un bocadillo decente y una taza de café. Venga conmigo si no está ocupado. Me gustaría hablar con usted.

El bar en cuestión estaba casi vacío, y los dos hombres se llevaron sus platos y tazas hasta una mesita situada en un rincón.

Allí Sharpe le puso al corriente del resultado de sus interrogatorios.

—La única persona contra la que tenemos alguna evidencia es el joven Chapman —dijo—. Tres venenos pasaron por sus manos, pero no hay razón para creer que tuviera nada contra Celia Austin, y dudo que de ser realmente culpable hubiera hablado con tanta franqueza de sus actividades.

—Sin embargo, eso ofrece otras posibilidades.

—Sí… todo ese veneno rodando por un cajón. ¡Qué chico más estúpido!

Luego pasó a contarle el interrogatorio de Elizabeth Johnston y lo que Celia le había dicho.

—Si fuera cierto, resulta significativo.

—Muy significativo —convino Poirot.

El inspector repitió:

—«Mañana sabré más».

—Y ese… «mañana» no llegó nunca para la pobrecilla. Y el registro… ¿ha descubierto algo?

—Sólo un par de cosas…, ¿cómo podríamos llamarlas…? inesperadas.

—¿Como por ejemplo?

—Que Elizabeth Johnston es miembro del partido comunista. Encontramos su carnet.

—Sí —repuso Poirot pensativo—. Eso es interesante.

—Usted no se lo imaginaría —dijo el inspector Sharpe—. Yo por lo menos ni lo sospeché hasta interrogarla. Esa chica tiene una gran personalidad.

—Debe ser un buen elemento para su Partido —dijo Hercules Poirot—. Es una jovencita de inteligencia extraordinaria.

—Me resultó interesante —continuó el inspector Sharpe—. Además nunca había demostrado esas simpatías en la Residencia. No veo que eso pueda tener relación con el caso de Celia Austin… pero es algo que debe tenerse en cuenta.

—¿Qué más ha descubierto?

El inspector Sharpe se encogió de hombros.

—La señorita Lane tenía en su cajón un pañuelo bastante grande manchado de tinta verde.

Poirot enarcó las cejas.

—¿Tinta verde? ¡Patricia Lane! Entonces fue ella quien cogió la tinta para verterla sobre los apuntes de Elizabeth Johnston y luego debió secarse las manos en ese pañuelo, pero seguramente…

—Seguramente no hubiera querido que sospecharan de su querido Nigel —terminó Sharpe.

—Es lo que cualquiera pensaría. Claro que también pudieron poner el pañuelo en su cajón.