—Es posible.
—¿Algo más?
Sharpe reflexionó unos instantes.
—Pues… parece ser que el padre de Leonard Bateson está hospitalizado en la Clínica Mental de Longwith Vale. No creo que la noticia tenga un interés particular, pero…
—Pero el padre de Len Bateson está loco. Probablemente no tendrá importancia la noticia, como usted dice, pero es otro factor que hay que tener en cuenta. Sería interesante saber cuál es su manía particular.
—Bateson es un chico simpático —dijo Sharpe—, pero tiene un carácter un poco indomable.
Poirot asintió, recordando de pronto con toda claridad a Celia Austin diciendo: «Desde luego que yo no iba a destrozar una mochila. Eso es una tontería. Fue un arranque de furor». ¿Cómo lo supo? ¿Es que acaso vio a Len Bateson destrozando la mochila? Y volvió de nuevo a la realidad al oír que Sharpe le decía con una sonrisa:
—…y Ahmed Alí tenía en su poder literatura y postales pornográficas que explican el porqué de su furor al oír que íbamos a efectuar un registro.
—Sin duda debió haber muchas protestas…
—Sí. Una jovencita francesa casi tuvo un ataque de histerismo, y uno de los indios, Chandra Lal, amenazó con convertirlo en una afrenta internacional. Entre sus cosas encontramos algunos folletos subversivos con las tonterías de costumbre… y uno de los oeste-africanos tenía algunos recuerdos y fetiches bastante terribles. Sí, desde luego, un registro descubre el lado peculiar de cada individuo. ¿Se enteró del contenido del armario privado de la señora Nicoletis?
—Sí, lo sé.
El inspector Sharpe sonrió.
—¡En mi vida había visto tantas botellas de coñac vacías! ¡Estaba furiosa con nosotros!
Lanzó una carcajada y luego se puso repentinamente serio.
—Pero no encontramos lo que buscábamos —dijo—. Ni un pasaporte que no fuera auténtico.
—No iba a esperar que dejaran por ahí alguno falso para que usted lo encontrara, mon ami. ¿No tuvo usted nunca ocasión de visitar oficialmente el número veintiséis de la calle Hickory en la relación con un pasaporte? Digamos… durante los últimos seis meses.
—No. Voy a enumerarle las ocasiones en que tuvimos que ir allí… durante el período de tiempo que usted indica.
Y se las detalló cuidadosamente.
Poirot le escuchaba con el ceño fruncido.
—Todo eso no tiene sentido —dijo Sharpe al terminar.
Poirot meneó la cabeza.
—Las cosas sólo tienen sentido si se empiezan por el principio.
—¿Y a qué llama usted principio, Poirot?
—A la mochila, amigo mío —repuso el detective con calma—. A la mochila. Todo este asunto empezó con una mochila.
Capítulo XIV
I
La señora Nicoletis subía la escalera del sótano donde había conseguido enfurecer a Geronimo y a la irascible María.
—¡Mentirosos y ladrones! —dijo la señora Nicoletis con voz triunfante—. ¡Todos los italianos son mentirosos!
La señora Hubbard, que acababa de salir en aquel momento, lanzó un suspiro breve.
—Es una lástima disgustarles precisamente cuando están preparando la cena —dijo.
—¿Y a mí qué me importa? —replicó la señora Nicoletis—. Yo no cenaré aquí.
La señora Hubbard contuvo la respuesta que acudía a sus labios.
—Regresaré el lunes, como de costumbre —continuó la señora Nicoletis.
—Sí, señora.
—Y haga el favor de encargarse de que arreglen la cerradura de mi armario a primera hora de la mañana del lunes. La factura la presentará a la policía, ¿me ha comprendido? A la policía.
La señora Hubbard la miró con aire incrédulo.
—Y quiero que ponga bombillas nuevas en los pasillos… mucho más potentes. Están demasiado oscuros.
—Usted dijo que las quería de poco voltaje, para economizar.
—Eso fue la semana pasada —replicó la señora Nicoletis—. Ahora… es distinto.
Cuando miro hacia atrás me pregunto: «¿Quién me seguirá?»
¿Acaso la señora Nicoletis tenía miedo de algo o de alguien? Era tal su costumbre de exagerarlo todo que resultaba difícil saber hasta qué punto había que creer en sus palabras.
—¿Está segura de que desea irse sola a casa? —le preguntó la señora Hubbard—. ¿Quiere que la acompañe?
—¡Estaré mucho más segura que aquí, se lo aseguro!
—Pero, ¿de qué tiene miedo? Si yo lo supiera, tal vez…
—A usted no le importa. No le diré nada. Resulta insoportable que continuamente me esté haciendo preguntas.
—Lo siento, estoy segura…
—Ahora se ha ofendido. —La señora Nicoletis le dirigió una sonrisa de desagravio—. Soy brusca y de mal carácter… sí. Pero tengo muchas preocupaciones y recuerde que confío y descanso en usted. Verdaderamente no sé lo que haría sin usted, querida señora Hubbard. Mire, le doy mi mano. Que pase un buen fin de semana. Buenas noches.
La señora Hubbard la contempló mientras abría la puerta de la calle y una vez se hubo marchado exhaló un suspiro de alivio, disponiéndose a bajar al sótano.
La señora Nicoletis, luego de descender los escalones de la entrada, atravesó la verja y torció a la derecha. La calle Hickory era una avenida bastante ancha y las casas estaban separadas de la acera por los jardines respectivos. Al final de la misma, a pocos minutos del número veintiséis, se hallaba una de las principales avenidas de Londres, por la que circulaban autobuses. Había un semáforo en la misma esquina y una taberna: «El Collar de la Reina». La señora Nicoletis caminaba por el centro de la acera y de vez en cuando dirigía una mirada de recelo por encima del hombro, mas no se veía nadie. La calle Hickory estaba desierta aquella noche. Apresuró sus pasos al acercarse a «El Collar de la Reina», y tras dirigir otra ansiosa mirada a su alrededor entró presurosamente en la taberna.
Luego de beber el coñac doble que había pedido, se encontró muy animada. Ya no era la mujer asustada e intranquila de poco antes, aunque su aversión hacia la policía no había disminuido. «¡Gestapo! ¡Yo haré que lo paguen! ¡Sí, lo pagarán!», murmuraba entre dientes terminando de beber su coñac. Pidió otro mientras repasaba mentalmente los últimos acontecimientos. Fue una desgracia, una terrible desgracia, que la policía hubiera tenido el poco tacto de descubrir su oculto tesoro, y sería demasiado esperar que la noticia no corriera entre los estudiantes. Quizá la señora Hubbard fuese discreta, o tal vez no, porque en realidad, ¿acaso puede una fiarse de nadie? Esas cosas siempre se saben. Geronimo lo sabía, y probablemente lo habría dicho a su esposa, y a la mujer de la limpieza… y así poco a poco lo irían sabiendo todos hasta… Se sobresaltó al oír una grave y bien modulada voz, que decía a sus espaldas:
—Vaya, señora Nick, no sabía que usted frecuentara este lugar.
Giró en redondo y luego exhaló un suspiro de franco alivio.
—Oh, es usted —dijo—. Creí…
—¿Quién creía que era? ¿El lobo feroz? ¿Qué es lo que está tomando? Tome otra copa de lo que quiera conmigo.
—Son todas esas preocupaciones —explicó la señora Nicoletis con dignidad—. Esos policías registrando mi casa, y molestando a todo el mundo. Mi pobre corazón. Tengo que tener mucho cuidado con mi corazón… no debiera beber, pero en la calle me sentía desfallecida y pensé que un poco de coñac…
—No hay como el coñac. Aquí tiene.
La señora Nicoletis abandonaba poco después «El Collar de la Reina» sintiéndose reanimada y positivamente feliz. Decidió no tomar el autobús. Hacía una noche espléndida y le haría bien caminar. Sí, el aire le sentaría bien. No era que le flaquearan las piernas, pero andaba con cierta dificultad. Tal vez hubiera sido más prudente tomar un coñac menos, mas el aire fresco no tardaría en despejar su cabeza. Al fin y al cabo, ¿por qué una señora no puede tomar una copita de vez en cuando? ¿Qué tiene eso de malo? Nunca había llegado a intoxicarse. ¿Intoxicarse? Claro que no se intoxicó nunca. Y de todas maneras, si no les gustaba y se lo reprochaban, les echaría a la calle. ¿Acaso no sabía ella más de un par de cosas? ¡Si quisiera hablar! La señora Nicoletis alzó la cabeza con aire retador y esquivó como pudo un buzón de Correos que se le venia encima con gran rapidez. No cabía duda de que la cabeza le daba vueltas. ¿Y si se apoyaba un ratito contra la pared… y cerrara los ojos unos instantes…?