El agente de policía Bott, que estaba de guardia, fue abordado por un empleado de aspecto tímido.
—Agente, ahí va una mujer… parece que se ha puesto mala. Está en el suelo, hecha un ovillo.
El agente Bott dirigió sus pasos enérgicos hacia el lugar indicado y se detuvo para inclinarse sobre una figura caída. Un fuerte olor a coñac confirmó sus sospechas.
—Ha perdido el conocimiento —dijo—. Está bebida. ¡Ah! no se preocupe, señor, yo cuidaré de ella.
II
Hercules Poirot, que acababa de tomar un desayuno dominical, enjugó sus bigotes para limpiar todo rastro de chocolate que pudiera haber en ellos, antes de pasar a su saloncito.
Cuidadosamente colocadas sobre la mesa se veían cuatro mochilas, cada una con su etiqueta… como resultado de las instrucciones que diera a George el día anterior. Poirot cogió la que se comprara él, y tras quitarle el papel que la envolvía la puso junto a las otras. El resultado fue interesante. La mochila que adquiriera en la tienda del señor Hick no parecía inferior en ningún sentido a las compradas por George en diversos establecimientos, pero sí era, desde luego, muchísimo más barata.
—Interesante —murmuró el detective.
Luego las fue examinando con detalle. Por dentro, por fuera, volviéndolas del revés, palpando las costuras, bolsillos, correas… Luego se dirigió al cuarto de baño para regresar con un pequeño cuchillo muy afilado, y asiendo la mochila que comprara al señor Hicks se dispuso a atacar su fondo. Entre el forro interno y el fondo había un trozo de contrafuerte acanalado, y Poirot contempló la mochila despanzurrada con todo interés.
Luego se dispuso a emprenderla con la otra mochila.
Al fin se sentó contemplando el resultado de la destrucción que acababa de efectuar. Luego fue hacia el teléfono; al cabo de una breve espera consiguió hablar con el inspector Sharpe.
—Ecoutez, mon cher —le dijo—. Quiero saber dos cosas.
El inspector lanzó una carcajada.
—«Dos cosas del caballo sé, y una es bastante soez» —recitó.
—¿Cómo dice? —le preguntó Poirot, sorprendido.
—Nada, nada. Es sólo una canción que solía cantar. ¿Cuáles son esas dos cosas que desea saber?
—Usted me habló ayer de ciertas pesquisas que se llevaron a cabo en la calle Hickory durante los últimos tres meses. ¿Podría decirme las fechas y a qué hora del día fueron hechas?
—Pues… sí… eso es muy sencillo. Debe constar en los archivos. Espere a que lo mire.
—La primera fue por un estudiante indio que repartió propaganda subversiva, el dieciocho de diciembre último… a las tres treinta de la tarde.
—De eso hace demasiado tiempo.
—Luego por Montagu Jones, euroasiático, en relación con el asesinato de la señora Alicia Combe, en Cambridge… el veinticuatro de febrero… a las cinco y media de la tarde. Y por William Robinson… nativo de África Occidental, reclamado por la policía de Sheffield, el dieciséis de marzo a las once de la mañana.
—¡Ah! Gracias.
—Pero si usted cree que cualquiera de estos casos puede tener relación con…
Poirot le interrumpió.
—No, no tienen relación alguna. Sólo me interesa la hora del día en que se practicaron esas diligencias.
—¿Qué es lo que está haciendo ahora, Poirot?
—Disecciono mochilas, amigo mío. Es muy interesante.
Y colgó el teléfono.
Sacó de su bolsillo la lista corregida que la señora Hubbard le entregara el día anterior y que era la siguiente:
Mochila (Len Bateson).
Bombillas eléctricas.
Pulsera (señorita Rysdorff).
Anillo de brillantes (Patricia).
Polvos compactos (Geneviéve).
Zapato de noche (Sally).
Carmín para los labios (Elizabeth Johnston).
Pendientes (Valerie).
Estetoscopio (Len Bateson).
Sales de baño (¿?)
Echarpe hecho jirones (Valerie).
Pantalones (Colin).
Libro de cocina (¿?)
Ácido bórico (Chandra Lal).
Broche de bisutería (Sally).
Tinta vertida en los apuntes de Elizabeth.
(Es lo más aproximado que recuerdo, aunque no del todo exacto. L. Hubbard.)
Poirot la estuvo contemplando durante largo tiempo.
Al fin suspiró, murmurando para sí.
—Decididamente… sí… tenemos que eliminar las cosas que no nos interesan…
Y sabía quién podría ayudarle. Era domingo. Probablemente la mayoría de estudiantes se encontrarían en la Residencia.
Marcó el número del teléfono del veintiséis de la calle Hickory y dijo que quería hablar con la señorita Valerie Hobhouse. Una voz un tanto gutural le contestó que ignoraba si se había levantado ya, pero que iría a preguntar.
Al fin oyó una voz grave y algo ronca.
—Al habla Valerie Hobhouse.
—Soy Hercules Poirot. ¿Me recuerda?
—Ya lo creo, señor Poirot. ¿En qué puedo servirle?
—Pues… me gustaría hablar con usted.
—Cuando quiera.
—¿Entonces puedo ir a verla a la calle Hickory?
—Sí. Le estaré esperando. Le diré a Geronimo que le acompañe enseguida a mi habitación. Los domingos no puede hablar uno con tranquilidad.
—Gracias, señorita Hobhouse. Le estoy muy agradecido.
Geronimo abrió la puerta a Poirot con una reverencia y luego empezó a hablarle con su aire de conspirador.
—Le acompañaré a la habitación de la señorita Valerie. Procure no hacer ruido… Chitón…
Y llevándose el dedo a los labios le condujo al piso de arriba hasta una habitación amplia que daba a la calle Hickory, amueblada con gusto y cierto lujo, como una salita de visita en la que hubiera una cama. Ésta, en forma de diván, estaba cubierta por una alfombra persa, bonita, aunque algo gastada, y había un escritorio estilo Reina Ana, de madera de nogal que Poirot consideró que debía de pertenecer al mobiliario original del número veintiséis de la calle Hickory.
Valerie Hobhouse se hallaba de pie dispuesta a saludarle, y le pareció cansada, dado que grandes círculos oscuros rodeaban sus ojos.
—Mais vous êtes trés bien ici —dijo Poirot mientras estrechaba su mano—. Es muy chic. Tiene personalidad. Es un encanto.
Valerie sonrió.
—Llevo aquí mucho tiempo —repuso la joven—. Dos años y medio. Casi tres, y tengo algunas cosillas mías.
—Usted no estudia ninguna carrera, ¿verdad, mademoiselle?
—Oh, no. Soy muy comercial. Trabajo.
—¿En una… firma de cosméticos?
—Sí. Soy una de las encargadas de «Sabrina Fair»… es un salón de belleza. Ahora tengo parte en el negocio. Tenemos también una sección de accesorios además de los tratamientos de belleza. Cinturones, pañuelos de seda natural… todas esas cosillas. Pequeñas novedades de París, y ése es mi departamento.
—¿Entonces irá usted a menudo a París y también al Continente?
—Oh, sí, una vez al mes, e incluso más a menudo —dijo Valerie.
—Debe usted perdonarme —dijo Poirot— si le parezco demasiado curioso…
—¿Por qué? —le interrumpió ella—. En las circunstancias que nos encontramos debemos soportar esa curiosidad. Ayer contesté a numerosas preguntas que me hizo el inspector Sharpe. Me parece que usted preferiría una silla a una butaca baja, monsieur Poirot.
—Es usted muy perspicaz, mademoiselle. —Poirot se sentó en una silla con brazos, de alto respaldo.