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—Es una idea interesante, como ya le dije antes —replicó el inspector Wilding.

—Y también parece verosímil que un pequeño incidente que no se consideró importante, pueda tener relación con la mochila. Según Geronimo, el criado italiano, el mismo día, o uno de los días en que les visitó la policía, desapareció la bombilla del recibidor. Fue a buscar otra para reemplazarla, y descubrió que tampoco estaban las de reserva, y dos días antes las había visto en el cajón. A mí me parece posible… también… aunque es un tanto cogido por los pelos y no me atrevo a decir que esté seguro de ello, sino que es una mera posibilidad… que alguien, que tuviera una conciencia culpable por haber pertenecido anteriormente a la banda de contrabandistas, temiera que su rostro fuera reconocido por la policía si le veían a plena luz. Así que se llevó la bombilla del recibidor y las de reserva. Y como resultado, el vestíbulo quedó iluminado sólo por unas velas. Esto es, como le digo a usted, una simple suposición.

—Es una idea ingeniosa —replicó Wilding.

—Y verosímil, señor —intervino el sargento Bell—. Cuanto más lo pienso más verosímil me resulta.

—Pero de ser así —continuó Wilding—, es algo que abarca más que a la calle Hickory.

Poirot asintió:

—¡Oh, sí! La organización debe abarcar una amplia estela de clubes de estudiantes y residencias, sumando gran número de afiliados.

—Tiene que encontrar un lazo de unión entre ellos —dijo Wilding.

El inspector Sharpe hizo uso de la palabra por primera vez.

—Existe ese lazo de unión, señor —dijo—, o lo había. Una mujer que regentaba diversos clubes y residencias para estudiantes, y que también era propietaria de la Residencia de la calle Hickory. La señora Nicoletis.

Wilding dirigió una rápida mirada a Poirot.

—Sí —replicó el detective—. La señora Nicoletis tenía intereses en todos estos sitios, aunque no los dirigiera ella misma. Su sistema era poner a personas de antecedentes intachables al frente de los negocios. Mi amiga la señora Hubbard es una de ellas. El apoyo económico lo suministraba la señora Nicoletis… pero vuelvo a sospechar que era sólo una autoridad nominal.

—Hum —dijo Wilding—. Creo que sería interesante saber algo más de la señora Nicoletis. Es preciso conocer su vida. ¿No les parece?

Sharpe hizo un gesto de asentimiento.

—Estamos investigando su pasado, su procedencia, y demás, pero hay que hacerlo con sumo cuidado. No queremos alarmar demasiado pronto a nuestros pájaros. También revisaremos su anterior posición económica. Palabra que esa mujer era una arpía de primera fuerza.

—Y descubrió sus experiencias con la señora Nicoletis cuando tuvo que efectuar el registro.

—Conque botellas de coñac, ¿eh? —replicó Wilding—. ¿De modo que bebía? Bien, así será más sencillo. ¿Qué le ha ocurrido? ¿La detuvieron…?

—No, inspector. Ha muerto.

—¿Que ha muerto? —Wilding enarcó las cejas—. ¿Quiere usted decir que la quitaron de en medio?

—Sí… eso creemos. Después de la autopsia lo sabremos con certeza. Yo creo que debió dar señales de flaqueza. Tal vez no contase con un crimen.

—¿Se refiere usted al caso de Celia Austin? ¿Es que la muchacha sabía algo?

—Sabía algo —intervino Poirot—, pero si me permite la intromisión, no creo que ella supiera de qué se trataba.

—¿Quiere usted decir que sabía algo, pero no apreciaba su significado?

—Sí. Eso mismo. No era una chica inteligente, y no es probable que sacara ninguna consecuencia, pero sí que oyera o viera alguna cosa y luego la mencionara sin el menor recelo.

—¿No tiene usted idea de lo que vio u oyó, Poirot?

—He hecho algunas conjeturas —replicó el detective—. No me es posible otra cosa. Se ha mencionado un pasaporte. ¿Acaso alguno de la casa tenía un pasaporte falso que le permitía ir de un lado a otro del Continente bajo otro nombre, y su descubrimiento fuera un grave peligro para la persona interesada? ¿O tal vez vio cómo destrozaban la mochila, o quizá cómo le quitaban el doble fondo, sin comprender qué era lo que estaban haciendo? ¿Vería a la persona que quitó las bombillas? ¿Lo mencionaría ante él o ella, sin comprender que pudiera tener importancia? ¡Ah, mon Dieu! —exclamó Poirot, irritado—. ¡Suposiciones! ¡Suposiciones, y más suposiciones! Hay que saber más. ¡Siempre hay que saber más!

—Bien —dijo Sharpe—; podemos empezar por los antecedentes de la señora Nicoletis, y tal vez salga algo a la luz.

—¿La quitaron de en medio porque temieron que hablase? ¿Habría hablado ya?

—Hacía tiempo que bebía en secreto… y eso significa que tenía los nervios deshechos —explicó Sharpe—. Tal vez se desesperó, lo contó todo, y se volvieron contra ella.

—¿Supongo que ella no dirigiría la banda?

Poirot meneó la cabeza.

—Yo creo que no. Estaba demasiado al descubierto. Claro que sabía de qué se trataba, pero no era el cerebro que se oculta detrás de todo esto. No.

—¿Tiene alguna idea de quién puede ser?

—Si tratase de adivinarlo… pudiera equivocarme. Sí… ¡pudiera equivocarme!

Capítulo XVI

I

—Decirlo o no decirlo. He ahí el problema —dijo Nigel, sirviéndose una nueva taza de café que llevó a la mesa del desayuno.

—¿Decir qué? —preguntó Len Bateson.

—Todo lo que uno sabe —replicó Nigel con un ademán.

Jean Tomlinson dijo en tono desaprobador:

—La policía no tiene más remedio que cumplir con su deber. ¡Naturalmente! Si sabemos algo que pueda ser útil debemos decirlo a la policía. Eso es lo que debe hacerse.

—Ya ha hablado la buena de Jean —replicó Nigel.

Moi, je n'aime pas les flics —intervino René, contribuyendo a la discusión.

—¿Decir qué? —volvió a preguntar Len Bateson.

—Las cosas que sabemos unos de otros —explicó Nigel, paseando su mirada maliciosa por los reunidos alrededor de la mesa—. Después de todo —dijo en tono alegre—, cada uno de nosotros sabe muchas cosas de los demás, ¿no es cierto? Quiero decir que no hay más remedio que saberlas, viviendo bajo el mismo techo.

—Pero, ¿quién sabe lo que es importante o no lo es? Hay muchísimas cosas que a la policía no le interesan en absoluto —dijo Ahmed Alí con calor, recordando ofendido los comentarios del inspector al descubrir su colección de postales.

—He oído decir —continuó Nigel volviéndose hacia Akibombo— que han encontrado cosas muy interesantes en tu habitación.

Debido a su color Akibombo no podía enrojecer, pero parpadeó denotando su excitación.

—En mi país hay muchas supersticiones —explicó—. Y mi abuelo me dio algunas cosas para que las trajera aquí. Estoy lejos de sentir por ellas piedad o respeto. Yo, un científico moderno, no creo en brujerías, pero debido a mi poco dominio del idioma me resultó difícil explicárselo al policía de manera comprensible.