—Incluso nuestra pequeña Jean tendrá sus secretos, supongo —dijo Nigel volviéndose hacia la señorita Tomlinson.
Jean declaró indignada que no iba a consentir que la insultaran.
—Dejaré esta casa y me iré a la Y.W.C.A.[1] les anunció.
—Vamos, Jean —replicó Nigel—. Danos otra oportunidad.
—¡Oh, basta ya, Nigel! —exclamó Valerie, cansada—. La policía no tiene más remedio que cumplir con su deber, dadas las circunstancias.
Colin Macnabb aclaró su garganta disponiéndose a intervenir.
—En mi opinión —dijo con aire sentencioso—, debían aclaramos la situación. ¿Cuál fue exactamente la causa de la muerte de la señora Nick?
—Lo sabremos durante la vista —replicó Valerie impaciente.
—Lo dudo —dijo Colin—. Yo creo que la aplazarán.
—Supongo que debió morir del corazón, ¿no? —intervino Patricia—. Se cayó en la calle.
—Alcoholismo agudo. En ese estado fue llevada a la comisaría —dijo Len Bateson.
—De modo que bebía —reflexionó Jean—. ¿Sabéis que siempre lo sospeché? Cuando la policía registró la casa encontraron en su habitación un armario lleno de botellas de coñac vacías —agregó.
—Nuestra Jean lo sabe todo —dijo Nigel en tono aprobador.
—Bueno, eso explica por qué algunas veces estaba tan rara —comentó Patricia.
Colin volvió a aclarar su garganta.
—¡Ah! Ejem —dijo—. El sábado por la noche, cuando regresaba a casa, la vi entrar en la taberna de «El Collar de la Reina».
—Allí es donde debió emborracharse —exclamó Nigel.
—Entonces supongo que la causa de su muerte fue el alcoholismo —opinó Jean.
—Apuesto a que sí —intervino Sally Finch—. No me sorprendería nada.
—Por favor —dijo Akibombo—. ¿Es que piensan que alguien la mató? ¿Es eso?
—Aún no tenemos motivos para suponer nada de eso —dijo Colin.
—Pero, ¿quién iba a querer matarla? —preguntó Geneviéve. ¿Tenía mucho dinero que dejar? Si era rica tal vez fuera por eso.
—Era una mujer endemoniada, querida —replicó Nigel—. Estoy seguro de que todo el mundo deseaba matarla. Yo lo pensé más de una vez —agregó sirviéndose tranquilamente más mermelada.
II
—Por favor, señorita Sally, ¿me permite una pregunta? Es acerca de algo que dijo durante el desayuno, y he estado pensando mucho en ello.
—Bueno, yo no pensaría demasiado, Akibombo —le dijo Sally—. No es saludable.
Sally y Akibombo estaban comiendo en una terraza de Regent's Park, ya que el verano había llegado oficialmente y el restaurante había abierto sus puertas.
—Toda la mañana he estado muy preocupado —dijo Akibombo con pesar—, y no fui capaz de responder a las preguntas del profesor. Está descontento conmigo. Dice que yo copio largos párrafos de los libros y no pienso por mí mismo. Pero yo estoy aquí para aprender de los libros y me parece que ellos se expresan mejor que yo, porque todavía no domino el inglés. Y además, esta mañana me resulta muy difícil pensar en otra cosa que no sea lo que está sucediendo en la calle Hickory y las dificultades que surgen de todo ello.
—Creo que en eso tienes razón —dijo Sally—. Tampoco yo conseguí concentrarme esta mañana.
—Por eso le ruego que me explique ciertas cosas, porque, como le dije, he estado pensando mucho.
—Bien, oigamos entonces lo que estuviste pensando.
—Pues… es acerca de ese… asido borco.
—¿Asido borco…? ¡Oh, ácido bórico! ¡Sí! ¿Qué hay de eso?
—Pues, no lo he entendido muy bien. ¿Dicen que es un ácido? ¿Un ácido como el sulfúrico?
—Como el sulfúrico, no —replicó Sally.
—¿No se utiliza en los laboratorios para experimentación?
—No imagino siquiera que nadie realice experimentos con él. Es algo completamente inofensivo.
—¿Quiere decir que incluso puede ponerse en los ojos?
—Precisamente ésa es una de sus aplicaciones.
—Ah, entonces eso lo explica. Chandra Lal tiene una botellita con un polvo blanco que echa en agua caliente y luego se baña los ojos con ella. La guarda en el cuarto de baño y el día que le desapareció se puso furioso. ¿Sería eso ácido bórico?
—¿A qué viene esto ahora?
—Se lo explicaré poco a poco, pero ahora no, por favor. Tengo que pensar más.
—Bueno, no te arriesgues demasiado, —dijo Sally—. No quisiera que fueras tú la próxima víctima, Akibombo.
III
—Valerie, ¿no podrías aconsejarme?
—Claro que sí, Jean. Aunque no sé por qué pide nadie consejo, si luego nunca se sigue.
—En realidad se trata de un caso de conciencia —dijo Jean.
—Entonces yo soy la última persona a quien debieras consultar. Yo no tengo conciencia.
—¡Oh, Valerie, no digas esas cosas!
—Bueno, es bien cierto —replicó Valerie apagando su cigarrillo—. Traigo modelos de París de contrabando y a las señoras que vienen al salón les digo las mayores mentiras acerca de su físico. Incluso viajo en los autobuses sin pagar, cuando ando apurada de dinero. Pero, vamos, dime: ¿de qué se trata?
—Es por lo que Nigel dijo a la hora del desayuno. ¿Si uno sabe algo de otro, crees que debe decirlo?
—¡Qué pregunta más tonta! No puede aplicarse una regla general. ¿Qué es lo que quieres decir?
—Se trata de un pasaporte.
—¿Un pasaporte? —Valerie se irguió sorprendida—. ¿De quién?
—De Nigel. Tiene un pasaporte falso.
—¿Nigel? —exclamó Valerie con incredulidad—. No lo creo. No es posible.
—Pero es cierto. Y, ¿sabes, Valerie?; creo que tiene algo que ver con todo esto. Oí decir a la policía que Celia había mencionado un pasaporte. Supongamos que ella lo descubriese y él la matara.
—Me suena a melodrama —replicó Valerie—. Pero, con franqueza, no creo ni una palabra. ¿Qué es esa historia del pasaporte?
—Yo lo vi.
—¿Cómo lo viste?
—Pues, por pura casualidad —repuso Jean—. Estaba buscando algo en mi cartera, hará una o dos semanas, y por error debí coger la de Nigel. Las dos estaban en un estante del salón.
Valerie lanzó una risa desagradable.
—¡Cuéntaselo a otra! —exclamó—. ¿Qué es lo que estabas haciendo en realidad? ¿Espiando?
—¡No, desde luego que no! —Jean protestó, indignada—. Lo único que no he hecho nunca es mirar los papeles privados de nadie. No soy de esa clase de personas. Sólo fue que estando distraída abrí la cartera y empecé a buscar en sus departamentos.
—Escucha, Jean, a mí no puedes engañarme. La cartera de Nigel es mucho más grande que la tuya y de un color completamente distinto. Puesto que admites ciertas cosas, debes admitir también si eres de esa clase de personas. Muy bien. Tuviste ocasión de curiosear los papeles de Nigel y la aprovechaste.
Jean se puso en pie.
—Mira, Valerie, si continúas siendo tan antipática y tan injusta, yo…
—¡Oh, vamos, pequeña! —dijo Valerie—. Continúa. Ahora me siento interesada y quiero saber.
—Pues bien, había un pasaporte, —replicó la joven—. Estaba en el fondo de la cartera y el nombre que constaba en él era Stanford, Stanley, o algo por el estilo, y pensé: «Qué extraño que Nigel tenga el pasaporte de otra persona», y al abrirlo vi que la fotografía era de Nigel. ¿No comprendes que debe llevar una doble vida? Y lo que me pregunto es si debo decírselo a la policía. ¿Tú crees que es mi deber?
Valerie se echó a reír.
—Mala suerte, Jean —le dijo—. A decir verdad, yo creo que tiene una explicación bien sencilla. Pat me lo contó. Nigel recibía dinero, o cierta herencia, con la condición de que cambiara de nombre, y él lo hizo legalmente, eso es todo. Creo que su verdadero nombre era Stanfield o Stanley, algo parecido.