—¡Oh! —Jean parecía avergonzada.
—Pregunta a Pat, si a mí no me crees —se revolvió Valerie.
—Oh, no… bueno, si es como tú dices, debo haberme equivocado.
—Te deseo mejor suerte la próxima vez.
—No sé a qué te refieres, Valerie.
—¿Te gustaría complicar a Nigel, no es cierto? ¿Y ponerlo a mal con la policía?
Jean se irguió.
—Tal vez no me creas, Valerie —le dijo—, pero lo único que deseo es cumplir con mi deber.
Y dicho esto salió de la habitación.
—¡Oh, diablos! —exclamó Valerie.
Llamaron a la puerta y entró Sally.
—¿Qué te ocurre, Valerie? Pareces abatida.
—Es por esa antipática de Jean. ¡En realidad es terrible! ¿No crees que pueda haber la más remota posibilidad de que Jean quitara de en medio a la pobre Celia? Me alegraría muchísimo verla en el banquillo.
—Opino como tú —replicó Sally. Pero no me parece probable. No creo que Jean se arriesgara nunca hasta el punto de asesinar a nadie.
—¿Qué opinas de la señora Nick?
—Pues no sé qué pensar. Pero pronto sabremos a qué atenernos.
—Apostaría diez contra uno a que también la asesinaron —dijo Valerie.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que ocurre aquí?
—Ojalá lo supiera, Sally. ¿No te has sorprendido alguna vez observando a los demás?
—¿Qué quieres decir con eso de observar a los demás, Val?
—Pues, mirarles preguntándote: «¿Serás tú?» Tengo el presentimiento de que aquí hay algún perturbado. Realmente loco. Loco de remate… quiero decir, no de esos que se creen Napoleón.
—Es posible —dijo Sally estremeciéndose.
—¡Hum! —replicó Valerie—. Te aseguro que tengo mucho miedo.
IV
—Nigel, tengo que decirte una cosa.
—Bien, ¿qué es ello, Pat? —Nigel rebuscaba frenéticamente en uno de los cajones de su cómoda—. No sé qué diablos hice de esos apuntes. Yo creí que los había puesto aquí.
—¡Oh, Nigel, no revuelvas de ese modo! Luego lo dejas todo por en medio y yo tengo que recogerlo.
—¡Bueno, qué diablos!; tengo que encontrar mis apuntes, ¿no es verdad?
—¡Nigel, tienes que escucharme!
—Está bien, Pat, no te pongas así. ¿Qué ocurre?
—Tengo que confesarte algo.
—Supongo que no se trata de un crimen —replicó Nigel en su acostumbrada ligereza.
—¡No, desde luego!
—Bien. Oigamos cuál es ese pecadillo.
—Fue un día que te zurcí los calcetines y vine a guardarlos en el cajón de la cómoda…
—¿Sí?
—Y encontré el frasco de morfina. El que tú me dijiste que habías cogido del hospital.
—¡Sí, y valiente alboroto que armaste!
—Pero, Nigel, si estaba ahí en tu cajón, entre los calcetines y cualquiera hubiera podido encontrarlo.
—¿Por qué? Nadie viene a revolver entre mis calcetines excepto tú.
—Bueno, me pareció mal dejarlo ahí, y ya sé que dijiste que te desharías de él después de ganar la apuesta; pero entre tanto seguía estando ahí.
—Naturalmente. Aún no había conseguido el tercer veneno.
—Pues bien, a mí me pareció muy mal y cogí el frasco, saqué el veneno y lo llené de bicarbonato. El efecto era el mismo.
Nigel dejó de buscar sus apuntes.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¿De veras hiciste eso? ¿Quieres decir que cuando juraba a Len y a Colin que aquel polvo era sulfato de morfina, o tartrato, o lo que sea, lo único que contenía el frasco era bicarbonato?
—Sí. Comprende…
Nigel la interrumpió con el ceño fruncido.
—No estoy seguro de que eso anule la apuesta. Claro que yo tenía idea…
—Pero, Nigel, era realmente peligroso tenerlo ahí escondido entre la ropa.
—Por Dios, Pat, ¿es que siempre tienes que complicar las cosas? ¿Qué hiciste con la morfina?
—La puse en el frasco del bicarbonato sódico y lo escondí en el cajón de mis pañuelos.
Nigel la contempló con franco asombro.
—Realmente, Pat, tus procesos mentales y tu lógica están más allá de todo calificativo. ¿Por qué lo hiciste?
—Creí que allí estaría más segura.
—Mi querida Pat, o bien la morfina se encerraba bajo llave, o si no, ¿qué más daba que estuviera entre mis calcetines o entre tus pañuelos?
—Bueno, sí importaba. En primer lugar, yo duermo sola, y no comparto mi habitación con nadie.
—Vaya, no pensarás que el pobre Len iba a quitarme la morfina, ¿verdad?
—No pensaba decírtelo, pero ahora debo hacerlo… porque… ha desaparecido.
—¿Quieres decir que lo ha cogido la policía?
—No. Desapareció antes.
—¿Quieres decir? —Nigel la miró consternado—. Pongamos esto en claro. Hay una botella con la etiqueta de «Bicarbonato Sódico», pero conteniendo sulfato de morfina, que rueda por ahí y que en cualquier momento alguien puede tomarse una cucharada si le duele el estómago… ¡Dios santo, Pat! ¿Y tú has hecho eso? ¿Por qué diablos no la tiraste, si es que tanto te preocupaba?
—Porque la consideré valiosa y creí que debía devolverse al hospital en vez de tirarla. Tan pronto como hubieras ganado la apuesta pensaba dársela a Celia y pedirle que la devolviera.
—¿Y estás segura de que no se la diste?
—Claro que estoy segura de que no se la di. ¿Y si la tomó ella para suicidarse, fue culpa mía?
—¡Cálmate! ¿Cuándo desapareció?
—No lo sé exactamente. Yo la busqué el día anterior a la muerte de Celia y no pude encontrarla, pero creí que tal vez, por distracción, la hubiera dejado en otro sitio.
—¿El día anterior a su muerte ya había desaparecido?
—Supongo que he sido muy estúpida —repuso Patricia con el rostro muy pálido.
—Y algo más —replicó Nigel—. ¡Hasta qué extremos puede llegar una inteligencia corta y una conciencia activa!
—¿Crees que debo decírselo a la policía?
—¡Oh, diablos! —exclamó Nigel—. Supongo que sí. Y todo por mi culpa.
—Oh, no, Nigel, la culpa fue mía, querido. Yo…
—En primer lugar yo fui quien se apoderó de ella —dijo el muchacho—. Entonces me pareció simplemente divertido, pero ahora… oigo ya los acerbos comentarios como si estuviera en el banquillo.
—Lo siento. Cuando la cogí, mi intención era…
—Tu intención era bonísima. Lo sé. ¡Lo sé! Escucha, Pat, apenas puedo creer que la morfina haya desaparecido. Habrás olvidado dónde la pusiste. Ya sabes que algunas veces uno se confunde…
—Sí, pero…
Vacilaba mientras la sombra de una duda iba apareciendo en su rostro.
Nigel se levantó con presteza.
—Vamos a tu habitación y hagamos un registro a fondo.
V
—¡Nigel, ésta es mi ropa interior!
—Vamos, Pat, no me vengas ahora con tonterías. Precisamente aquí es donde pudiste esconder el frasco, ¿no te parece?
—Sí, pero estoy segura de que yo…
—No podemos estar seguros de nada hasta que hayamos mirado en todas partes. Y estoy dispuesto a hacerlo con todo detalle.
Llamaron a la puerta y entró Sally Finch, cuyos ojos se abrieron por la sorpresa de ver a Pat sentada sobre la cama, con un montón de calcetines de Nigel en la mano, mientras Nigel, con todos los cajones de la cómoda abiertos y revolviendo en ellos como un perrito, iba sacando jerseys, medias y prendas interiores así como otros accesorios del atuendo femenino.
—Por todos los santos —exclamó Sally—, ¿qué es lo que ocurre?
—Estamos buscando el bicarbonato —replicó Nigel en tono seco.
—¿El bicarbonato? ¿Para qué?
—Me duele el estómago —dijo Nigel haciendo una mueca— y sólo el bicarbonato puede calmarme.
—Creo que yo debo tener en alguna parte.
—No me sirve, Sally, tiene que ser el de Pat. Es el único que puede curar mi dolencia especial.