—Estás loco —dijo Sally—. ¿Qué es lo que busca, Pat?
Patricia meneó la cabeza con pesar.
—¿No habrás visto mi frasco de bicarbonato, Sally? —le preguntó—. Sólo quedaba un poco en el fondo.
—No —Sally la miró con curiosidad, y luego frunció el ceño—. Déjame pensar. Alguien de aquí… no, no lo recuerdo… ¿Tienes un sello, Pat? Quiero echar una carta y se me han terminado.
—En ese cajón de ahí.
Sally abrió el pequeño cajón del escritorio, y sacando un pliego de sellos, cogió uno que pegó en la carta que llevaba en la mano, guardó de nuevo los restantes y puso dos peniques y medio sobre la mesa.
—Gracias. ¿Quieres que al mismo tiempo eche esta carta tuya?
—Sí… no… No. Creo que esperaré.
Sally asintió con un gesto de indiferencia antes de salir de la habitación. Pat dejó los calcetines que tenía en la mano y se retorció los dedos, nerviosa.
—Nigel.
—¿Qué? —el joven había trasladado su atención al armario y estaba registrando los bolsillos de un abrigo.
—Tengo que confesarte algo más.
—Dios santo, Pat, ¿qué has hecho?
—Tengo miedo de que te enfades.
—Estoy ya más que enfadado. Si Celia fue envenenada con la morfina que yo cogí, probablemente pasaré años y años en la cárcel, eso si no me ahorcan.
—No tiene nada que ver con todo esto. Se trata de tu padre.
—¿Qué? —Nigel giró en redondo con la sorpresa e incredulidad reflejadas en su rostro.
—¿Sabes que está muy enfermo, no es cierto?
—No me importa lo enfermo que esté.
—Eso dijeron anoche por la radio. «Sir Arthur Stanley, el famoso investigador químico, se encuentra gravemente enfermo».
—Es agradable ser célebre. Todo el mundo se entera cuando uno está enfermo.
—Nigel, si se está muriendo deberías reconciliarte con él.
—¡Al diablo, no lo haré!
—Pero si se está muriendo.
—¡Será el mismo muriéndose que cuando estaba vivito y coleando!
—No debes ser así, Nigel. Tan rencoroso y falto de caridad.
—Escucha, Pat… ya te lo dije una vez: él mató a mi madre.
—Ya sé que lo dijiste, y que tú la adorabas, pero yo creo que algunas veces exageras, Nigel. Muchísimos maridos son antipáticos e intransigentes y hacen desgraciadas a sus esposas, pero decir que tu padre mató a tu madre es una extravagancia y en realidad no es cierto.
—Tú sabes mucho de eso, ¿verdad?
—Sé que algún día te arrepentirás de no haberte reconciliado con tu padre antes de su muerte. Por eso… —Pat hizo una pausa para tomar ánimos—. Por eso he escrito a tu padre… diciéndole…
—¿Que le has escrito? ¿Es esa carta que Sally quería echar? —se dirigió al escritorio—. Ya.
Y cogiendo con dedos nerviosos el sobre ya franqueado lo hizo pedazos y visiblemente disgustado lo arrojó al cesto de los papeles.
—¡Ya está! —Y no te atrevas a volver a pedir nada semejante.
—Nigel, realmente eres una criatura. Puedes romper la carta, pero no impedirme que escriba otra, y la escribiré.
—Eres una sentimental incurable; ¿no se te ha ocurrido pensar que, cuando, digo que mi padre asesinó a mi madre, lo declaro basándome en un hecho indiscutible? Mi madre murió por haber ingerido una dosis excesiva de vernal. En el juicio dijeron que la tomó por error, pero fue mi padre quien se la dio deliberadamente. Quería casarse con otra, ¿comprendes?, y mi madre no quiso concederle el divorcio. Es la historia de un crimen vulgar. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar? ¿Denunciarle a la policía? Mi madre no hubiera querido eso… De modo que hice lo único que podía hacer… decirle a él que lo sabía… y marcharme para siempre. Incluso he cambiado de nombre.
—Nigel… lo siento… Nunca imaginé…
—Bueno, ahora ya lo sabes… El respetable y famoso Arthur Stanley con sus investigaciones y antibióticos… retozando como el verde laurel. Pero aquella pájara no se casó con él. Se escapó. Creo que debió adivinar lo que él había hecho…
—Querido Nigel… qué horror… Lo siento…
—Está bien. No volveremos a hablar de esto. Ahora dediquémonos a la búsqueda del bicarbonato. Piensa exactamente lo que hiciste con la morfina; apoya la cabeza entre las manos, y piensa, Pat.
VI
Geneviéve entró en el salón en un estado de gran agitación, y se dirigió a los estudiantes allí reunidos en voz baja y excitada.
—Ahora estoy segura… completamente segura… de saber quién mató a la pobre Celia.
—¿Quién fue, Geneviéve? —preguntó René—. ¿Qué ha sucedido para que estés tan segura?
Geneviéve miró cautelosamente a su alrededor para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada, y bajando aún más la voz dijo:
—Fue Nigel Chapman.
—Nigel Chapman, pero, ¿por qué?
—Escuchad. Acabo de pasar por el corredor para dirigirme a la escalera y oí voces en la habitación de Patricia. Era Nigel quien hablaba.
—¿Nigel? ¿En la habitación de Patricia? —exclamó Jean en tono de censura, mas Geneviéve sin desviarse del particular continuó:
—Y le estaba diciendo a ella que su padre había matado a su madre, que pour ça, ha cambiado de nombre. ¿De modo que está bien claro, no? Su padre fue un asesino convicto y Nigel lo lleva en la sangre como herencia…
—Es posible —dijo Chandra Lal, reflexionando complacido sobre aquella posibilidad—. Es muy posible. Nigel es tan violento, tan desequilibrado. No tiene dominio de sí mismo. ¿No estáis de acuerdo conmigo? —Y se volvió con aire condescendiente hacia Akibombo, que asintió con entusiasmo inclinando la cabeza morena y rizada, al tiempo que exhibía sus blancos dientes en una sonrisa.
—Siempre he pensado —intervino Jean— que Nigel no tiene sentido de la moral… Es un carácter completamente degenerado.
—Puede ser un crimen pasional —comentó Ahmed Alí—. Seduce a Celia y luego la mata porque es una buena chica que espera que se case con ella…
—Majaderías —estalló Leonard Bateson.
—¿Qué has dicho?
—¡Digo que son majaderías! —gritó Len.
Capítulo XVII
I
Sentado en un departamento de la comisaría, Nigel miró nerviosamente los ojos severos del inspector Sharpe, que acababa de oír su declaración.
—¿Se da usted cuenta, señor Chapman, de que lo que acaba de contarnos es muy serio? Vaya si lo es.
—Claro que me doy cuenta, y no hubiera venido a contárselo de no considerarlo urgente.
—¿Y dice usted que la señorita Lane no recuerda exactamente cuándo vio por última vez ese frasco de bicarbonato que contenía morfina?
—Está aturdida, y cuanto más se esfuerza por recordar, más se confunde. Dice que yo la pongo nerviosa, y ahora está intentando hacer memoria mientras yo he venido a verle a usted.
—Será mejor que vayamos enseguida a la calle Hickory.
Mientras hablaba sonó el timbre del teléfono de sobremesa y el agente que había estado tomando nota de la historia de Nigel alargó la mano y descolgó el auricular.
—Es la señorita Lane —dijo después de escuchar—. Desea hablar con el señor Chapman.
Nigel se aproximó a la mesa y cogió el teléfono que le alargaba el agente.
—¿Pat? Soy Nigel.
La voz de la joven llegó hasta él, nerviosa, sin aliento.
—Nigel. ¡Creo que ya lo tengo! Quiero decir que ya sé quién lo ha cogido… ¿sabes…? cogido del cajón de mis pañuelos… ¿sabes? Sólo hay una persona que…
La voz se interrumpió.
—Pat. Dime. ¿Estás ahí? ¿Quién ha sido?
—Ahora no puedo decírtelo. Más tarde. ¿Vas a venir?
El teléfono estaba lo bastante cerca del agente y del inspector para que pudieran oír claramente la conversación, y este último hizo un gesto de asentimiento ante la mirada interrogadora de Nigel.