—Dígale que «enseguida» —le dijo.
—Vamos a ir enseguida —le anunció Nigel—. Salimos ahora mismo.
—¡Oh! Bueno. Estaré en mi habitación.
—Hasta luego, Pat.
Apenas pronunciaron palabra durante el breve trayecto hasta la calle Hickory.
Sharpe se preguntaba si al final habrían encontrado una pista. Podía ofrecerles Patricia Lane alguna prueba definitiva, ¿o serían meras suposiciones suyas? Con claridad no había recordado nada que pareciera importante. Suponía que había telefoneado desde el vestíbulo y que por consiguiente tuvo que ser comedida y hablar con precaución.
Nigel abrió la puerta del número veintiséis de la calle Hickory con su llavín, y penetraron en la casa. A través de la puerta del salón, Sharpe pudo distinguir la roja cabeza de Leonard Bateson inclinada sobre unos libros.
Nigel los condujo arriba y atravesó el pasillo hasta la habitación de Pat. Llamó ligeramente con los nudillos y entró…
—Hola, Pat. Aquí está…
Su voz murió en un suspiro de asombro, y permaneció inmóvil mientras Sharpe, por encima de su hombro, veía lo que había de ver.
Patricia Lane yacía desplomada en el suelo.
El inspector apartó a Nigel y fue a arrodillarse junto al cuerpo de la muchacha. Le alzó la cabeza, le tomó el pulso y luego, volviendo a dejarla en su posición con sumo cuidado, se puso en pie con el rostro grave.
—No —exclamó Nigel con voz histérica—. No, no, no.
—Sí, señor Chapman. Está muerta.
—No, no. Pat. La pobrecilla Pat. Cómo…
—Con esto.
Era un arma sencilla e improvisada: un pisapapeles de mármol metido en un calcetín de lana.
—Le golpearon en la cabeza por la espalda. Un arma muy efectiva. Si le sirve de consuelo, señor Chapman, yo creo que ni siquiera llegó a enterarse.
Nigel se sentó temblando sobre la cama y se puso a explicar:
—Ése es uno de mis calcetines. Iba a zurcírmelo… Oh, Dios mío, iba a zurcírmelo…
Y de pronto empezó a llorar como un niño… con abandono y sin darse cuenta de que lloraba.
Sharpe continuaba reconstruyendo el crimen.
—Fue alguien que la conocía muy bien. Alguien que cogió el calcetín e introdujo el pisapapeles en su interior.
—¿Reconoce este pisapapeles, señor Chapman?
Y lo sacó del calcetín para enseñárselo.
Nigel lo miró sin dejar de llorar.
—Pat lo tenía siempre encima de su escritorio. Es el León de Lucerna.
Y escondió el rostro entre las manos.
—¡Pat… oh, Pat! ¡Qué voy a hacer sin ti!
De pronto se irguió echando hacia atrás sus revueltos cabellos.
—¡Mataré a quien haya hecho esto! ¡Le mataré! ¡Cerdo asesino!
—Cálmese, señor Chapman. Sí, sí, sé lo que siente. Ha sido una brutalidad…
—¡Pat nunca hizo daño a nadie!
Consolándolo como pudo, el inspector Sharpe lo hizo salir de la habitación. Luego volvió a entrar e inclinándose sobre el cadáver de la joven, cogió algo que ésta tenía entra los dedos.
II
Geronimo, con la frente perlada de sudor, volvía sus ojos oscuros y asustados de un rostro a otro.
—Yo no vi nada. Ni oí nada. Se lo aseguro. Yo no sé nada en absoluto. Yo estoy siempre en la cocina con María. Preparo la minestrone, gratino el queso…
Sharpe interrumpió su discurso.
—Nadie le acusa. Sólo deseamos aclarar algunas cosas: ¿Quiénes entraron y salieron de la casa a última hora? ¿Puede decírmelo?
—No lo sé. ¿Cómo iba a saberlo?
—Pero usted puede ver quién entra y quién sale, desde la ventana de la cocina, ¿no es cierto?
—Sí.
—Entonces dígalo.
—A esa hora entran y salen muchos estudiantes.
—¿Quiénes estuvieron en la casa entre las seis y las seis y treinta y cinco, que es cuando nosotros llegamos?
—Todo el mundo, excepto el señorito Nigel, y la señora Hubbard y la señorita Hobhouse.
—¿Cuándo salieron?
—La señora Hubbard antes de la hora del té, y todavía no ha regresado.
—Continúe.
—El señorito Nigel salió hará cosa de media hora, poco antes de las seis… parecía muy enfurruñado; y acaba de llegar ahora con ustedes.
—Eso es cierto, sí.
—La señorita Valerie se marchó a las seis en punto. Estaban dando las campanadas, dong, dong, dong. Iba muy elegante, con un vestido de cóctel. Aún no ha vuelto.
—¿Y todos los demás, están en casa?
—Sí, señor. Todos están aquí.
Sharpe echó una ojeada a su libro de notas. En él estaba anotada la hora de la llamada telefónica de Pat. Exactamente a las seis y ocho minutos.
—¿Todos los demás se quedaron en la casa? ¿No regresó nadie durante este intervalo de tiempo?
—Sólo la señorita Sally. Había salido a echar una carta y volvió…
—¿Sabe usted a qué hora regresó?
Geronimo frunció el entrecejo.
—Vino cuando estaban dando las noticias.
—Entonces después de las seis.
—Sí, señor.
—¿Qué parte de las noticias estaban dando?
—No lo recuerdo, señor. Pero desde luego era anterior a los deportes, porque entonces cerramos la radio como de costumbre.
Sharpe sonrió a pesar suyo. Era un campo muy extenso. Sólo podían excluir a Nigel Chapman, Valerie Hobhouse y la señora Hubbard, lo cual representaba un interrogatorio largo y agotador. ¿Quiénes estuvieron en el salón? ¿Quiénes lo abandonaron? ¿Cuándo? ¿Quién podría responder de quién? Y a esto había que agregar que muchos estudiantes, sobre todo los asiáticos y africanos, eran poco precisos por naturaleza en cuanto a las horas, y por ello la tarea no resultaría precisamente envidiable.
Pero había que realizarla.
III
En la habitación de la señora Hubbard se respiraba un ambiente triste. La misma señora Hubbard, todavía con sus ropas de calle y su hermoso rostro tenso por la preocupación, se hallaba sentada en el sofá, y Sharpe y el sargento Cobb ante una mesita.
—Creo que telefoneó desde aquí —decía Sharpe—. Y a eso de las seis y ocho minutos varias personas entraron y salieron del salón, o por lo menos eso dicen… y nadie vio ni oyó que se utilizara el teléfono del recibidor. Claro que no puede fiarse mucho en sus palabras, pues la mayoría de ellos nunca miran el reloj, pero yo creo que debió entrar aquí para telefonear a la comisaría. Usted había salido, señora Hubbard, pero supongo que no cierra la puerta con llave…
La señora Hubbard meneó la cabeza.
—La señora Nicoletis la cerraba siempre, pero yo no…
—Bien; entonces, Patricia Lane viene aquí para telefonear excitada por su reciente descubrimiento, y mientras está hablando, se abre la puerta y alguien entra o se asoma. Patricia se asusta y cuelga. ¿Acaso porque reconoció en el intruso a la persona cuyo nombre estaba a punto de pronunciar? ¿O por mera precaución? Pueden ser las dos cosas. Yo me inclino por la primera suposición.
La señora Hubbard asintió con un gesto.
—Quienquiera que fuese pudo haberla seguido hasta aquí, y tal vez, después de estar escuchando detrás de la puerta, entró para impedir que Pat continuara.
—Y luego…
El rostro de Sharpe se ensombreció.
—Esa persona acompañó a Pat a su habitación charlando normalmente. Tal vez Patricia le acusara de haber cogido el bicarbonato, y quizás ella le diera explicación plausible.
La señora Hubbard preguntó extrañada:
—¿Por qué dice usted «ella»?
—¡Extraña cosa… un pronombre! Cuando encontramos el cadáver, Nigel Chapman dijo: «¡Mataré a quien haya sido! Le mataré». Observé que se refería a un hombre. Tal vez fuese porque asoció la idea de violencia a un hombre. O tal vez por tener alguna ligera sospecha que señale a un hombre, a un hombre en particular. Si se trata de esto último debemos averiguar cuáles fueron sus razones para pensar así. En cambio yo me he inclinado desde el primer momento por una mujer.