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—¿Por qué?

—Por lo siguiente. Alguien entró con Patricia en su habitación… alguien con quien ella se sentía tranquila, y eso indica a otra mujer. Los estudiantes no van a los dormitorios de las señoritas a no ser por alguna razón especial. ¿No es así, señora Hubbard?

—Sí. No es que sea una regla estricta, pero por lo general se cumple.

—El otro lado de la casa está separado de éste, excepto en la planta baja, y dando por supuesto que la conversación entre Nigel y Pat fuese oída, con toda probabilidad debió ser una mujer quien la oyera.

—Sí, comprendo lo que quiere decir. Y algunas parecen pasarse la mitad del tiempo escuchando tras el ojo de la cerradura.

Y enrojeciendo agregó a modo de disculpa:

—Eso es algo demasiado duro. En realidad, aunque estas casas están sólidamente construidas, han sido divididas con nuevos tabiques delgados como el papel, y no puede evitarse el oír a través de ellos. Debo admitir que a Jean le gusta mucho curiosear. Y desde luego, cuando Geneviéve oyó que Nigel le decía a Pat que su padre había asesinado a su madre, se excitó su curiosidad y escuchó lo que pudo.

El inspector asintió. Ya había oído las declaraciones de Sally Finch, Jean Tomlinson y Geneviéve.

—¿Quiénes ocupan las habitaciones contiguas a las de Patricia? —quiso saber.

—Geneviéve está al lado… pero la pared es la de las originales. Elizabeth Johnston al otro lado, cerca de la escalera. Sólo las separa un tabique.

—La francesita oyó el final de su conversación. Sally Finch estuvo presente un poco antes, cuando fue a buscar el sello para su carta. Pero el hecho de que las dos jóvenes estuvieran allí excluye automáticamente la posibilidad de que alguien más estuviera escuchando, excepto durante un período de tiempo muy reducido. Siempre con la excepción de Elizabeth Johnston, que pudo haberlo oído a través del tabique divisorio, de haber estado en su habitación, pero parece ser que ya estaba en el salón cuando Sally Finch salió a echar la carta.

—¿Y permaneció allí todo el tiempo?

—No, subió poco después en busca de un libro que había olvidado. Y como de costumbre, nadie puede precisar cuándo.

—Pudo ser cualquiera —replicó la señora Hubbard, desalentada.

—Según sus declaraciones sí pero tenemos alguna otra prueba.

Y sacó de su bolsillo un papelito doblado.

—¿Qué es eso? —preguntó la señora Hubbard.

Sharpe sonrió.

—Un par de cabellos… que cogí de entre los dedos de Patricia Lane.

—Quiere decir que…

Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo el inspector.

La puerta se abrió dando paso a Akibombo, que llegaba sonriente.

—¿Me permite? —dijo.

El inspector Sharpe le replicó impaciente:

—Sí, señor… eh… hum… ¿qué desea?

—Vengo a declarar algo de suma importancia y que puede ayudar a esclarecer este triste y trágico suceso.

Capítulo XVIII

Bien, señor Akibombo —dijo el inspector Sharpe, resignado—; oigamos de qué se trata.

Se le había ofrecido una silla y Akibombo estaba frente a los demás, que le miraban con gran atención.

—Gracias. ¿Empiezo ya?

—Sí, por favor.

—Pues algunas veces me siento indispuesto.

—Oh.

—Tengo el estómago delicado. Eso es lo que dice la señorita Sally, pero no es que esté realmente enfermo, y no tengo vómitos.

El inspector Sharpe pudo contenerse a duras penas mientras Akibombo iba dando detalles de su dolencia.

—Sí, sí —le dijo—. Lo lamento mucho, se lo aseguro, pero usted deseaba decirnos…

—Tal vez sea debido al cambio de alimentación. Me siento repleto. —Y el señor Akibombo indicó exactamente el lugar—. Yo creo que no como suficiente carne y demasiados carbohidratos.

—Carbohidratos —le corrigió el inspector mecánicamente—. Pero no comprendo…

—Algunas veces tomo una píldora, o un poco de magnesia y otros polvos estomacales. No tiene importancia el que sea… el caso es que me hace expulsar el aire… así. —Y Akibombo largó un gran eructo—. Después —sonrió con aire seráfico—, me siento mucho mejor, muchísimo mejor.

El rostro del inspector se iba congestionando y la señora Hubbard, dijo en tono autoritario:

—Lo comprendemos perfectamente. Ahora pasemos a lo que importa.

—Sí, desde luego. Bien, como digo, esto me sucedió a principios de la semana pasada, no recuerdo exactamente qué día. Los macarrones estaban muy buenos, comí muchos y luego me sentí muy mal. Quise trabajar para mi profesor, pero me resultaba difícil pensar con esta pesadez aquí. —Y de nuevo Akibombo indicó el punto exacto—. Era después de cenar y en el salón estábamos sólo Elizabeth y yo, y le pregunté: «¿Tiene un poco de bicarbonato, o polvos estomacales? He terminado los míos», y ella respondió: «No. Pero he visto un poco en el cajón de Pat cuando fui a devolverle un pañuelo que le pedí prestado. Iré a buscártelo —me dijo—. A Pat no le importará». Así que subió, regresando con un frasco de bicarbonato sódico. Quedaba muy poco, sólo el fondo de la botella, que estaba casi vacía. Le di las gracias y fui con el frasco al lavabo; vertí casi todo el que quedaba, casi una cucharadita de café llena, en un poco de agua, y después de revolverlo lo bebí.

—¿Una cucharada? ¡Una cucharada! ¡Cielo santo…! ¿Qué hizo?

El inspector le miraba fascinado, el sargento Cobb se inclinó hacia delante con expresión de asombro. La señora Hubbard, murmuró entre dientes.

—¡Rasputín!

—¿Se tragó una cucharadita de morfina?

—Naturalmente, yo creí que era bicarbonato.

—¡Sí, sí, lo que no comprendo es que esté ahora aquí sentado!

—Y luego me puse realmente enfermo. No sentía aquella opresión de antes, sino un dolor… un dolor agudo en el estómago.

—¡No sé cómo no está muerto!

—Como Rasputín —replicó la señora Hubbard—. Le daban veneno y más veneno, en grandes cantidades, y no conseguían matarle.

Akibombo se dispuso a continuar.

—De modo que al día siguiente, cuando me sentí mejor, llevé la botella con el poquitín de polvo que quedaba en ella a un farmacéutico para que me dijera qué era lo que había tomado y que tanto daño me hiciera…

—¿Sí?

—Me dijo que volviera más tarde, y cuando fui exclamó: «¡No es extraño! Esto no es bicarbonato, sino ácido… bórico. Se puede poner en los ojos, pero si se toma una cucharada es natural que se sienta enfermo».

—¡Ácido bórico! —El inspector le contempló estupefacto—. Pero, ¿cómo fue a parar a esa botella? ¿Qué le ocurrió a la morfina? —Gimió—. ¡Se habrá visto algo más descabellado!

—Y yo he estado pensando —continuó Akibombo.

El inspector volvió a gemir.

—¿Que usted ha estado pensando? —dijo—. ¿Y qué es lo que ha pensado?

—He estado, pensando en la señorita Celia y en cómo murió… y que alguien debió entrar en su habitación, después de su muerte para dejar la botella vacía de morfina y el pedazo de papel en que decía que se había suicidado…

Akibombo hizo una pequeña pausa y el inspector asintió.

—Y por eso me dije… ¿quién pudo hacerlo? Yo creo que para una de las señoritas hubiera sido fácil, pero para un hombre no tanto, ya que hubiera tenido que bajar la escalera de nuestra casa y subir por otra, y cualquiera pudo despertarse y verle u oírle. De modo que me puse a pensar de nuevo, y me dije: supongamos que fuese alguno de los de nuestra casa, pero que tuviera la habitación contigua a la de la señorita Celia… sólo que ella está en casa, ¿comprende? En la habitación de él hay un balcón, y en la de ella también, y es probable que ella durmiera con el balcón abierto, como medida higiénica. Así que siendo fuerte y atlético, pudo saltar hasta su habitación.