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—Y aún quedan otras dos cosas…: una mochila, hecha pedazos y una bufanda de seda en el mismo estado. Aquí tenemos algo que no denota vanidad, ni provecho… sino una venganza deliberada. ¿De quién era la mochila?

—Casi todos los estudiantes la tienen… todos van a menudo de excursión, ya sabe. Y la mayoría de mochilas son iguales, y compradas en el mismo sitio; de modo que resulta difícil distinguirlas; pero parece casi seguro que ésta pertenecía a Leonard Bateson o a Colin Macnabb.

—Y la bufanda que también apareció hecha tiras, ¿de quién era?

—De Valerie Hobhouse. Se la regalaron por Navidad. Era de color verde esmeralda y de muy buena clase.

—De la señorita Hobhouse… ya.

Poirot cerró los ojos. Lo que veía mentalmente era ni más ni menos que un calidoscopio. Trozos de bufandas y mochilas, libros de cocina, lápiz para labios, sales de baño y nombres y caricaturas de extraños estudiantes. Todo sin conexión ni forma. Incidentes sin ilación y personas girando en el espacio. Pero Poirot sabía muy bien que en alguna parte y de algún modo debía formarse un dibujo ordenado. O tal vez varios. Cada vez que uno mueve un calidoscopio obtiene un dibujo distinto… y uno de ellos sería el acertado. Lo difícil era por dónde empezar.

Abrió los ojos.

—Es un asunto que requiere reflexión. De veras. Mucha reflexión.

—Oh, estoy segura de ello, señor Poirot —asintió la señora Hubbard muy seria—. Y no quisiera molestarle…

—No me molesta. Estoy extrañado. Pero mientras reflexiono podemos empezar por el lado práctico. Por el zapato… sí, podemos empezar por ahí, señorita Lemon.

—¿Diga, señor Poirot? —La señorita Lemon dejó a un lado sus sistemas de archivo y fue automáticamente en busca de una libreta de notas y un lápiz.

—Quizá la señora Hubbard pueda recuperar el zapato desaparecido. Pregunte en el puesto de policía de la calle Baker, en la estación de objetos perdidos. ¿Cuándo desapareció…?

La señora Hubbard reflexionó unos instantes.

—Pues, no puedo recordarlo exactamente, señor Poirot. Tal vez hará unos dos meses. No puedo precisarlo. Pero quizá Sally recuerde la fecha de la fiesta.

—Sí. Bueno… —se volvió de nuevo a la señorita Lemon.

—No es necesario que precise. Diga que olvidó el zapato en un tren «Inner Circle»… que es lo más probable…, pero que también pudo ser en cualquier otro tren. O tal vez en un autobús. ¿Cuántos hay en los alrededores de la calle Hickory?

—Sólo dos, señor Poirot.

—Bien. Si no obtiene ningún resultado en la calle Baker, pruebe en Scotland Yard y diga que se lo dejó olvidado en un taxi.

—Lambeth —le corrigió la señorita Lemon.

Poirot alzó la mano.

—Usted siempre sabe estas cosas.

—¿Pero por qué cree usted…? —comenzó a decir la señora Hubbard, mas Poirot la interrumpió.

—Primero veamos qué resultados obtenemos. Entonces, si son negativos o positivos, usted y yo, señora Hubbard, volveremos a cambiar impresiones, y me dirá todas esas cosas que es necesario que yo sepa.

—Creo que ya le he dicho todo lo que sé.

—No, no. No estoy de acuerdo. Aquí tenemos reunidos a varios jóvenes de distintos temperamentos y sexos. A ama a B, pero B quiere a C, D y E se odian tal vez por causa de A. Es eso lo que necesito saber. El estado anímico de cada uno. Sus peleas, celos, amistades, odios y resentimientos.

—Estoy segura —explicó la señora Hubbard, molesta— que no sé nada de eso. Yo no me meto en nada. Me limito a dirigir la pensión, la despensa y nada más.

—Pero a usted le interesan las personas. Le agradan los jóvenes, y aceptó este trabajo, no porque le interesara económicamente, sino porque la ponía en contacto con problemas humanos. Debe de haber algunos estudiantes que le sean simpáticos y otros que no le agraden tanto, o tal vez nada. Debe decírmelo… sí. ¡Tiene que decírmelo! Usted está preocupada… y no por lo que ha ocurrido… puesto que podría haber dado parte a la policía.

—Le aseguro que a la señora Nicoletis no le agradaría ver a la policía en su casa.

Poirot continuó, sin hacer caso de la interrupción.

—No, usted está preocupada por alguien… que usted cree puede haber sido responsable o por lo menos estar mezclado en esto. Y, por consiguiente, alguien a quien usted aprecia.

—Es cierto, señor Poirot.

—Sí, lo es. Y creo que hace bien en preocuparse. Porque lo de la bufanda hecha trizas no es agradable. Ni lo de la mochila. En cuanto al resto, parece infantil… y no obstante… no estoy seguro. No. ¡No tengo la menor certeza!

Capítulo III

La señora Hubbard subió apresuradamente la escalera e introdujo el llavín en la cerradura de la puerta. En cuanto hubo abierto, un joven pelirrojo subió corriendo tras ella.

—Hola, Ma —le dijo, ya que era así como Len Bateson solía dirigirse a ella. Era un individuo simpático con acento londinense, libre de todo complejo de inferioridad—. ¿Ha estado callejeando?

—He salido a tomar el té, señor Bateson. No me entretenga ahora. Ya hablaremos.

—Hoy he disecado un cadáver magnífico —explicó Len—. ¡Despachurrado!

—No digas esas cosas tan horribles, muchacho. ¡Un cadáver magnífico! ¡Sólo de pensarlo me da náuseas!

Len Bateson rió de buena gana.

—Pues mire que a Celia… —dijo—. Fui al dispensario y le dije: «He venido a hablarte de un cadáver», y se puso tan blanca como la cera y creí que iba a desmayarse; ¿qué le parece eso, Mamá Hubbard?

—Que no me extraña. ¡Qué ocurrencia! Celia pensaría probablemente que se trataba de un cadáver auténtico.

—¿Qué quiere decir… auténtico? ¿Cómo se cree que son los nuestros? ¿Sintéticos?

Un joven delgado de cabellos largos y descuidados salió de una de las habitaciones de la derecha y dijo en tono irascible:

—¡Oh, son ustedes! Creí que al menos había un pelotón de hombres. La voz es de un solo hombre, pero el volumen de las de diez reunidos.

—Espero no haberte alterado los nervios…

—No más que de costumbre —dijo Nigel Chapman volviendo a entrar en la habitación.

—Nuestra flor delicada —dijo Len.

—Vamos, no se peleen —exclamó la señora Hubbard—. Buen humor, eso es lo que me gusta, y un poquito de buena voluntad.

El hombretón le miró con afecto.

—No me importa nuestro Nigel, Ma —replicó.

Una joven que en aquellos momentos bajaba la escalera, anunció:

—Señora Hubbard, la señora Nicoletis está en su habitación y dijo que deseaba verla en cuanto llegara.

La señora Hubbard se dispuso a subir la escalera con un suspiro, y la joven alta y morena que le diera el recado se apresuró a dejarle paso.

Len Bateson, quitándose la gabardina, le preguntó:

—¿Qué ocurre, Valerie? ¿Quejas de nuestro comportamiento que van a ir a parar a oídos de Mamá Hubbard a su debido tiempo?

La joven acabó de bajar la cabeza.

—Esta casa cada día se parece más a un manicomio —dijo por encima de su hombro, al entrar en la habitación de la derecha. Se movía con la gracia indolente de las maniquíes profesionales.

El número veintiséis de la calle Hickory correspondía en realidad a dos casas, la veinticuatro y la veintiséis unidas. Las dos plantas bajas fueron unificadas, de modo que había un gran salón de visitas y un comedor enorme en dicha planta, así como dos salitas de espera y un pequeño despacho en la parte de atrás en la casa. Dos escaleras distintas conducían a los pisos superiores, que permanecían separados. Las señoritas ocupaban los dormitorios de la parte derecha de la casa y los muchachos la correspondiente al número veinticuatro.

La señora Hubbard subió la escalera desabrochándose el cuello de su chaqueta, y suspirando de nuevo tomó la dirección del dormitorio de la señora Nicoletis.