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—Sí. He cuidado de todos sus asuntos legales desde que era joven. Fue un hombre muy inteligente, Poirot… y con un cerebro excepcional.

—Anunciaron su muerte ayer a las seis, cuando radian las noticias.

—Sí. El funeral será el viernes. Llevaba enfermo algún tiempo… tenía un tumor maligno, según creo.

—¿Y lady Stanley falleció años atrás?

Los ojos inteligentes del abogado miraron, curiosos, a Hercules Poirot.

—¿De qué murió?

El abogado replicó en el acto:

—Por haber ingerido una dosis excesiva de soporífero. Creo que de veronal.

—¿Se abrió una investigación?

—Sí. Y el veredicto fue que lo tomó accidentalmente.

—¿Y fue así?

El señor Endicott guardó silencio unos instantes.

—No quiero molestarle —dijo—. Y no tengo la menor duda de que tendrá usted sus razones para preguntarlo. Tengo entendido que el veronal es una droga muy peligrosa, ya que no existe gran margen entre una dosis efectiva y otra mortal. Si el enfermo se olvida de que ya ha tomado una dosis y toma otra… bueno, el resultado puede ser fatal e inevitable.

Poirot asintió.

—¿Y eso es lo que ocurrió?

—Es de suponer. No hubo el menor indicio de que pudiera tratarse de un suicidio ni ella tenía tendencias suicidas.

—¿Y no se insinuó… otra cosa?

De nuevo Poirot percibió aquella mirada inquisidora.

—Su esposo declaró.

—¿Y qué dijo?

—Puso de relieve que algunas veces ella se confundía después de tomar la dosis y pedía otra.

—¿Mentía?

—Vaya, Poirot, qué pregunta tan atroz. ¿Por qué supone usted que yo voy a saberlo?

Poirot sonrió. Aquel intento de mostrarse ofendido no le engañaba.

—Insinúo sencillamente lo que usted sabe muy bien, amigo mío. Pero de momento no voy a violentarle preguntándole lo que sabe. En vez de eso le pediré su opinión. La opinión de un hombre acerca de otro. ¿Arthur Stanley era de esos hombres capaces de deshacerse de su esposa si hubiese deseado casarse con otra?

El señor Endicott dio un respingo como si le hubieran golpeado con un látigo.

—Esto es absurdo —replicó indignado—. Completamente absurdo. Y no había otra mujer. Stanley fue siempre fiel a su esposa.

—Sí —repuso Poirot—. Eso es lo que yo pensaba. Y ahora… pasaré a exponerle el motivo de mi visita. Usted es el abogado que redactó el testamento de Arthur Stanley. Y tal vez sea además su albacea.

—Lo soy.

—Arthur Stanley tenía un hijo… y este hijo se peleó con él cuando la muerte de su madre y se marchó de su casa. Incluso llegó hasta el extremo de cambiarse el nombre.

—Eso, hasta este momento, lo ignoraba. ¿Cómo se hace llamar ahora?

—Ya llegaremos a eso. Antes voy a hacerle una sugerencia. Si estoy en lo cierto tal vez usted lo admita. Arthur Stanley le dejó a usted una carta sellada para que después de, su muerte fuera abierta en ciertas condiciones.

—¡La verdad, señor Poirot! En la Edad Media sin duda le hubieran quemado en la hoguera. ¡Cómo es posible que sepa tantas cosas!

—Entonces, ¿estoy en lo cierto? Yo creo que en esta carta se ofrecen dos alternativas… destruir su contenido… o emprender cierta acción.

Hizo una pausa y el abogado no habló.

—¡Bon Dieu! —dijo Poirot alarmado—. No habrá usted destruido ya…

Se interrumpió con un suspiro de alivio al ver que el señor Endicott negaba con la cabeza.

—Nunca obramos con precipitación —dijo en tono de reproche—. Tengo que hacer muchas averiguaciones… para quedar plenamente satisfecho… —Hizo una pausa—. Este asunto —dijo en tono severo— es altamente confidencial… Incluso para usted, Poirot…

—¿Y si yo le ofreciera un buen motivo para que hablase sin temores?

—Allá usted. Yo no concibo que sepa usted nada del asunto que estamos discutiendo.

—Yo no lo sé… por eso trato de adivinarlo. Si lo que imagino es cierto…

—Es muy probable que acierte —replicó el señor Endicott alzando una mano.

Poirot aspiró con fuerza.

—Muy bien. Yo imagino que sus instrucciones fueron las siguientes: muerto sir Arthur, usted debía buscar a su hijo Nigel para cerciorarse de que vivía, de cómo vivía, y si estaba o no asociado a alguna actividad criminal.

Esta vez la calma del señor Endicott sufrió un rudo sobresalto, que le hizo lanzar una exclamación ahogada.

—Puesto que parece tener pleno conocimiento de los hechos, voy a decirle lo que desea saber. Me refiero que habrá tropezado con el joven Nigel durante el curso de sus actividades profesionales. ¿Qué es lo que ha estado haciendo ahora ese diablo?

—Yo creo que la historia es la siguiente. Después de abandonar su casa cambió de nombre diciendo a todo el mundo que tenía que hacerlo para cumplir la condición de un testamento. Luego se unió a algunas personas que dirigían una banda de contrabandistas… de drogas y joyas. Creo que debido a su intervención la banda adquirió su forma final… inteligente, en la que se utilizaba a estudiantes inocentes y bona fide. Todo iba dirigido por dos personas: Nigel Chapman, como se llama ahora, y una joven llamada Valerie Hobhouse, quien, según creo, le introdujo en el negocio del contrabando. Era un plan particular y trabajaban sobre una comisión base… pero inmensamente provechosa. Los géneros tenían que ser de tamaño reducido, pero las piedras preciosas que valen miles de libras ocupan muy poco espacio, así como los narcóticos. Todo fue bien hasta que ocurrió una de esas casualidades imprevistas. Un policía fue en cierta ocasión a una Residencia para investigar acerca de un asesinato cometido cerca de Cambridge. Yo creo que usted conoce la razón de por qué le produjo tanto pánico a Nigel la noticia… pensó que le buscaban a él, y quitó algunas bombillas para que la luz fuera escasa y también, presa de pánico, llevó una mochila al patio posterior y luego de hacerla trizas la arrojó detrás de la caldera de la calefacción, por temor a que hubieran encontrado huellas de las drogas que contuviera su doble fondo.

»Su temor era infundado… ya que la policía se limitó a hacer varias preguntas acerca de un estudiante euroasiático; pero una de las jóvenes se había asomado al balcón por casualidad y le vio destruir la mochila. Aquello no representó de momento su sentencia de muerte. En vez de eso se organizó un plan de inteligencia y se la indujo a realizar algunas acciones tontas que habrían de colocarla en una posición odiosa… pero llegaron demasiado lejos. Me avisaron a mí, y yo les aconsejé que dieran parte a la policía. La joven perdió la cabeza y confesó… es decir… confesó las cosas que ella había hecho, pero creo que fue a ver a Nigel apremiándole para que confesara lo de la mochila y el haber vertido la tinta sobre los apuntes de otro compañero estudiante. Ni el joven Nigel ni su cómplice deseaban que se fijara la atención en la mochila… ya que su plan de campaña quedaría arruinado. Además, Celia, la muchacha en cuestión, tenía otros conocimientos peligrosos que reveló la noche que yo cené allí. Ella sabía quién era Nigel Chapman en realidad.

—Pero seguramente… —el señor Endicott frunció el entrecejo.

—Nigel se había trasladado de un mundo a otro. Los antiguos amigos que encontrase podrían saber que ahora se hacía llamar Chapman, pero ignoraban sus actividades. En la residencia nadie sabía que su verdadero nombre era Stanley… pero de pronto Celia reveló que le conocía bajo sus dos aspectos. Sabía también que Valerie Hobhouse había marchado al extranjero con pasaporte falso, por lo menos en una ocasión. En resumen: sabía demasiado. La noche siguiente salió para reunirse con él fuera de la Residencia, y Nigel le hizo beber un café en el que había morfina. Celia murió mientras dormía, y él lo arregló todo para que pareciese suicidio.

El señor Endicott se removió inquieto; una expresión de profundo pesar iba apareciendo en su rostro en tanto murmuraba algo entre dientes.