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—Tendré que hacer muchas preguntas. Siento mucho, Elizabeth, que en esta casa haya ocurrido una cosa así y sólo puedo decirle que haré cuanto pueda para que todo quede aclarado.

—Gracias, señora Hubbard. Ya han ocurrido… otras cosas, ¿no es cierto?

—Sí, es… sí.

La señora Hubbard salió de la habitación y se dirigió hacia la escalera, pero se detuvo de pronto y en vez de bajar, fue hasta el extremo del pasillo y llamó a la puerta de la señorita Sally Finch, quien desde dentro la invitó a entrar.

El dormitorio era agradable y Sally Finch, una alegre pelirroja, muy simpática.

Estaba escribiendo y la miró sonriente. Le ofreció una caja de bombones abierta y dijo con voz clara:

—Bombones de casa. Coma algunos.

—Gracias, Sally, pero ahora no. Estoy muy disgustada. —Respiró—. ¿Se ha enterado de lo que le ha ocurrido a Elizabeth Johnston?

—¿Qué le ha sucedido a la Negra Bess?

El apodo era un apelativo cariñoso que había sido aceptado por la propia interesada.

La señora Hubbard le refirió lo ocurrido y Sally dio muestras de furor compasivo.

—Esto es una mezquindad. No creí que nadie fuera capaz de hacer una cosa así a nuestra Bess. Todos la apreciamos. Es tranquila y no se mete en nada, ni se la ve mucho, pero estoy segura de que nadie la odia.

—Es lo que yo hubiera dicho.

—Bueno… esto concuerda con las otras cosas. Por eso…

—¿Por eso, qué? —preguntó la señora Hubbard cuando la joven se detuvo bruscamente.

Sally repuso despacio:

—Por eso voy a marcharme. ¿No se lo ha dicho la señora Nicoletis?

—Sí. Y está muy angustiada. Al parecer no cree que le haya dicho usted la verdadera razón.

—Desde luego que no lo hice. No quise que se disgustase. Ya sabe usted cómo es. Pero ése es el verdadero motivo. No me agrada lo que está ocurriendo aquí. Fue muy extraña la pérdida de mi zapato, y luego lo de la bufanda de Valerie y la mochila de Len… no es como si desapareciesen cosas… al fin y al cabo eso puede ocurrir siempre… no es agradable, pero sí normal… pero esto otro, no. —Hizo una breve pausa sonriendo y luego hizo una mueca—. Akibombo está asustado. Siempre se muestra muy superior y civilizado… pero existe todavía mucha superstición en el África Occidental y él la lleva en la sangre.

—¡Bah! —exclamó la señora Hubbard, enojada—. No aguanto las supersticiones. Son cosas de seres vulgares que se ponen en ridículo. Eso es todo.

La boca de Sally se curvó en una sonrisa gatuna.

—Usted ha acentuado lo de vulgar —dijo—. Pero yo tengo el presentimiento de que en esta casa hay una persona que no es nada vulgar.

La señora Hubbard bajó la escalera y entró en el salón de visita que los estudiantes tenían en la planta baja y en el que se hallaban cuatro personas. Valerie Hobhouse, tumbada en un sofá con sus elegantes y finos pies colocados sobre uno de los brazos; Nigel Chapman, sentado ante una mesa con un gran libro abierto; Patricia Lane, apoyada contra la repisa de la chimenea, y una joven con impermeable que acababa de llegar y se estaba quitando un gorrito de lana cuando entró la señora Hubbard. Era una jovencita gordezuela y rubia, de ojos castaños muy separados y cuya boca estaba casi siempre entreabierta, dando la impresión de que su poseedora vivía en un perpetuo asombro.

Valerie, quitándose el cigarrillo de la boca, dijo con voz lánguida:

—Hola, Ma. ¡Ya le ha administrado algún calmante a esa vieja endemoniada, nuestra respetable propietaria!

Patricia Lane preguntó:

—¿Es que quería guerra?

—¡Y de qué modo! —rió Valerie.

—Ha ocurrido algo muy desagradable —anunció la señora Hubbard—. Nigel, quiero que usted me ayude.

—¿Yo, señora? —Nigel la miró cerrando su libro, y su rostro delgado y malicioso se iluminó de pronto con una sonrisa dulce y picaresca—. ¿Qué es lo que le he hecho?

—Espero que nada —replicó la señora Hubbard—. Pero han derramado tinta deliberadamente y con toda mala intención sobre los apuntes de Elizabeth Johnston, y esa tinta es verde. Usted escribe con tinta de ese mismo color, Nigel.

Él la contempló mientras su sonrisa iba desapareciendo.

—Sí, yo utilizo tinta verde.

—Es horrible —dijo Patricia—. Me gustaría que no la emplearas, Nigel. Siempre he dicho que te afectaba considerablemente.

—Me gusta que me afecte —dijo Nigel—. Sería mejor aún la tinta violeta. Trataré de conseguirla. Pero, ¿habla usted en serio, Ma? Me refiero al sabotaje.

—Sí, hablo en serio. ¿Lo hizo usted, Nigel?

—No, claro que no. Me gusta molestar a la gente, como ya sabe usted, pero nunca haría una cosa tan sucia como ésa… y menos a la Negra Bess, que no se mete en nada y podría servir de ejemplo a algunas personas que no menciono. ¿Dónde está mi tinta? Ayer noche recuerdo que llené mi pluma, y suelo guardarla en ese estante de ahí —y levantándose atravesó la habitación—. Tiene usted razón. Está casi vacía, y debiera estar prácticamente llena.

La jovencita del impermeable contuvo el aliento.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Oh, Dios mío!, no me gusta…

Nigel se volvió hacia ella con aire acusador.

—¿Tienes alguna coartada, Celia?

—Yo no he sido. De verdad. Además he estado todo el día en el hospital. No pude…

—Vamos, Nigel —intervino la señorita Hubbard. No moleste a Celia.

Patria Lane dijo irritada.

—No veo por qué Nigel ha de ser sospechoso sólo porque haya utilizado su tinta…

—Tienes razón, querida —dijo Valerie felinamente—, defiéndele… y defiéndete.

—Pero es tan injusto…

—De verdad que no tengo nada que ver con esto —protestó Celia con energía.

—Nadie dice que lo hicieras tú, pequeña —replicó Valerie, impaciente—. De todas formas —sus ojos se fijaron en los de la señora Hubbard—, todo esto ya pasa de ser una broma, y habrá que hacer algo.

—Sí, hay que hacer algo —dijo la señora Hubbard.

Capítulo IV

—Aquí tiene, señor Poirot.

La señorita Lemon depositó un pequeño paquete pardo ante el detective. Él le quitó el papel y contempló un plateado zapato de noche.

—Estaba en la calle Baker, como usted dijo.

—Eso nos ha evitado molestias —replicó Poirot—. Y también confirma mis ideas.

—Cierto —dijo la señorita Lemon, que no era nada curiosa por naturaleza. Pero, sin embargo, era muy susceptible a los derechos y exigencias de los afectos personales.

—Si no le causa demasiada molestia, señor Poirot, me permito notificarle que he recibido una carta de mi hermana. Ha habido algunos acontecimientos.

—¿Puedo leerla?

Ella se la entregó y el detective, después de haberla leído, dijo a la señorita Lemon que llamara a su hermana por teléfono; y cuando aquélla le indicó que había conseguido la comunicación, Poirot se puso al aparato.

—¿Señora Hubbard?

—Oh, sí, señor Poirot. Ha sido usted muy amable al llamarme tan pronto. En realidad estaba muy…

Poirot la interrumpió:

—¿Desde dónde me habla?

—Pues… desde la calle Hickory, desde luego. Oh, ya sé lo que quiere decir. Estoy en mi saloncito particular.

—¿Hay alguna otra línea?

—Es ésta. El teléfono principal está abajo, en el recibidor.

—¿Hay alguien en la casa que pueda escuchar?

—Todos los estudiantes están fuera a esta hora, y la cocinera ha salido a comprar. Geronimo, su marido, entiende apenas el inglés. Hay una mujer limpiando, pero es sorda y estoy segura de que no va a entretenerse en escuchar lo que hablamos.

—Muy bien; entonces, puedo hablar con libertad. ¿Por casualidad dan ustedes conferencias, o pasan películas por las noches? ¿O alguna otra clase de entretenimientos?

—Tenemos alguna conferencia de vez en cuando. La señorita Baltrout, la exploradora, vino no hace mucho con sus vistas de paisajes en color. Y recibimos una llamada de las Misiones del Lejano Oriente, aunque me temo que la mayoría de estudiantes salieron aquella noche.