—Ah. Entonces esta noche anuncie que Hercules Poirot, el jefe de su hermana, atendiendo a sus ruegos, acudirá para exponerles algunos de sus casos más interesantes.
—Es usted muy amable. Pero, ¿usted cree…?
—No es cuestión de creer o no creer… ¡Estoy seguro!
Aquella noche, los estudiantes, al entrar en el salón, encontraron una nota en la pizarra de anuncios que estaba detrás de la puerta.
Monsieur Hercules Poirot, el célebre detective particular, ha tenido la gentileza de acceder a dar una charla esta noche sobre la teoría y práctica de detectivismo efectivo, en la que presentará algunos casos de criminales famosos.
Los estudiantes, a medida que iban regresando, hacían sus comentarios.
«¿Quién es ese detective?» «Nunca le oí nombrar».
«¡Oh!, yo sí».
«Hubo un hombre condenado a muerte por el asesinato de una mujer de las que van a limpiar a las casas y este detective le libertó en el último momento, descubriendo al verdadero culpable». «Yo no lo recuerdo». «Creo que será divertido». «A mí no es que me atraiga eso, pero no niego que debe resultar interesante poder interrogar a un hombre que ha estado relacionado tan de cerca con delincuentes».
La cena fue servida a las siete y media y casi todos los estudiantes estaban ya sentados cuando la señora Hubbard bajó de un saloncito, donde se le había servido una copa de jerez al distinguido invitado, seguida de un hombrecillo de corta estatura, sospechosos cabellos negros, y un bigote de proporciones extraordinarias que retorcía con aire satisfecho.
—Éstos son algunos de nuestros estudiantes, señor Poirot. Les presento al señor Poirot, que va a tener la gentileza de hablar para ustedes después de la cena.
Se cambiaron saludos y Poirot se sentó al lado de la señora Hubbard, absorbiéndose en la tarea de no manchar su bigote con la excelente minestrone que fue servida por un activo criado italiano, portador de una enorme sopera, que depositó encima de una mesita auxiliar.
Luego siguió un plato caliente de spaghetti, y albóndigas, y fue entonces cuando una joven sentada a la derecha de Poirot le dirigió la palabra tímidamente.
—¿De veras trabaja para usted la hermana de la señora Hubbard?
Poirot se volvió hacia ella.
—Pues sí. La señorita Lemon es mi secretaria desde hace muchos años. Es la mujer más servicial que conozco, y algunas veces la temo.
—Oh, ya. Me preguntaba…
—¿Qué es lo que se preguntaba, mademoiselle?
Y le sonrió con aire paternal en tanto que mentalmente iba tomando notas.
«Bonita, preocupada, de mentalidad no muy rápida, asustadiza…»
—¿Puedo saber su nombre y lo que estudia? —le preguntó.
—Me llamo Celia Austin, y no estudio. Trabajo en el dispensario del Hospital de Santa Catalina.
—Ah, ¿y resulta interesante su trabajo?
—Pues… no sé… tal vez sí. —Parecía poco convencida.
—¿Y de los de aquí? ¿Podría decirme algo de ellos? Tenía entendido que ésta era una Residencia para Estudiantes Extranjeros; pero la mayoría parecen ingleses.
—Algunos de los extranjeros no están ahora aquí. El señor Chandra Lal y el señor Gopal Ram… son indios… y la señorita Reinjeer, alemana… y el señor Achmed Alí, que es de nacionalidad egipcia y a quien le agrada extraordinariamente la política.
—Y éstos, ¿quiénes son? Hábleme de ellos.
—Pues, sentado a la izquierda de la señorita Hubbard está Nigel Chapman. Un estudiante de Historia Medieval e Italiana en la Universidad de Londres. Luego sigue Patricia Lane, que está a su lado y lleva lentes. Piensa diplomarse en Arqueología. El pelirrojo es Len Bateson, futuro médico, y la joven morena es Valerie Hobhouse, que trabaja en un salón de belleza. A su lado se sienta Colin Macnabb… que está haciendo, un cursillo de psicología para doctorarse.
Hubo un ligero cambio de su voz al describir a Colin. Poirot la observó viendo que se había sonrojado, y se dijo para sus adentros:
«Vaya… está enamorada y no sabe disimularlo».
También observó que el joven Macnabb no la miraba nunca desde el otro lado de la mesa, y parecía muy enfrascado en la conversación que sostenía con una risueña jovencita pelirroja sentada junto a él.
—Es Sally Finch, Americana… vino aquí gracias una beca que ganó en Fullbright. Luego sigue Geneviéve Maricaud, que estudia inglés, igual que René Halle, que está a su lado. Esa rubia menuda es Jean Tomlinson… también trabaja en Santa Catalina. Es fisioterapeuta. El negro es Akibombo… vino del África Occidental y es muy simpático. Luego sigue Elizabeth Johnston, es de Jamaica y estudia leyes, y junto a nosotros y a mi derecha hay dos estudiantes turcos que llegaron hace una semana. Apenas saben nada de inglés.
—Gracias. ¿Y se llevan bien entre ustedes, o tienen desavenencias?
La ligereza de su tono restó importancia a sus palabras.
—Oh, en realidad estamos demasiado ocupados para pelearnos —repuso Celia—, aunque…
—¿Aunque qué, señorita Austin?
—Pues que… Nigel… el que está al lado de la señora Hubbard, disfruta pinchando a la gente y haciéndoles enfadar. Y Len Bateson se enfada. Algunas veces se pone furioso, pero en realidad es muy simpático.
—¿Y Colin Macnabb… se enfada también?
—Oh, no. Colin se limita a enarcar las cejas e incluso le divierte.
—Ya. ¿Y las señoritas, se pelean?
—Oh, no, nos llevamos muy bien. Geneviéve se ofende algunas veces. Creo que los franceses son muy susceptibles… oh, quiero decir… Perdone… Celia era la viva imagen de la confusión.
—Yo soy belga —replicó Poirot con aire solemne, y continuó antes de que Celia recobrara el dominio de sí misma—: ¿Qué quiso decir, señorita Austin, cuando inquirió: «Me preguntaba»? ¿Qué es lo que se preguntaba usted?
—Oh… nada… nada de particular… sólo que hemos tenido algunas bromas tontas, últimamente… y pensé que la señora Hubbard… Pero en realidad es una tontería. No quise decir nada.
Poirot no insistió, y volviéndose hacia la señora Hubbard se enfrascó en una conversación en la que también tomó parte Nigel Chapman diciendo que el crimen era una forma del arte creativo… y que los enemigos de la sociedad eran los policías que ingresaban en el cuerpo sólo a causa de su secreto sadismo. A Poirot le divirtió observar que la joven de los lentes, de unos treinta y cinco años, que estaba a su lado trataba desesperadamente de explicar sus comentarios a medida que él los iba haciendo. Nigel, sin embargo, no le hizo el menor caso.
La señora Hubbard les miraba con benevolencia.
—Todos los jóvenes de hoy en día no piensan más que en política o en psicología —dijo—. En mi juventud éramos mucho más alegres. Bailábamos. Si enrollaran la alfombra de salón tendrían una buena pista, y podrían bailar con la música de la radio, pero nunca lo hacen.
Celia rió, diciendo cono algo de intención:
—Pero tú solías bailar, Nigel. Yo misma he bailado contigo una vez, aunque no espero que en este momento lo recuerdes.
—¿Qué tú has bailado conmigo? ——dijo Nigel con incredulidad—. ¿Dónde?
—En Cambridge… por Pascua.
—¡Oh, Pascua! —Nigel alejó de un manotazo las tonterías de su juventud—. Hay que pasar esa fase de la adolescencia, pero, gracias a Dios, eso termina pronto.
Nigel no tendría mucho más de veinticinco años y Poirot tuvo que esconder una sonrisa detrás de su distinguido bigote.
Patricia Lane dijo con ansiedad:
—Comprenda, señora Hubbard; ¡hay tanto que estudiar! Entre las conferencias y los apuntes no queda tiempo para nada que no tenga valor real.