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—Bueno, querida, sólo se es joven una vez —replicó la señora Hubbard.

Un pastel de chocolate siguió a los spaghetti y luego pasaron todos al salón, donde fue servido el café. Poirot se dispuso a hablar. Los dos turcos se excusaron cortésmente y los demás se sentaron en actitud expectante.

Poirot se puso en pie y habló con su aplomo acostumbrado. El sonido de su propia voz le resultaba siempre agradable, y por espacio de tres cuartos de hora estuvo disertando en tono brillante y divertido, recalcando las experiencias propias de un modo un tanto exagerado, pero agradable. Si quiso insinuar que era una especie de… charlatán… no se notó demasiado.

—Así que, como les digo —terminó—, me acuerdo de un fabricante de jabones que conocí en Lieja, que envenenaba poco a poco a su esposa para poder casarse con su rubia secretaria. Se lo insinué muy por encima, pero en el acto conseguí que reaccionara, y me entregó el dinero robado que yo acababa de recuperar para él. Se puso muy pálido y vi el terror reflejado en su rostro. «Entregaré este dinero a los pobres», le dije. «Haga, usted lo que quiera con él». Y entonces le anuncié muy significativamente: «Le aconsejo que ande con mucho cuidado, monsieur.» Asintió en silencio y al salir vi que se enjugaba la frente. Se había llevado un gran susto y yo… le había salvado la vida. Porque aunque esté trastornado por su rubia secretaria, ya no intentará envenenar a su esposa estúpida y antipática. Prevenir es mejor que curar; y nosotros deseamos prevenir los crímenes… y no esperar a que hayan sido cometidos.

E inclinándose extendió las manos.

—Bueno, ya les he aburrido bastante.

Los estudiantes aplaudieron con entusiasmo; Poirot se inclinó, y cuando ya iba a sentarse, Colin Macnabb, quitándose la pipa de entre los dientes, exclamó:

—¡Y ahora, tal vez quiera explicarnos para qué ha venido aquí en realidad!

Hubo un silencio expectante y luego Patricia dijo en tono de reproche:

—Colin.

—Bueno, todos nos lo figuramos, ¿no es cierto? —Miró en derredor suyo—. El señor Poirot nos ha dado una charla muy amena, pero no es a eso a lo que ha venido, sino a trabajar. ¿Usted cree realmente que no nos hemos dado cuenta, señor Poirot?

—Habla por ti mismo, Colin —dijo Sally.

—Pero es cierto, ¿no? —replicó el aludido.

Y de nuevo Poirot extendió sus manos en un gracioso gesto comprensivo.

—Admito que mi amable anfitriona me ha confiado ciertos sucesos que la han… preocupado —dijo.

Len Bateson se puso en pie con rostro sombrío y truculento.

—Oiga —exclamó—, ¿qué es todo esto? ¿Es que nos lo atribuye a nosotros?

—¿Ahora te das cuenta, Bateson? —preguntó Nigel en tono amable.

Celia, asustada, contuvo el aliento y dijo:

—¡Entonces tenía razón!

La señora Hubbard habló refiriéndose al particular, con decisión y autoridad.

—Yo le pedí al señor Poirot que nos diera una charla, pero también quería pedirle consejo acerca de algunas cosas que han ocurrido últimamente. Había que hacer algo y me pareció que la otra alternativa era… la policía.

Entonces se armó un gran alboroto. Geneviéve empezó a hablar acaloradamente en francés. «Era una vergüenza, un desastre, avisar a la policía». Y otras voces se unieron a la suya para apoyarla o contradecirla. Al fin la voz de Leonard Bateson se elevó por encima de las otras autoritariamente:

—Oigamos lo que dice el señor Poirot acerca de nuestro problema.

La señora Hubbard explicó:

—He contado al señor Poirot todo lo ocurrido. Si desea hacer alguna pregunta estoy segura de que ninguno de ustedes tendrá inconveniente en contestarla.

Poirot se inclinó cortésmente.

—Gracias. —Y con el aire de un malabarista sacó un par de zapatos de noche que entregó a Sally Finch.

—¿Son suyos… mademoiselle?

—Pues… sí… ¿los dos? ¿De dónde ha salido el que había desaparecido?

—Pues del Departamento de Objetos Perdidos del puesto de policía de la calle Baker.

—¿Pero qué le hizo pensar que pudiera estar allí, monsieur Poirot?

—Un simple proceso deductivo. Alguien coge un zapato de su habitación, mademoiselle. ¿Por qué? No será para ponérselo, ni para venderlo. Y puesto que la casa será registrada por todos para tratar de encontrarlo, el zapato debe salir de la casa o ser destruido. Pero no es tan sencillo destruir un zapato. Lo más fácil es tomar un tren o un autobús en las horas de más aglomeración y arrojarlo envuelto en un papel debajo de un asiento. Eso es lo que supuse y que resultó ser cierto… de modo que supe que pisaba terreno firme… el zapato fue robado, como dijo un poeta, «para fastidiar, porque sabe que eso molesta».

Valerie lanzó una breve carcajada.

—Esto te señala a ti con dedo infalible, querido Nigel.

—Tonterías —dijo Sally—. Nigel no cogió mi zapato.

—Claro que no —intervino Patricia enojada—. Es una idea absurda.

—Yo no la consideraría absurda —repuso Nigel—. Aunque yo no hice nada de eso… como no dudo que diremos todos.

Fue como si Poirot hubiera estado esperando aquellas precisas palabras. Sus ojos se posaron pensativos en el rostro enrojecido de Len Bateson y luego fueron observando a cada uno de los estudiantes.

—Mi posición es delicada —dijo al fin con un gesto—. Allí soy un huésped más. He venido atendiendo a una invitación de la señora Hubbard… a pasar una agradable velada, y eso es todo. Claro que además he devuelto un par de zapatos de noche a mademoiselle. En cuanto a lo demás… —hizo una pausa—. ¿Monsieur… Bateson?, sí, Bateson… me ha pedido que diera mi opinión acerca de este… problema. Pero sería una impertinencia por mi parte el hablar, a menos de ser invitado no por una sola persona, sino por todos ustedes.

Akibombo sacudió su negra y rizada cabeza en un gesto de vigoroso asentimiento.

—Ése es un procedimiento correcto, sí —dijo—. El verdadero procedimiento democrático es someter el caso a la votación de todos los presentes.

La voz dé Sally se alzó impaciente.

—Oh, no vale la pena —dijo—. Esto es una especie de reunión amistosa. Oigamos lo que nos aconseja el señor Poirot, sin más complicaciones.

—No puedo estar más de acuerdo contigo, Sally —replicó Nigel.

Poirot inclinó la cabeza.

—Muy bien —anunció—. Puesto que todos ustedes me lo piden, les diré que mi consejo es bien sencillo. La señora Hubbard… o mejor dicho, la señora Nicoletis… debiera llamar inmediatamente a la policía. No hay tiempo que perder.

Capítulo V

No cabe duda de que la declaración de Poirot fue inesperada. No originó protestas ni comentarios, pero sí fue seguida de un silencio repentino y molesto.

Aprovechando aquella parálisis momentánea, la señora Hubbard llevó al detective arriba a su saloncito particular, después de despedirse de todos con un correcto «Buenas noches».

La señora Hubbard encendió la luz, y tras cerrar la puerta rogó a monsieur Poirot que ocupara una butaca junto a la chimenea. Su rostro afable expresaba duda y ansiedad. Le ofreció un cigarrillo, que Poirot rehusó explicando que prefería los suyos, que a su vez le ofreció, mas ella le dijo distraída: «No fumo, señor Poirot».

Y luego, al sentarse frente a él, exclamó tras un momento de vacilación:

—Me parece que tiene usted razón, señor Poirot. Tal vez debiéramos avisar a la policía… especialmente después de lo de la tinta. Pero hubiese preferido que no lo dijera… de ese modo.

—Ah —repuso Poirot encendiendo uno de sus diminutos cigarrillos y contemplando las volutas de humo—. ¿Usted cree que debiera haber disimulado?

—Pues es consolador ser sincero y franco por encima de todas las cosas… Pero me parece que hubiera sido mejor mantenerlo en secreto, y avisar a un agente, a quien se lo hubiésemos explicado todo privadamente. Lo que quiero decir es que… quienquiera que haya estado haciendo esas estupideces… pues… ya está advertido.