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Momentos después, me encontraba precariamente instalad sobre las inclinadas tejas de la parte delantera de mi casa. Desde allí podría divisar no sólo la calle de abajo, sino también el Foro que estaba al otro lado, con sus templos y espacios públicos agrupados en el valle situado entre los montes Palatino y Capitolino. Justo debajo -de mí, la turba continuaba corriendo por la calle. Algunos iban en línea recta. Otros se dispersaban y cogían el atajo llamado la Rampa, que conduce hasta el

Foro y desemboca en un espacio estrecho entre la casa de las vestales y el templo de Cástor y Pólux. Algunos portaban palos y garrotes. Otros esgrimían dagas, desobedeciendo abiertamente la ley, que prohibía semejantes armas dentro de la ciudad. Y aunque ya era bastante avanzada la mañana, algunos portaban antorchas. Las llamas rompían y azotaban el frío aire.

La turba finalmente se redujo, pero no tardó en seguirla un grupo aún más amplio y lento de dolientes. Si aquello era un cortejo fúnebre, ciertamente era uno muy extraño. ¿Dónde estaban los enmascarados parodiando al hombre muerto para aliviar el ánimo? ¿Dónde estaban las efigies de cera de los antecesores del muerto, traídas de sus lugares de honor en el vestíbulo para presenciar su recorrido que le reuniría con ellos al otro lado? ¿Dónde estaban las plañideras que lloraban y se tiraban dé las enmarañadas greñas? De hecho, ¿dónde se podía ver allí a una mujer?

Pero había música (trompas lúgubres, flautas lloronas y panderetas estremecedoras, que hacían tal estrépito que me producía dentera). Y había un cuerpo: el cadáver de Clodio transportado en unas andas de madera festoneadas con tela negra. Seguía desnudo, salvo por el-taparrabo, y manchado y untado desangre coagulada.

Algunos dolientes se separaron para ir por la Rampa hasta el Foro, pero la procesión principal con el cadáver de Clodio prosiguió por la calle que pasaba delante de mi casa y que recorre la cresta del Palatino. Comprendí que hacían deliberadamente un lento circuito por la colina, pasando junto a las casas de los ricos y poderosos en una sombría procesión y haciendo que tanto amigos como enemigos echaran un último vistazo al hombre que había causado tanto trastorno a la ordenada vida de la república.

Unas casas más adelante, su recorrido les llevaría directamente ante la puerta- del hombre que había sido el enemigo más implacable de Clodio en el Senado yen los tribunales. Clodio se había convertido en el campeón de los humildes, de los soldados de a pie y de los libertos; contra el siempre había estado Cicerón, el leal portavoz de los que se llaman a sí mismos Optimates. El cortejo fúnebre parecía ir en orden, pero entre la muchedumbre que lo precedía se habían visto hombres con puñales y antorchas. Contuve el aliento preguntándome qué pasaría cuando alcanzaran la casa de Cicerón.

Cuando miré hacia la casa de Cicerón, comprendí que no era yo el único con tal aprensión; Casas y árboles intermedios me interceptaban la visión de la calle; pero de la propia casa pude distinguir claramente algunas ventanas con los postigos cerrados en la planta superior y una parte del tejado. Dos figuras había allí encaramadas, igual que Belbo y yo en mi tejado, asomándose por el borde para ver la calle. Por la deslumbrante luz de la mañana, reconocí al instante la silueta de Cicerón, de cuello grueso y firme mandíbula. Agazapado detrás de él, muy cerca y con los brazos extendidos para asegurarse de que su amo no fuera demasiado lejos al inclinarse, se hallaba una silueta más esbelta, la del secretario de Cicerón de toda la vida, Tirón. Permanecieron quietos durante largo rato, como si se hubieran congelado por el aire frío de la mañana; después Cicerón estiró el brazo hacia atrás para alcanzar el hombro de Tirón. Juntaron las cabezas y se consultaron preocupados. Por la forma en que se retiraron y estiraron los cuellos, tratando de ver sin ser vistos, saqué la conclusión de que el insólito cortejo fúnebre estaba pasando inmediatamente debajo de ellos. La melodía fúnebre de las trompas y las flautas se tornó más estridente; el sonido de las distantes panderetas, más enloquecedor. Absortos en el espectáculo que tenían a sus pies, Cicerón y Tirón no se dieron cuenta de que yo los observaba.

Al parecer, la procesión se detuvo ante la casa de Cicerón. Cicerón subía y bajaba la cabeza como una codorniz nerviosa. Pude imaginarme su duda (tenía miedo de apartar los ojos del gentío y, sin embargo, la menor visión de su persona podría incitarles a la violencia). Las trompas resonaban, las flautas trinaban y repiqueteaban las panderetas.

Por fin el cortejo prosiguió su camino y el canto fúnebre sé desvaneció..

Cicerón y Tirón se reclinaron hacia atrás suspirando con alivio. En seguida, Cicerón hizo una mueca de dolor y se agarró el estómago. Lo que el talón era para Aquiles, era el vientre para Cicerón; su desayuno se había vuelto contra él. Se levantó, aún en cuclillas, y se subió a la parte alta del tejado como lo harían los cangrejos, seguido muy de cerca por Tirón, que al girar la cabeza, nos pilló observándoles. Tocó la manga de su amo y le habló. Cicerón se detuvo y volvió la cara-hacia nosotros. Levanté la mano para saludarle como buen vecino. Tirón nos devolvió el saludo. Cicerón permaneció largo rato inmóvil, después se agarró el estómago y se precipitó hacia delante, desapareciendo por el borde del tejado.

Mientras tanto, en la calle, más hombres de luto continuaban corriendo de un lado a otro en grupos de dos y tres, rezagados, apresurándose para mantener el ritmo. La mayoría cogió por la Rampa. Intenté ver adónde se dirigían todos, pero lo que yo podía ver del Foro era en gran parte tejados de cobre bruñido brillando al sol; alguna que otra vez podía vislumbrar diminutas figuras que se movían ponlos recodos. Parecían reunirse ante el Senado, al otro extremo del Foro; en donde la cara escarpada del monte Capitolino forma una muralla natural.

Desde mi posición, tenía una clara visión de la parte delantera del Senado. Amplios escalones de mármol conducían a las macizas puertas de bronce que estaban cerradas. Pude distinguir únicamente una pequeña porción del espacio abierto delante del Senado, pero esto incluía una clara visión de la Columna Rostral, la plataforma elevada desde donde los oradores se dirigen al pueblo. En el espacio entre la Columna Rostral y el Senado ya se aglomeraban los dolientes vestidos de negro.

El canto fúnebre, que durante un rato había dejado de oírse, ahora retornaba elevándose desde el Foro. Al resonar desde el valle, la música discordante sonaba aún más confusa y disonante que nunca. De repente fue superada por un enorme grito entre la multitud. El cuerpo de Clodio había llegado. Poco después vi que lo llevaban con las andas hasta la Co lumna Rostral y lo mantenían en alto para que la multitud lo viera, tal como lo habían expuesto en los escalones de la casa de Clodio la noche anterior. ¡Qué diminuto parecía y, sin embargo, incluso a semejante distancia, aún producía una cierta conmoción la visión de aquel cuerpo desnudo en medio de tanto luto y tanta piedra cincelada y fría!

Un orador subió a la Columna Rostral. Sólo podía captar el débil eco de su voz. Mientras aquél se paseaba a un lado y otro de la Colum na agitando los brazos, señalando el cadáver de Clodio y alzando los puños, la multitud estallaba en un rugido atronador. A partir de entonces, el estruendo de la multitud se elevaba y decaía pero no llegaba a descender nunca del todo.

– ¿Qué sucede?

Me volví, sobresaltado.

– ¡Diana, baja ahora mismo de la escalera!

– ¿Por qué? ¿Es peligroso estar aquí arriba?

– Muy peligroso. A tu madre le daría un ataque si te viera.

– Oh, lo dudo. Ha estado sujetando la escalera para que subiera. Pero creo que a ella le da miedo hacerlo.

– Deberías seguir su ejemplo.

– Y ¿tú qué, papá? Me atrevería a pensar que es más probable que un viejo como tú pierda el equilibrio a que lo haga una joven como yo.