Milón cada vez estaba más nervioso, hasta que pareció que estaba a punto de salirse de su propia piel. Se inclinaba hacia Tirón y se enzarzaba en discusiones en voz muy baja. Milón, sospecho, quería llamar a Cicerón para que abandonara la Columna Rostral y salir él a hablar en su propia defensa; Tirón se las arregló para convencerle de que no lo hiciera.
La multitud pronto ideó un juego con sus gritos. Nunca había visto una masa de gente actuar como si tuvieran un solo cerebro. Se quedaban en silencio durante el tiempo suficiente para que Cicerón se hiciera oír, se echaban a reír cuando balbuceaba o se confundía y luego esperaban que llegara al punto culminante de lo que estaba diciendo para dejar escapar un bramido ensordecedor. Su actuación era extraña, como orquestada por una mano invisible. El espíritu de Clodio parecía guiarlos aquel día.
Aquel desastre parecía que iba a durar siempre. De hecho duró bastante menos que las tres horas asignadas a la defensa. Finalmente, Cicerón se acercó al final de su discurso.
– Milón nació para servir a su nación. No sería justo que le fuera prohibido morir dentro de sus fronteras…
¡Pues quitémosle la vida ahora mismo! -gritó alguien.
– Distinguidos jueces, ¿creéis que es justo desterrarle de nuestro suelo? Enviad un hombre como Milón al exilio y será ansiosamente bienvenido en cualquier otra ciudad…
– ¡Pues enviadle! ¡Enviadle! ¡Exilio! ¡Exilio! -La palabra se convirtió en un cántico que resonó a lo largo y ancho del Foro.
Cicerón no esperó a que el canto se desvaneciera para terminar su discurso. Continuó con voz ronca entre el creciente rugido de la multitud.
– Os ruego y suplico, honorables jueces, que en el momento de votar os atreváis a expresar lo que sentís. Creedme: vuestra virtud, vuestro sentido de la justicia y vuestra lealtad tendrán principalmente la aprobación de aquel que, al elegir a los jueces, escogió a los más íntegros, a los más sabios y a los más valientes de toda Roma.
¿Así que aquél era el último ruego? ¿Que un voto que exculpara a Milón complacería al Grande, al único cónsul y seleccionador de jueces y jurados? Si aquél era su argumento final, era justo que la voz de Cicerón fuera ahogada por la multitud.
Una vez terminados los discursos, cada una de las partes estaba autorizada a eliminar quince jueces. Se hizo rápidamente ya que tanto la acusación como la defensa habían preparado una lista de los que consideraban indeseables.
Ya sólo faltaba que votasen los cincuenta y un jueces que quedaban. A cada uno se le dio una tablilla con cera en ambas caras con la letra A (de absolución) en una y la letra C (de condena) en la otra. El jurado borraba una de las letras y dejaba la otra para señalar su decisión. Se recogían las tablillas antes de contarlas para que el voto de cada juez fuera secreto. Domicio supervisó el recuento de tablillas mientras las separaban en dos montones. Desde donde estaba sentado, podía ver que uno de los montones medía casi tres veces más que el otro.
Domicio anunció el resultado. Treinta y ocho votos de condena. Trece de absolución.
El fracaso era aplastante. Sin embargo, Milón había conseguido más apoyo en el jurado del que yo esperaba. Lo que es bastante extraño es que en aquel momento sentí una punzada de simpatía por él. Era el responsable de algunos de los días más negros de mi existencia; deliberadamente me había separado de mi familia y me había tratado como a un animal. Pero el tiempo que había pasado en cautividad me había hecho considerar la dura realidad de la vida en el exilio, apartado para siempre de su tierra natal, de los lugares en que transcurrió su infancia y de la gente que quería, de la única vida que había conocido, con la prohibición de regresar incluso después de muerto. Había saboreado esa desesperación a manos de Milón. Ahora el mundo de Milón llegaba a su final. Al igual que casi había sentido lástima por Cicerón, ahora casi la sentía por Milón.
Hubo una explosión de gritos de triunfo entre el público. Sin expresión alguna, Milón se levantó con rigidez de su silla y fue directamente a la litera cerrada en la que había llegado. Cicerón, con aspecto trastornado, le siguió. Junto con los guardaespaldas de ambos, los soldados de Pompeyo formaron un cordón alrededor de la litera para asegurarse de que cruzara el Foro a salvo.
Pompeyo debía de estar complacido, pensé. Después del agitado comienzo el primer día del juicio, había conseguido establecer el orden, y el orden, o algo parecido, había prevalecido hasta el final. El asunto de Milón estaba resuelto; Milón ya no le causaría problemas, y Cicerón tampoco, al menos durante un tiempo. Ahora el Grande podría dedicar su atención a los radicales clodianos. ¿Cuál sería el castigo apropiado para los que habían instigado el incendio de la Curia? Roma anhelaba ley y orden y estaba a punto de conseguirlos… al menos a corto plazo.
Las tabernas se abrieron tan pronto como el juicio terminó. Los clodianos querrían beber para celebrarlo. Los seguidores de Milón querrían beber para ahogar sus penas. Yo decidí permanecer encerrado en mi casa.
Durante la cena revelé a mi familia lo que había descubierto la noche anterior en relación con la responsabilidad que había tenido Milón en nuestro secuestro y el hecho de que Cicerón estaba enterado del asunto. Eco no se sorprendió. Bethesda y Menenia se indignaron. Diana rompió a llorar y abandonó la habitación.
Hablamos del juicio, que se había encargado de castigar a Milón por nosotros; ya había sido castigado con todo el peso de la ley y poco más podríamos hacer nosotros. En cuanto a Cicerón, Bethesda prometió echarle una maldición egipcia. Yo no estaba muy seguro de la forma en que debía tratar el asunto con él. Ciertamente, ya no podría haber un intercambio amistoso entre nuestras casas. Había estado a punto de romper definitivamente con él en el pasado; ahora estaba hecho. Pero además, era difícil ver qué tipo de satisfacción podríamos obtener contra él, al menos en el presente.
Discutimos y razonamos durante largo rato. La luz de las lámparas se debilitó y los esclavos las rellenaron. Habíamos comido hasta hartarnos pero ya volvíamos a tener hambre. Bethesda trajo algo para comer. Discutimos y razonamos un rato más. En algún momento me di cuenta de lo inexplicablemente feliz que era. Estaba a salvo en mi casa, en el corazón de la ciudad, contento con mi familia y finalmente fuera de peligro. ¿Había alguien en Roma como yo, lanzando un gran suspiro de alivio?
El mundo había dado la vuelta y lo habían sacudido de cabo a rabo. Los soldados habían controlado un juicio romano, un hombre que se autodenominaba cónsul único actuaba sospechosamente como un dictador y Cicerón (¡Cicerón!) había fallado en el discurso más importante de su vida. Eran serios augurios, seguramente más significativos y amenazadores que los augurios normales, los fuegos dudosos y las extrañas formaciones de nubes que los místicos profesionales veían en el cielo. Pero ahora sentía que el mundo volvía de nuevo al buen camino y que mis pies pisaban finalmente tierra firme. El problema más acuciante e importante, Milón, había sido resuelto aunque algo desordenadamente. Las cosas sólo podían ir a mejor.
Incluso Bethesda parecía especialmente guapa aquella noche. Quizá era el brillo del vino o el brillo de su cocina caliente en mi barriga. Mirarla a la luz de la lámpara me hacía pensar en Diana. ¿Dónde estaba Diana?
Aseguraría que había enviado a Davo a buscarla pero Davo tampoco estaba en la sala. La buscaría yo mismo.
Golpeé en la pared, al lado de su puerta. No hubo respuesta. Pensé que estaría dormida o que no estaría en la habitación pero cuando aparté la cortina oí un ruido ahogado. El dormitorio estaba iluminado tenuemente por una lámpara. Diana parecía estar a punto de tirar el cobertor fuera de la cama. Se deslizó en la cama y se apoyó en la pared.