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– Siempre podrás fundirla. Claro que entonces sólo recibirías una pequeña parte de su valor…

Sacudí la cabeza.

– Ni hablar. -La estatua, como la casa, era un legado de mi viejo jefe patricio, Lucio Claudio. El mismo Cicerón la había envidiado. ¿Fundirla? ¡Nunca! Pero ¿qué iba a hacer? Sólo había dormido unas horas después de volver de la taberna, pero cuando me desperté mi mente había apartado todos sus problemas y se había fijado en el de Minerva. Nada parecería ir bien hasta que estuviera de nuevo en su pedestal.

El artesano se frotó la mejilla pensativamente. Se decía que no había un hombre en Roma que supiera más sobre el trabajo del bronce. Era un sujeto pequeño y barbudo, griego, propiedad del dueño de una fundición a quien en una ocasión le había resuelto un problema de un esclavo perdido y una estatua que parecía demasiado pesada.

– Quizá podrías hacer un busto sugirió el griego.

– ¿Qué?

– Si le haces un corte limpio en el pecho…

Seguro que aquel sujeto era un artesano hábil, pero no era un artista. Tampoco parecía tener ningún respeto religioso por la estatua. Supongo que era uno de los gajes de su oficio; tanto trabajar con la maleabilidad y la tensión de las aleaciones le había hecho perder la relación táctil con el misterio del metal.

– Sólo quiero volver a tenerla de una pieza. ¿Puede hacerse o no?

– ¡Oh, sí! Puede hacerse. -El griego se dio la vuelta. Sabía que estaba elevando los ojos al cielo ante mi obstinación romana-. Pero podrás ver el parche si lo buscas y no durará para siempre. Un golpe brusco, un terremoto…

– Hazlo.

– Como he dicho, será caro.

– ¿Tu amo te ha autorizado a poner precio?

– Sí.

– Pues entonces, regateemos.

El precio más bajo que el hombre podía fijar seguía siendo demasiado elevado para mí. Pero conseguiría el dinero de alguna manera. Le des pedí y me dirigí a mi despacho. ¿Qué era lo siguiente que tenía que hacer? Me sentía sorprendentemente eufórico por haber pasado fuera tantas horas de borrachera la noche anterior y extrañamente confiado, considerando la tormenta que se había desatado en mi propia casa. Cuando un hombre de mis años disfruta de un humor tan bueno, creo que lo mejor es saborearlo sin hacerse preguntas.

Los guardias de Pompeyo se habían ido mientras dormía. Eco y Menenia estaban ocupados trasladando sus cosas al Esquilino; era notable la cantidad de objetos que habían pasado de su casa a la mía durante su estancia. Echaría de menos los juguetes de los gemelos (barquitos pintados, carros tallados, juegos de mesa egipcios con guijarros de colores brillantes), pero me gustaría no tropezar con ellos. Bethesda se sintió obligada a supervisar el traslado. Al parecer había dicho a Diana todo lo que tenía que decirle la noche anterior. Diana no estaba a la vista. Davo debía de haber decidido que era urgente establecer un puesto de vigilancia en el tejado y había subido allí.

Batí palmas. Uno de los esclavos que estaba ayudando a Eco se detuvo y miró dentro de la habitación.

– ¿Sabes dónde está mi hija? -le pregunté.

– En su habitación…, creo…, amo. -Parecía incómodo. A esas alturas todos sabían lo de Diana, claro.

– Ve a decirle que quiero verla.

– ¡Sí, amo!

Mi corazón se detuvo cuando entró en el despacho. Estaba demasiado ojerosa para ser una niña de diecisiete años con un niño en sus entrañas. Sentí muchas cosas…, ira, aprensión, lástima…, pero nada tan fuerte como el impulso de rodearla con mis brazos y quedarme así durante un momento, estrechándola contra mí. Fue Diana la que se apartó y dio un paso atrás, desviando la mirada.

– ¿Fue muy horrible anoche, después de mi partida? -pregunté.

– ¿Mamá, quieres decir? -Esbozó una débil sonrisa-. No tanto como esperaba. Bramó y gritó al principio. Pero una vez se calmó, parecía más contrariada que furiosa. No la entiendo. Ella también nació esclava. Ahora se porta como si yo hubiera nacido para casarme con un patricio y lo hubiera estropeado todo.

– Es precisamente porque tu madre nació esclava por lo que quiere que te cases bien.

– Supongo que sí. Hoy simplemente hace caso omiso de mí.

Suspiré.

Sé perfectamente lo que se siente. Pero Diana, ¿cómo estás de salud? Sé menos de lo que debería respecto a esas cosas. Tu madre sabrá…

– Fue su primera preocupación cuando se le pasó la rabieta. Me hizo un montón de preguntas. Parece que todo va como debería aunque me siento infeliz casi siempre. Eso ha sido lo peor…, preocuparme y querer hablar con ella acerca de lo que me pasaba, y querer hablar contigo, papá, y tener miedo de hacerlo. Al menos eso ya se acabó.

– Quizá no estés preparada para este embarazo. Vuelvo a decir que soy un ignorante en estas cosas pero estoy seguro de que tu madre conoce la manera de… -dije jugueteando con el estilo.

– No, papá. No quiero interrumpirlo.

– ¿Qué es lo que quieres, Diana?

– Papá, ¿no lo entiendes? Estoy enamorada de Davo. -Se estremeció y entornó los ojos. Sus labios temblaban.

– Diana, por favor, no llores más. Tus ojos ya están bastante rojos.

– Pero si tienes alguna idea respecto a Davo en tu cabeza, olvídala.

– Pero Davo y yo…

– ¡Imposible, Diana!

– ¿Por qué no? Mamá era una esclava. Tú te casaste con ella, ¿no? Y porque estaba embarazada de mí, ¿verdad? Metón era un esclavo cuando era pequeño y Eco no era mucho mejor, un golfillo callejero, pero tú los adoptaste. ¿Qué diferencia…?

– Diana, ¡no!

Las lágrimas cayeron como un torrente.

– ¡Oh, no eres mejor que ella! Qué hipócritas sois los dos. ¡Bien, no soy una virgen vestal! ¡No puedes enterrarme viva sólo porque amo a un hombre! ¡No me avergüenza llevar a su hijo en mis entrañas!

– Por qué no lo dices un poco más alto para que puedan oírte en casa de Cicerón? Ahora supongo que saldrás corriendo a tu habitación.

– No. ¿Por qué iba a hacerlo? No importa donde esté. ¡Soy una desgraciada! Tú eres un hombre y no puedes imaginarte lo infeliz que soy. Me gustaría morirme si no fuera por el niño… Aquello era demasiado para mi buen humor.

– Diana, seguiremos hablando cuando regrese.

– ¿Adónde vas?

– El día aún es joven. Tengo que hacer una diligencia en la Vía Apia. Si no otra cosa, al menos me dará una excusa para pasar otra noche fuera de esta casa.

Diana se retiró a su cuarto. Fui al jardín, evité la mirada acusadora de Minerva y subí por la escalera de mano al tejado. Encontré a Davo cerca de la parte frontal de la casa, sentado, rodeándose las rodillas con los brazos. Cuando me oyó, tuvo tal sobresalto que pensé que se caería a la calle.

– ¡Por Hércules, Belbo, ten cuidado!

– Davo -murmuró, enderezándose rápidamente.

– ¿Qué?

Davo, amo. No Belbo.

– Ah! Claro. ¿En qué estaría pensando? Belbo tenía el suficiente sentido común para tener cuidado en un tejado. Y nunca se aprovechó de un miembro de mi familia.

– ¡Oh, amo! Davo cayó de rodillas. Los de la habitación de abajo debieron de encogerse al oír el golpe. Agachó la cabeza y juntó las manos-. ¡Ten piedad de mí! No me tortures, amo…, mátame si tienes que hacerlo. La tortura es lo peor que hay para los sujetos grandes y fuertes como yo. Todos los esclavos lo saben. Los debiluchos que son torturados en seguida se mueren. Pero un hombre como yo, tardaría días y días. No tengo miedo a morir, amo, pero te suplico…

– ¿Y cómo prefieres ser ejecutado, Davo?

Palideció y tragó saliva.

– Córtame la cabeza, amo.

– Esa no es la parte de ti que me ha ofendido.

Se estremeció y elevó sus ojos hacia mí abiertos de par en par.

– No me castres, amo! ¡No soportaría ser un eunuco! ¡Oh, ten piedad de mí!