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– ¡Para, Davo! Para, para, para. ¿Qué voy a hacer contigo? ¿De verdad crees que podría matarte?

– ¿Qué otra cosa puedo esperar, amo? Es el castigo más leve que podrías infligirme.

– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?

– ¿Amo?

– ¿Por qué estás aún aquí, esperando tu destino? ¿Por qué no has saltado del tejado y huido? No habrías tenido muchas oportunidades de escapar pero habría sido mejor que morir. Colocarte en un barco que salga de Ostia. Ir al exilio como Milón. ¿Por qué no huiste anoche?

– Porque…

– ¿Sí?

– Por…

– ¿Qué, Davo? ¿Qué te mantiene aquí para afrontar tu castigo?

– Amo, ¿me harás decirlo? Es por ella. Diana. No puedo irme. ¿Adónde iba a ir? ¿Qué sentido tendría? Me moriría sin ella.

– Oh, Davo! -Sacudí la cabeza. Minerva yace rota en mi jardín y Venus reina por encima de todo.

Nos pusimos en camino por la Vía Apia en la hora sexta, cuando el sol ya había salido. El mozo de cuadra de Pompeyo accedió a prestarme caballos cuando le dije quién era y que todavía tenía negocios con su amo. Era una mentirijilla, pues mis negocios con Pompeyo ya habían terminado. O al menos eso pensaba entonces. El caballerizo, con una amplia sonrisa, sacó tres caballos. Me sorprendió ver que eran los mismos caballos en los que había cabalgado la vez anterior. Resultó que tres meses antes, el día que fuimos atacados, habían vuelto a la cuadra juntos y sin jinetes. Me sentí a la vez confiado y aprensivo por dejar Roma cabalgando la misma bestia que la vez anterior. No estaba seguro de si sería un augurio pero estaba dispuesto a seguir adelante.

El objetivo del viaje era sencillo: quería recoger a Mopso y Androcles, los mozos de cuadra que Fulvia me había dado. Dejé a Eco en Roma y me llevé a Davo. El tercer caballo era para los niños en el camino de vuelta. Esperaba que pudiéramos pasar la noche en la posada de Bovilas.

Davo estuvo tan silencioso como pudo hasta que pasamos por el monumento de Basilio. Frunció el entrecejo y se puso muy nervioso.

– ¿Amo…, amo, ¿estás seguro…?

– ¿Seguro de qué, Davo?

– ¿Estás seguro de que me quieres contigo? ¿Por qué no has elegido a otro guardaespaldas?

– ¿Tienes miedo del caballo, Davo? Ahora no puedes decir que no tienes experiencia. ¡Es tu segundo viaje en el mismo caballo! Esta bestia te tiró, de acuerdo, pero cuando un hombre es arrojado lo único que puede hacer es volver a intentarlo.

– No es el caballo, amo. Me gusta este caballo. Creo que confía en mí.

– Esperemos que no le des motivo para lamentarlo.

Davo frunció el entrecejo.

– Además -continué-, ¿cómo iba a dejarte en casa durante mi ausencia, dadas las circunstancias?

– Quieres decir… por tu hija…

– No, por mi mujer. No me gustaría volver y descubrir que Bethesda te ha matado mientras estaba fuera.

Davo tragó saliva.

– De todas formas, amo, sigo sin entender por qué me llevas contigo, sólo a mí.

– Tampoco yo acabo de entenderlo. La razón ha huido; me dejé llevar por un impulso. Veremos adónde nos lleva el camino.

– Pero amo, eso ya lo sabemos.

– ¿Ah, sí?

Nos lleva allá lejos, al monte Albano. Me reí en voz alta.

– ¡Qué ingenio tan notable, Davo!

Davo también se rió aunque con poco entusiasmo. ¿Era porque me temía o porque no había comprendido el chiste?

Era primavera. El clima era suave y se oía el canto de los pájaros en el aire. La hierba estaba verde y salpicada de flores. Los esclavos y los bueyes trabajaban la tierra. Había un tráfico intenso en ambas direcciones: ovejas y vacas que eran transportadas al mercado, mensajeros a caballo, literas y carruajes de los ricos… El mundo entero parecía haber despertado del frío sueño del invierno.

Tenía hambre cuando pasamos por Bovilas pero decidí continuar hasta la villa de Clodio. Cuando pasábamos al lado del altar de Júpiter, divisé a Félix, sentado, apoyado en un roble, dormitando a la sombra. Pasamos el desvío que llevaba a la nueva casa de las vestales y, más allá, al otro lado del camino, el santuario de la Buena Diosa. Parecía haber una reunión de mujeres dentro, a juzgar por las literas, carruajes y criados desocupados que había fuera. Cuando pasábamos, oí cánticos dentro y reconocí la caprichosa cantinela de Felicia. Quizá su mundo no había cambiado mucho, a pesar de la sangrienta escena que se había desarrollado ante sus ojos y la conmoción que había causado.

Esta vez fuimos a la villa de Clodio por el camino que había al efecto y fuimos vistos mucho antes de llegar. Cuando un grupo de rudos esclavos nos dio el alto, saqué la carta de Fulvia que transfería la propiedad de los dos esclavos. Afortunadamente, uno de los esclavos sabía leer, aunque con dificultad. Pronunció lentamente cada palabra y luego me devolvió el trozo de pergamino.

– ¡Vaya, menos mal! Esos dos no dan más que problemas. Siempre subiendo y bajando. Te los llevas a la ciudad, ¿no?

– Es mi intención.

Sacudió la cabeza.

– Ir allí no les impedirá seguir metiéndose en líos. Bien, entra. Imagino que estarán en la cuadra.

Los chicos nos reconocieron en seguida. Parecieron especialmente contentos de ver a Davo (o al elefante, como Mopso lo había llamado). Cuando les dije que ya no pertenecían a su ama, sino a mí, se sintieron confusos pero en seguida montaron el caballo y estuvieron listos. Cuando nos poníamos en camino, debieron de darse cuenta de repente de que se iban para siempre. Mopso se dio la vuelta, se puso el dedo gordo debajo de la mandíbula superior y silbó a los viejos esclavos que dejaban atrás.

– ¡Adiós, malos borrachos!

Su hermano pequeño le imitó y los insultos degeneraron en alusiones a varias funciones del cuerpo. Los esclavos que estaban en el camino viendo la partida fingieron sentirse ofendidos y pretendieron buscar piedras para lanzárselas. Algunos se rieron a carcajadas.

¿Cómo había descrito a Bethesda la nueva adquisición familiar?

«Dos chicos vivaces y muy inteligentes. Traerán nueva vida a la casa.»

Eso fue antes de darme cuenta de que ya había una nueva vida en camino, gracias a Diana y Davo. Y había asumido que la mujer que había domado a los guardaespaldas de Pompeyo no tendría problemas en controlar a dos niños; pero ya no estaba tan seguro.

Davo finalmente parecía un poco más relajado. Me di cuenta de que se sentía más seguro con Mopso y Androcles al lado; seguro de que no trataría de matarle en presencia de dos niños risueños.

La tarde estaba muy avanzada cuando llegamos a Bovilas. Solo quería disfrutar de la excelente comida de la posadera y un sitio razonablemente limpio para dormir. Nos retiraríamos temprano para levantarnos antes del amanecer.

Al principio pensé que la posadera había perdido peso y había cambiado de peinado, luego me di cuenta de que la mujer que había detrás del mostrador no era la que yo conocía. Tenía los mismos ojos pero era más delgada y más guapa, o lo habría sido si no fuera por su expresión ojerosa. Le dije que necesitábamos acomodo para pasar la noche.

– Es muy temprano -dijo sonriendo débilmente-. Sois los primeros. Así que podréis elegir.

– ¿Hay mucho donde escoger?

– En realidad, no. Sólo hay una habitación pero algunos prefieren estar contra la pared y no en el centro, o más cerca de las escaleras o de la ventana. Ven y te la enseñaré. Luego podrás traer tus cosas para señalar tu sitio.

La seguí escaleras arriba. El piso superior de la posada era muy parecido a lo que esperaba…, un solo cuarto con algunos ventanucos y unos cuantos camastros.

– Este servirá -dije-. Davo, coge a los chicos y ve a ver si los caballos están bien atendidos en el establo.

– Sí, amo -dijo y bajó pesadamente las escaleras. Mopso y Androcles se deslizaron tras él y bajaron las escaleras a la carrera.