Sexto Tedio me recibió en la misma habitación de la vez anterior. Las ventanas estaban abiertas para dejar ver la ciudad de Aricia detrás, un charco de pálidas sombras azules coronadas por tejados que brillaban con la última luz del día. Tedio estaba sentado muy erguido en su anticuada silla sin respaldo. A pesar del calor del día tenía una manta sobre las piernas. Era la pierna izquierda la lisiada, recordé. Se pasó una mano oscura y correosa por el pelo canoso y me examinó astutamente.
– Te recuerdo -dijo-. El hombre de Pompeyo. El que vino haciendo todas aquellas preguntas.
– Parece que no todas las que tenía que hacer.
– ¿Has venido también, «en nombre del Grande», como me parece recordar que dijiste la otra vez?
– En cierto modo sí. Pompeyo me contrató para que averiguara todo lo que pudiera sobre el incidente de la Vía Apia. Creía que ya lo había hecho pero parece que me equivocaba.
– Explícate con claridad.
– Eso intento. Espero que tú hagas lo mismo, Sexto Tedio. -Enarcó una ceja cuando dije esto pero no dijo nada-. ¿Está tu hija aquí? -pregunté.
– No creo que el paradero de mi hija sea de tu incumbencia.
– A pesar de todo, me gustaría mucho hablar con los dos a la vez.
– Entornó los ojos y me observó durante largo rato.
– Sabes algo, ¿verdad?
– Sé más en este momento que hace una hora. Me gustaría saberlo todo.
– ¡Ah! ¡Saberlo todo! Eso sería una maldición para un mortal. ¡Tedia! -Elevó la voz-. Tedia, entra en la habitación y únete a nosotros.
La hija entró desde el pasillo. Estaba vestida como la última vez que la vi, sin joyas ni maquillaje y con un pañuelo de lino blanco sobre la cabeza sujeto con una cinta azul. Permaneció completamente erguida con expresión severa.
– Tedia siempre escucha mis conversaciones -dijo Sexto Tedio-. Así me resulta mucho más fácil recordar todos los detalles.
– Mi padre y yo no tenemos secretos. -Se puso detrás de él y apoyó las manos en sus hombros.
– Vi a tu padre testificar en el juicio, repitiendo la misma historia que me contó. Creía que estabas dispuesta a mantenerle alejado del juicio, Tedia.
– Al final, pareció mejor ir -dijo-. Después de todo, Clodio fue enviado a Roma en nuestra litera. Haberse negado a explicar cómo ocurrió podría haber levantado… comentarios.
– Ya veo. Y la historia que contaste, Tedio, era totalmente creíble. Simplemente, te dejaste unos cuantos detalles, como el hecho de que Clodio estaba vivo cuando lo encontraste.
– ¿Cómo lo sabes? -dijo Tedia. Empezó a masajear la espalda de su padre con los mismos movimientos que utilizaba para restregarse las manos en nuestro primer encuentro-. Si alguno de nuestros esclavos ha hablado…
– Tus esclavos son leales. Hubo otro testigo.
– No en el juicio.
– No, el testigo estaba lejos de Roma aquel día… En Regio, me dijeron.
Sexto Tedio hizo una mueca casi imperceptible. Su hija le había masajeado demasiado fuerte.
– Clodio merecía morir -dijo Tedia.
– Quizá. Aunque te vi llorar cuando Fulvia testificó.
– Una mujer puede sentir pena por una viuda sin sentir lástima porque su marido esté muerto.
– Ya veo. ¿Y cómo, exactamente, murió Clodio?
Contuve el aliento. No tenía medio de impulsarla a hablar si decidía no hacerlo. Su padre levantó un brazo y le cogió la mano en un gesto para que se controlara, pero ella pareció no darse cuenta. Su expresión era implacable.
– Yo lo maté -dijo.
– ¿Pero cómo? ¿Por qué?
¿Por qué? -Elevó la voz-. Para que el más impío de los hombres no marchitara la tierra. Tú tuviste que oír hablar de sus crímenes cuando estuviste importunando a todo el mundo en esta montaña. Destrozó el bosque sagrado de Júpiter simplemente para añadir algunas habitaciones a su casa. ¡Imagina! ¡Expropiar a un dios para hacerse habitaciones para él! Y lo que le hizo a las vestales es incalificable, arrojarlas de su vieja casa, estafarlas, tratarlas como vulgares competidoras de negocios a las que se puede timar y arrojar a la basura. ¿Acaso pensaba que podía cometer todos esos crímenes y escapar sin castigo?
– Publio Clodio ha cometido muchos crímenes de todo tipo durante años sin ser castigado -dije.
– Más razones para que le llegara la hora -dijo Tedia agriamente.
– Estaba vivo cuando lo encontrasteis en la posada…
– Muy vivo.
– Pero a punto de morir, seguro.
– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Estás aquí para juzgar? Te diré cómo ocurrió…
– ¡Hija! Sexto Tedio hizo una mueca y sacudió la cabeza.
– Padre, no tengo nada de qué avergonzarme y nada que temer. Empezó como te contó mi padre… íbamos camino de Roma, nos encontramos a Milón con los restos de la escaramuza, mintió y nos dijo que había bandidos rondando. Tuve miedo y quise volver pero mi padre insistió en que continuáramos y eso hicimos. La diosa Vesta nos guiaba aquel día, no tengo ninguna duda. Llegamos a la posada de Bovilas y vimos la carnicería. Creí que me desmayaría de miedo por el temblor y el frío que sentí dentro de mí. Ahora sé que era la diosa que se agitaba en mi interior, preparándome para la tarea inmediata.
»Había cuerpos desparramados en el camino y sangre por todas partes. Era extraño llegar a un lugar que has visto tantas veces y por el que has pasado sin dedicarle un pensamiento…, un lugar tan familiar, común y ordinario…, y contemplar semejante horror y devastación. Todo parecía irreal, como el delirio que provoca la fiebre. Ayudé a mi padre a salir de la litera y anduvimos entre los cadáveres. Ninguno necesitaba ayuda; todos estaban muertos.
»Entonces oímos una voz en la taberna, un apagado y débil grito de socorro. Clodio apareció en la puerta. Sus ropas estaban rasgadas. Estaba herido. Se apretaba un jirón de tela sangrienta en el hombro. Hablaba con los dientes apretados. "¡Ayudadme!", dijo.
– Todos los demás habían muerto defendiéndole, como ves -dijo Sexto Tedio-. Sus hombres eran leales, nadie puede negarlo.
– Salió tambaleándose de la taberna -continuó Tedia-. Tropezó y cayó de rodillas, luego sobre su espalda, gruñendo y evitando que su hombro diera contra la tierra. Parecía cómodo en aquella postura, yaciendo sobre su espalda. Nos inclinamos sobre él. Su voz era ronca y tensa, poco más que un susurro: «Llevadme a casa -dijo-, no a la villa…, me buscarán allí. Llevadme a Roma en vuestra litera. ¡Ocultadme de ellos!». «¿De los bandidos?», preguntó mi padre. ¡Y Clodio se rió! Aquella risa odiosa y sibilante. ¡Qué dentadura tan blanca y perfecta tenía! «Los únicos bandidos de este camino son los gladiadores de Milón -dijo-. Me persiguieron hasta aquí y trataron de matarme, pero algo los asustó y se fueron. ¡Rápido, escondedme en vuestra litera!» Lo ayudamos a ponerse en pie y lo metimos en la litera. Pude ver que mi padre no sabía qué hacer a continuación, así que me lo llevé aparte, en donde los esclavos no pudieran oírnos.
Tedio gruñó.
– Yo le habría mandado a su villa tanto si quería ir como si no, pero Milón estaba en el camino. No tenía intención de pasar al lado de Milón como si fuera un espía de ese chacal de Clodio. Tampoco deseaba entregar a Clodio a ese mentiroso de Milón. A lo mejor si lo hubiéramos dejado allí, se habría desangrado hasta morir o los hombres de Milón habrían vuelto y terminado con él. Pero allí estaba, en nuestra litera, llenando de sangre los cojines…
– Tomé una decisión -dijo Tedia. Su voz era como el frío acero-. Todo sucedió a la vez. Se me ocurrió mirar al piso superior de la posada y la vi en la ventana. Su rostro parecía levitar, como un retrato en un marco. Vi el rostro de Vesta y supe lo que tenía que hacer.
Sacudí la cabeza.
– La cara que viste era la de la pobre y aterrorizada viuda del posadero.