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Tedia me miró con desprecio.

– ¿Cómo sabes lo que vi? ¿Estabas allí?

No vi motivo para contradecirla.

– ¿Cómo lo mataste?

Apartó las manos de los hombros de su padre y las dirigió hacia el lazo de la cinta azul que sujetaba la mantilla de lino detrás de su cabeza. Cogió los extremos de la cinta, los enrolló en sus manos y la estiró.

– Lo maté con esto. Ojalá la diosa hubiera podido contemplarlo, pero tuve que hacerlo dentro de la litera, fuera de la vista. Los esclavos estaban allí y no era cuestión de que lo vieran. Subí a la litera y me puse detrás de él. Mi padre subió detrás de mí y dejamos caer las cortinas. Le rodeé el cuello con la cinta. Papá la sujetó por delante.

– Nunca podríamos haberlo hecho si no hubiera estado debilitado por las heridas -dijo Tedio secamente-. Míranos…, un viejo tullido y una mujer. Pero lo conseguimos.

– Vi el cadáver -dije-. La herida del hombro era profunda. Probablemente habría muerto de todas maneras.

– No estés tan seguro -dijo Tedio-. He visto muchas batallas y muchos soldados que parecían estar en peores condiciones que Clodio y que sin embargo se recuperaron. Quedaba una sorprendente cantidad de vida en aquel chacal. Lo sé; vi cómo le abandonaba. Sin tocarlo, podría haber sobrevivido al viaje a Roma. Podría estar vivo todavía.

– ¡Pides aprobación por su muerte! Pareces estar orgulloso de ella.

– ¡Estoy orgulloso de mi hija, sí! Tú tienes un hijo, ¿no es cierto, Gordiano? Recuerdo que estaba contigo la última vez que viniste aquí. Bien, yo soy igual que cualquier otro… Me habría gustado tener un hijo, verlo crecer y convertirse en un hombre, verlo probar su valor en la batalla y demostrar sus convicciones en el Foro. Pero no tuve ningún hijo, sólo una hija, pero una hija que siempre me ha sido fiel y nunca me ha decepcionado; cuando murió su madre, ocupó su lugar de buena gana. No se puede pedir una hija mejor. ¡Y ahora mira lo que ha hecho! Ha llevado a cabo lo que no ha conseguido ningún hombre ni en la batalla ni aplicando las leyes; ha terminado con Publio Clodio. Un enemigo del Estado, una amenaza para la decencia, una mala hierba en la República, una desgracia para sus antepasados. ¡Y fue mi hija la que finalmente acabó con él! Los dioses y las diosas manifiestan su voluntad por senderos misteriosos, Gordiano. Ya habían tenido bastante de Publio Clodio y lo liquidaron. ¿Quién soy yo, un viejo y lisiado senador, para cuestionar el camino que eligieron?

Les observé a los dos, cruelmente satisfechos, modelos de la austera virtud romana.

– ¿Por qué no sacasteis el cadáver de la litera y lo dejasteis en el camino? ¿Por qué lo enviasteis a Roma?

– La litera estaba contaminada con su sangre y su carroña -dijo Tedia-. Nunca podría volverme a subir en ella.

– Lo último que nos había pedido era que lo enviásemos a casa -dijo su padre-. Es lo que te dije antes; una vez un hombre está muerto, ¿qué sentido tiene despreciarle? No, no quería dejarle tirado como a un perro muerto. Envié su cuerpo a Roma y dije a los porteadores que lo llevaran con gran respeto y lo dejaran al cuidado de su viuda.

Su anillo -dije al recordarlo-. Su cuerpo llegó sin el anillo. ¿Se lo quitasteis vosotros?

Tedia entornó los ojos.

– Aquello fue un error. Creí que a la diosa le gustaría.

– ¿Eras tú la mujer que fue a la casa de las vestales y ofreció el anillo de Clodio para una oración de gracias?

– Sí.

Entonces entendí la extraña mirada que había visto en Filemón en la Taberna Salaz. Le había preguntado por qué no había pedido ayuda a la hija de Tedio cuando lo conducían cautivo por la Vía Apia, al pasar por donde estaba descansando Tedio, al lado de la casa de las vestales. Lo que yo había tomado por ofensa era simple confusión. Filemón no había visto a Tedia porque Tedia estaba dentro de la casa de las vestales.

– Ocultaste tu rostro a la Virgo Máxima -dije-. Disfrazaste tu voz.

– Sí. De otra manera, las vestales me habrían reconocido.

– ¿No estabas orgullosa de lo que habías hecho?

– No tenía necesidad de vanagloriarme o de enseñar la cara. Era un simple instrumento de la diosa y únicamente a la diosa deseaba ofrecer el anillo. Pero la Virgo Máxima se negó a aceptarlo. Dijo que semejante ofrenda era impía.

Sacudí la cabeza.

– Todo el mundo pensó que había sido la mujer de Milón la que…

Tedia rió. Puedo asegurar que no estaba acostumbrada a reír.

– ¿Fausta Cornelia? ¿Esa vaca blasfema? Es difícil imaginarla rezando por alguna cosa, excepto quizá porque los dioses le envíen un nuevo amante cada día. Es una buena broma, que alguien haya podido confundirla conmigo.

– ¿Dónde está el anillo ahora?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque me gustaría devolvérselo a la familia. Reconoces que fine un error quitárselo. La diosa no lo necesita. Guardarlo como trofeo seguramente sería arrogante y una maldición en tu propia casa.

Tedia lo pensó y pareció a punto de hablar, pero su padre sacudió la cabeza.

– El anillo es la única prueba real contra nosotros. Todo lo que te hemos contado es sólo una historia de nuestros propios labios. Tu testigo de la taberna (supongo que será la chica de la ventana) pudo ver que Clodio estaba vivo pero no pudo ver lo que ocurrió dentro de la litera. Nadie vio cuándo murió realmente excepto mi hija y yo. Las vestales saben que una mujer les llevó el anillo de Clodio, pero nunca vieron su cara. Sólo el hecho de que nosotros poseemos el anillo ofrece una prueba de lo que hicimos. ¿Por qué te lo íbamos a dar, Gordiano? ¿Qué le dirás a la familia de Clodio? ¿Que has recuperado el anillo de los verdaderos asesinos de su ser querido, una mujer y un viejo tullido? ¿Tendremos que sufrir su venganza?

– ¿Qué debería decirles? ¿Que encontré el anillo por casualidad al lado del camino? Piensa Tedia en las lágrimas que derramaste cuando escuchaste el testimonio de Fulvia. ¿De verdad quieres conservar el anillo?

Respiró hondo y empezó a moverse, pero su padre la cogió por el brazo.

– Sólo si haces un juramento, Gordiano -dijo Tedio.

– ¡No hago promesas!

– Tendrás que hacerla si quieres el anillo. Jurarás que nunca repetirás lo que has oído hoy aquí y, a cambio, te daremos el anillo. Piensa, Gordiano, ¿de qué serviría incitar a los clodianos contra mi hija y contra mí? La plebe está tranquila por la condena de Milón; tú los alborotarías y volverían a provocar disturbios. Piensa en lo que se enfadaría Pompeyo al descubrir que su jurado ha fracasado en descubrir toda la verdad y que la condena de Milón no es justa. Roma ha sido desgarrada por lo que ocurrió en la Vía Apia. Pero ahora el pueblo se ha apaciguado y se ha castigado a los malvados de ambos bandos: Clodio está muerto, Milón exiliado. ¿De qué serviría descubrir una última revelación sino para halagar tu propia vanidad y demostrar tu perseverancia e inteligencia? Haz el juramento que te pido; devuelve el anillo a quien más quiso a Clodio y deja lo demás a los dioses.

Fui hacia la ventana. Al otro lado, la ciudad de Aricia, donde Clodio había pronunciado su último discurso, se había oscurecido y era una mezcla de sombras azuladas. Pensé durante largo rato. ¿Qué le debía a Milón, que había cometido tan graves ofensas contra mí y que me habría matado sin pensarlo si Cicerón no lo hubiera detenido? ¿Qué le debía a Cicerón, que había consentido mi secuestro? ¿O a los herederos y amigos de Clodio, que habían instigado las revueltas que resultaron en el saqueo de mi casa y en la muerte de Belbo? ¿Qué le debo a la misma Roma… si es que alguien sabe lo que Roma era o en lo que se convertirá en los próximos años? Todo estaba cambiando, todo era caos y confusión. Me encontraba enfrentado a lo que más anhelaba, la verdad, pero me encontraba profundamente solo; ni siquiera Eco estaba allí para compartir el descubrimiento o aconsejarme. Por fortuna: dudo que hubiera aprobado la decisión que tomé. Me volví hacia Sexto Tedio.