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– Tienes mi palabra; juro por el espíritu de mi padre que mantendré tu secreto. Dame el anillo.

Tedia salió de la habitación. Mientras estaba fuera, entró un esclavo con una vela ardiendo y encendió las lámparas, disipando la creciente oscuridad. Tedia volvió y depositó el anillo en mi mano abierta; parecía contenta de librarse de él.

Era pesado y estaba hecho de oro macizo. Vi el nombre P. CLODIO PULCHER grabado en él pero no encontré ningún otro ornamento. Seguro que tenía que haber alguna referencia a las glorias de sus ilustres antepasados. Lo acerqué a la luz y vi unas marcas grabadas en la brillante superficie del anillo; dentro y fuera había pequeños polígonos en lazados como las piedras perfectamente ajustadas que pavimentaban l a Vía Apia. El anillo era la imagen perfecta del gran camino, atrapado en un círculo sin principio ni final, un homenaje al lugar donde su dueño había caído ante sus enemigos y exhalado su último suspiro con una cinta azul apretada alrededor del cuello.

Aquella noche dormimos en una posada en Aricia. La taberna de abajo era ruidosa y estaba llena de humo, y la cama tenía garrapatas, pero dormí mejor que en Bovilas, donde había tantos fantasmas, vivos y muertos.

Me levanté antes del amanecer y desperté a los chicos. Tuvimos que sacudir a Davo entre los tres para despertarle. Estábamos en el camino antes de la hora prima y avanzamos a paso ligero. Llegamos a la ciudad antes del mediodía. Tenía que hacer tres últimas visitas y luego podría volver la espalda para siempre a todo lo que había ocurrido en la Vía Apia.

Capítulo 36

Mopso y Androcles estaban cada vez más excitados mientras atravesábamos el Foro y subíamos la Rampa en dirección al Palatino. Los dos tenían los ojos abiertos de par en par ante la vista de tantos edificios y gente. Davo adoptó cierto aire altanero…, el esclavo de la ciudad condescendiente ante los esclavos del campo. Recordé su propia consternación al encontrarse por primera vez en el campo, pero no dije nada.

Los tres hablaban cada vez menos a medida que nos íbamos acercando a casa. A Davo se le iba alargando la cara por momentos. Los chicos se apretaron el uno contra el otro. Apenas habíamos entrado en el vestíbulo cuando apareció Bethesda.

– Así que éstos son los nuevos esclavos -dijo, haciendo caso omiso de Davo.

– Sí, éste es Mopso y éste es su hermano, Androcles. Chicos, ésta es vuestra nueva ama.

Los chicos entornaron los ojos y la miraron a hurtadillas. Androcles susurró al oído de su hermano mayor:

– ¡Es muy guapa!

Los labios de Bethesda casi esbozaron una sonrisa. Estaba resplandeciente con su estola color azafrán y un sencillo collar de plata, el cabello recogido en un moño alto, de tal manera que los mechones grises parecían vetas blancas serpenteando por reluciente mármol negro. Estaba casi tan hechizado por ella como los niños.

– Ambos parecéis ágiles y llenos de energía Sus palabras sonaron más a sentencia que a cumplido-. Supongo que encontraremos la manera de manteneros ocupados. Seguro que sois buenos llevando mensajes, claro que aún no conocéis la ciudad. Estaréis muy ocupados los próximos días explorándola para familiarizaros con las siete colinas. Ahora tenéis que estar hambrientos después del viaje. Davo os enseñará dónde está la cocina…, ¿verdad, Davo?

– Sí, ama. -Davo estaba más hechizado por ella que cualquier otro. Era notable lo pequeño que podía parecer el espacio que ocupaba un sujeto tan grande y lo rápidamente que podía salir de una habitación.

Bethesda y yo nos quedamos solos.

– Esposo, estuve pensando mucho ayer.

– Yo también.

– Tú y yo tenemos que hablar seriamente.

– ¿Puede esperar? Hoy tengo que hacer algunos recados más y luego…

– Lo supongo. Pero al final del día, quiero una solución a este asunto de Diana y tu… y Davo.

– De acuerdo. Entonces hablaremos esta noche.

– Sí. Nuestras miradas se encontraron y pareció que no era necesario hablar. Estábamos de acuerdo en lo que había que hacer. Había vivido con ella el tiempo suficiente para poder leerlo en sus ojos.

Comí rápidamente un plato de olivas, queso y carne fresca y volví a salir. Llevé a Davo conmigo aunque no parecía necesario llevar un protector. Las calles parecían casi milagrosamente tranquilas tras el furor de los últimos días.

El Grande se había trasladado a la ciudad y residía en su casa del barrio de Las Carinas, como había esperado. Aceptó recibirme en seguida.

La casa de Las Carinas era una destartalada y vieja villa rodeada por edificios más modernos y más altos. Había pertenecido a la familia de Pompeyo durante generaciones. Había un olor rancio por toda la casa y la habitación en la que Pompeyo daba audiencia no tenía vistas fabulosas, sólo un patio interior con una modesta fuente. La habitación estaba llena de trofeos de varias campañas militares, algunos traídos por Pompeyo desde Oriente, otros conseguidos por su padre…, armas exóticas y trozos de armaduras, estatuillas de oscuros dioses, marionetas sombrías de la frontera de Partia y antiguas máscaras de teatro griegas. Escondidos discretamente en los rincones y en las sombras, como siempre, estaban los soldados responsables de su seguridad.

Pompeyo estaba sentado al lado de una mesita llena de papiros. Cuando me acerqué, apartó el documento que estaba leyendo.

– ¡Sabueso! Me he sorprendido cuando el portero te ha anunciado. No esperaba volver a verte.

– Y yo no esperaba poder verte tan pronto.

– Resulta que has llegado a una hora del día en la que todavía no tengo una obligación prioritaria. ¿Tenemos asuntos sin terminar?

– He venido a pedir un favor, Grande.

– Bien. Siempre me gusta que me pidan favores, tanto si los concedo como si no. Me da la oportunidad de cumplir con mi nombre. ¿Qué es lo que quieres, Sabueso?

– Entiendo que una parte del castigo de Milón es confiscar sus bienes.

– No todos; creo que le permitiremos llevarse a algunos esclavos personales y lo suficiente para que pueda comenzar una nueva vida en Masilia. Primero, ha de ser todo liquidado para pagar a sus acreedores, que son legión. Después habrá que ver cuánto se deja para el tesoro. Los bienes quedarán bien limpios antes de que termine el barrido.

– Me gustaría que se me incluyera entre sus acreedores.

– Eh? Me cuesta imaginar que tú le prestaras dinero, Sabueso. ¿O acaso le prestaste servicios por los que nunca te pagó?

– Ni lo uno ni lo otro. Milón me causó un gran agravio. Fue el responsable de que me secuestraran con mi hijo y nos tuvo prisioneros durante más de un mes. Desde la última vez que hablé contigo, he reunido pruebas de lo que digo.

– Ya veo. En la práctica, no tienes ningún recurso legal. El hombre ha sido condenado y pronto se habrá ido para siempre. No estaría aquí para asistir al juicio en el caso de que presentaras cargos contra él.

– Ya me he dado cuenta. Por eso recurro a ti, Grande.

– Ya veo. ¿Qué es lo que quieres?

– Quiero ser reconocido por el Estado como uno de los acreedores de Milón. Quiero una parte de sus bienes.

– ¿Y cual es el precio por lo que tu hijo y tú sufristeis en su poder?

– Es difícil de estimar. Pero he pensado en una cantidad. -Se la dije.

– Una suma muy precisa. ¿Cómo has llegado a ella?

– Durante los peores alborotos clodianos, mi casa fue saqueada. Una estatua de Minerva que hay en mi jardín fue derribada y dañada. Es lo que cuesta repararla.

– Ya veo. ¿Es justo pedir a Milón que pague lo que han hecho sus enemigos?

– No es justo en el sentido legal, cierto. Pero podría parafrasear algo que tú dijiste una vez, Grande.

– ¿Qué?

– «¿No dejaréis de citarnos leyes a nosotros que tenemos deudas pendientes?»