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– No estoy seguro de eso dije en voz baja pensando en Pompeyo y en César.

No me escuchó.

– Este es el último montón de deudas -dijo señalando una gran caja llena de papiros y trozos de pergamino-. ¿Tiramos la tuya encima? Ahí. Pero no te sorprendas si cae al fondo o se pierde para siempre.

– ¿Quién se encarga de ordenar todas estas deudas? ¿Lo está haciendo tu marido?

– ¡Por los dioses, no! Milón ha naufragado. Apenas puede decidir qué sandalia ponerse primero por la mañana. Un vistazo a esta habitación y se convierte en un niño gimoteante. No, todo esto se organizará después de que se vaya. Cicerón se encargará de todo. O debería decir Tirón. Tirón es una maravilla organizando cosas.

– Ya veo. Entonces deja que ponga mi petición separada del resto. Si quieres, dile a Cicerón que la atienda primero. Dile que Gordiano el Sabueso insiste. Cicerón sabrá por qué. Y Tirón también.

Me miró con mala cara.

– ¿Y crees que yo no lo sé? Sé quién eres, Sabueso. Estoy más al tanto de los negocios de mi marido de lo que crees. Estaba dispuesto a matarte, ¿sabes? No habló de otra cosa durante días.

– ¿Ah, sí? -Su franqueza respecto a sus amantes no era ni de lejos tan sorprendente como su franqueza sobre los planes de su marido.

– Sí. Milón te consideraba una amenaza bastante importante. Supongo que deberías sentirte honrado. Claro que, al final, veía un asesino en cada armario y un espía detrás de cada arbusto. Tú le obsesionaste durante un tiempo. Cicerón no dejaba de decirle que exageraba la amenaza que suponías. Cicerón decía que tu reputación había sido inflada, que eras poco competente en realidad y que Milón debía dejar de preocuparse por ti.

– Muy amable por parte de Cicerón.

– Trataba de protegerte, estúpido. Pero Milón estaba dispuesto a verte muerto, tenía sudores fríos por ti. Al final, Cicerón consiguió comprometerle a que simplemente te secuestrara. Aunque debes de ser tan inteligente y perseverante como Milón pensaba… Escapaste antes de que comenzara el juicio. ¡Por Hércules, menudo susto tuviste que darle a Cicerón cuando apareciste en el camino delante de él! -Soltó una carcajada que parecía un ladrido.

– Ojalá hubiera podido apreciar la broma en aquel momento.

– No podemos decir todos lo mismo, mirando hacia atrás? ¡Ojalá hubiera sabido que casarme con Milón iba a terminar en semejante chiste! Como aquel horrible día en la Vía Apia, cuando pensé que estaba viviendo una pesadilla y en realidad era una farsa grotesca desde el principio hasta el fin. La ironía más cruel es que Milón nunca pretendió asesinar a Clodio. La lucha empezó sin que él hiciera nada y, cuando envió a sus hombres a perseguir a Clodio, ¡les ordenó que no le hicieran daño! Los gladiadores todavía juran que no tocaron a Clodio en la posada.

– ¿Es eso cierto?

– ¿Lo dudas? Ven, dejaré que ellos mismos te expliquen la historia.-Me llevó de vuelta a su habitación-. ¡Chicos! Podéis salir del baño. Mi visitante ha prometido que no os morderá.

Primero apareció uno y luego el otro; los dos a la vez no habrían cabido por la puerta. Llevaban un taparrabos alrededor de la cintura y, por lo demás, estaban desnudos y húmedos del baño, dos grandes masas humeantes de carne peluda, cada uno del tamaño de dos hombres normales. Me di cuenta de que estaban marcados con pequeñas cicatrices aquí y allá pero en su mayor parte estaban sin marcar, que es lo que uno esperaría de gladiadores que nunca han perdido un encuentro. Se movían con sorprendente agilidad y gracia, considerando su magnitud. Al contrario que en Fausta, en ellos no se bamboleaba ni se sacudía nada al andar; a pesar de su robustez, sus músculos eran sólidos como el mármol.

Hice una mueca al ver sus famosas y feas caras tan cerca.

– Eudamo y Birria -susurré.

Cruzaron la habitación con suprema indiferencia, apartaron las diáfanas cortinas y se acostaron codo con codo en el colchón de Fausta. La cama crujió y se hundió bajo su peso.

Mi marido pretende llevárselos con él a Masilia -dijo Fausta con tristeza-. Necesita protección, desde luego. ¡Pero, por los dioses, voy a perderlos a los dos!

– ¿Entiendo que no tienes intención de acompañar a tu esposo al exilio?

– Seguir a Milón a Masilia para vivir entre griegos y galos y consumidos charlatanes romanos? Preferiría vivir mis últimos días en una de las granjas de cerdos que Milón tiene en Lanuvio.

Miré a Eudamo y Birria con cautela.

– ¿Estás segura de que saben hablar?

– Parece mucho esperar, ¿no?, dados sus muchos talentos. Pero sí, realmente saben hablar… aunque es Birria el que se encarga de hacerlo. Eudamo es el tonto, supongo que porque es el más guapo. -El menos repulsivo de los dos esbozó una sonrisa afectada y se ruborizó. El más feo arrugó la nariz y gruñó-. Chicos, éste es Gordiano. Le estaba contando algunas cosas sobre el día en que Clodio murió y no me cree.

– ¿Quieres que le separemos la cabeza de los hombros?

– No, Birria. Quizá otro día. ¿Recuerdas cómo comenzó la pelea aquel día?

– Claro que sí. -Birria cruzó los brazos detrás y se le marcaron unos bíceps tan grandes como la cabeza-. Nos encontramos con ese imbécil de Clodio en el camino, lo que podría haberse convertido inmediatamente en un problema, pero pasamos sin novedad, todos tan suaves como la seda. Pero el imbécil no pudo dejar pasar la oportunidad de gritarnos un insulto en el último momento.

– Y perdisteis la paciencia, ¿no es cierto? -dijo Fausta en tono compasivo.

– Yo sí. Le arrojé una flecha. Quería que le rozara la cabeza, pero hizo un movimiento y le hirió en un hombro. -Birria rió-. Lo tiró limpiamente del caballo y eso que yo ni siquiera quería hacerlo. Entonces se armó la marimorena y cada hombre se las arregló como pudo. Cogimos a los mejores. Poco después corrían como conejos por el bosque y por la carretera.

– Entonces vuestro amo os envió tras ellos -interrumpió Fausta.

– Después de que se le pasara la rabieta -dijo Birria.

– ¿Y cuáles fueron sus instrucciones?

Birria se estiró en el colchón. Sus piernas se salían tanto que casi podía tocar el suelo con los dedos.

– El amo dijo: «Matadlos a todos si tenéis que hacerlo, pero traedme vivo a Clodio. No toquéis ni un pelo de su cabeza u os mandaré a los dos a las minas». Así que perseguimos al imbécil hasta Bovilas, donde se había escondido en la posada. Tuvimos que entrar y sacar a sus hombres a rastras, uno por uno. El estúpido posadero se puso en nuestro camino y Eudamo se ocupó de él. Teníamos la situación bajo control y lo único que faltaba era sacar a Clodio de la posada arrastrándole por el pescuezo. Entonces aparecieron el tal Filemón y sus amigos. Levantó el brazo, gritó algunas amenazas y sacudió el puño, pero tan pronto dimos dos pasos hacia él, dejó escapar un chillido y puso pies en polvorosa. Él y sus amigos se dispersaron por todas partes, así que fuimos tras ellos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Eudamo persiguió a uno, yo a otro y todos nuestros hombres siguieron a los demás. Alguien tendría que haber tenido el sentido común de quedarse y vigilar a Clodio, pero nadie lo pensó. -Se encogió de hombros, con lo cual se arracimó una gran masa de músculos alrededor de su cuello de buey-. Aquel día todo fue una locura.

Sacudí la cabeza ante la simpleza de su pensamiento.

– Y cuando finalmente cazasteis a los testigos y volvisteis…

– Clodio se había ido.

Asentí con la cabeza.

– Porque Sexto Tedio ya había aparecido por allí y lo había despachado a Roma en su litera mientras vosotros estabais persiguiendo a Filemón…