– Bueno, sí, guardaespaldas no nos faltan -dije mientras echaba un vistazo a los cuatro esclavos formidables que, literalmente, nos rodeaban. Tenían aspecto de gladiadores entrenados: mandíbulas firmes, mirada pétrea, atenta a cualquier movimiento que hubiera a nuestro alrededor.
Los buenos gladiadores son caros tanto a la hora de comprarlos como a la hora de mantenerlos. Mi nuera Menenia se quejaba cada vez que Eco añadía otro al servicio de la casa, aduciendo que el dinero estaría mejor invertido en esclavos para la cocina o en un mejor tutor para los mellizos. «La protección es lo primero -replicaba Eco-. Son los tiempos que corren.» Con lo que, muy a mi pesar, yo estaba de acuerdo.
Mis pensamientos se detuvieron en la esposa y los hijos de Eco, que habían quedado en la casa del monte Esquilino.
– Menenia y los mellizos… -dije al tiempo que aceleraba el paso para no quedarme atrás. Mi aliento iba formando nubes en el aire; por lo menos la marcha me mantenía caliente. Pese a lo rápido que íbamos, otro grupo de hombres que venía detrás nos adelantó, ahuyentando nuestras sombras con sus antorchas.
– Están a salvo. El mes pasado puse otra puerta en la casa. Haría falta un ejército para derribarla. Además, he dejado a mis dos guardaespaldas más corpulentos para que cuiden de ellos.
– ¿Cuántos guardaespaldas posees ahora mismo?
– Sólo seis: los dos que hay en casa y los cuatro que nos acompañan.
– ¿Sólo seis? -Yo seguía teniendo únicamente a Belbo, al que había dejado al cuidado de Bethesda y de Diana. Por desgracia, Belbo era demasiado viejo y no podría seguir siendo un guardaespaldas apropiado durante mucho tiempo. En cuanto al resto de los esclavos de la casa, apenas si podía esperarse que soportaran una lucha en condiciones, si algo realmente terrible sucediera…
Intenté apartar de la mente aquellas ideas.
Otro grupo de hombres llegaba por detrás a toda mecha. Al igual que nosotros, no portaban antorchas. Mientras nos adelantaban en la oscuridad, observé que los guardaespaldas de Eco se ponían nerviosos y metían la mano bajo la capa. Los desconocidos sin antorcha podían llevar algo más peligroso, una daga sin ir más lejos.
El grupo pasó sin que ocurriera el menor incidente. Más adelante, alguien abrió de par en par los postigos en la ventana de un piso superior para asomarse.
¡Por Hades! Pero ¿qué ocurre esta noche?
¡Lo han matado! -gritó uno de los hombres que iban delante-. ¡Lo han asesinado a sangre fría, cobardes bastardos!
– ¿A quién han matado?
– A Clodio. Está muerto.
La figura de la ventana permaneció en silencio un instante entre las sombras y después dejó escapar una prolongada y sonora carcajada que resonó a través de la fría brisa nocturna. El grupo que nos precedía se detuvo bruscamente.
– ¡Problemas! -dijo Eco. Asentí, pero entonces me di cuenta de que el comentario en susurros era una señal para sus guardaespaldas. Estrecharon el cerco a nuestro alrededor y apretamos el paso.
– Entonces, ¿adónde… -dijo jadeando el hombre de la ventana, que con las carcajadas apenas si podía articular palabra-… adónde va la gente con tanta prisa? ¿A celebrarlo acaso?
El grupo de la calle estalló en gritos exasperados. Algunos alzaban el puño. Otros se agachaban a buscar piedras. Incluso en el monte Palatino, con sus inmaculadas calles y sus elegantes casas, aún pueden encontrarse pedruscos sueltos. El hombre de la ventana siguió riéndose hasta que de repente soltó un grito:
– ¡Ay, mi cabeza! ¡Sucios bastardos! -Cerró los postigos de golpe ante la súbita lluvia de piedras.
Nos apresuramos y doblamos la esquina. -Eco, ¿crees que es cierto?
Que Clodio esté muerto? No tardaremos en saberlo. ¿No es aquélla su casa? ¡Mira cuántas antorchas se han reunido en la calle! Eso fue lo que me hizo salir de casa…, podía verse el resplandor reflejado en las nubes. Menenia me llamó para que fuera a verlo desde la azotea. Creyó que todo el monte Palatino estaba en llamas.
– De manera que pensaste venir a ver si tu querido padre ya estaba chamuscado.
Eco sonrió, pero en seguida se puso serio.
– De camino, en la Subura, vi gente por todas partes; reunida en las esquinas, escuchando a los oradores. Apiñada a las puertas de las casas hablando en voz baja. Unos echando pestes, otros lloriqueando. Centenares de hombres andaban en dirección al Palatino, como un río corriente arriba, y en sus labios las mismas palabras: «¡Clodio está muerto!».
La casa de Publio Clodio (la nueva, pues hacía sólo unos meses que la había comprado y se había mudado) era una de las maravillas arquitectónicas de la ciudad, según las opiniones de algunos. Las casas de los ricos del monte Palatino eran cada año más grandes y más ostentosas, como enormes bestias presumidas que devoran las minúsculas casas que las rodean y exhiben sus pieles cada vez más suntuosas. La piel de aquella bestia en particular era de mármol de muchos colores. El resplandor de las antorchas permitía ver el tenue brillo de las placas y de las columnas de mármol que adornaban las terrazas del exterior (pórfido verde pulimentado de Lacedemonia, mármol egipcio rojo veteado con lunares blancos como la piel del fauno, mármol amarillo de Numidia con vetas rojas). Las terrazas, situadas en la ladera del monte y sembradas de desnudos rosales en el invierno, rodeaban el antepatio pavimentado con grava. La verja de hierro que normalmente cerraba el acceso al patio se hallaba abierta, pero el paso estaba totalmente bloqueado por la multitud de plañideras que llenaba el patio y se desperdigaba por las calles.
En algún lugar, detrás de aquella multitud, al final del antepatio, estaba la entrada a la casa propiamente dicha, que se extendía por la colina como un pueblo independiente, con sus diversas alas rodeadas por más terrazas y comunicadas entre sí por pórticos con más columnas de mármol multicolor. La magnífica casa se perfilaba por encima de nosotros, una minúscula montaña de sombras profundas y reluciente mármol, iluminada por dentro y por fuera, suspendida como en un sueño entre las amenazadoras nubes y el humo nebuloso que desprendían las antorchas.
– Y ahora ¿qué? -le pregunté a Eco-. Ahora ni siquiera podemos entrar en el antepatio con todo este gentío. Los rumores deben de ser ciertos…, fíjate en todos esos hombres llorando. Vamos, lo mejor será que volvamos a casa a cuidar de nuestras familias. Nadie sabe lo que puede pasar después.
Eco asintió con la cabeza pero pareció que no me oía. Se puso de puntillas para ver qué pasaba dentro del antepatio.
– Las puertas de la casa están cerradas. No parece que entre ni salga nadie. Lo único que hacen es permanecer ahí apiñados…
Hubo una repentina oleada de excitación entre la muchedumbre.
¡Dejadla pasar! ¡Dejadla pasar! gritaba alguien. La aglomeración fue aún mayor cuando la gente retrocedió para dar paso a una suerte de transporte que atravesaba la calle. En primera línea apareció una falange de gladiadores que se abrían paso a codazos y empujones. La gente hacía lo que buenamente podía para quitarse de en medio. Los gladiadores eran altos como gigantes; a su lado, los guardaespaldas de Eco parecían niños. Dicen que al otro lado de las costas del norte de las Galias hay unas islas donde los hombres crecen así de grandes., Aquéllos tenían el rostro pálido y llevaban corto el pelo de color rojizo.
El gentío que nos precedía se comprimió. A Eco y a mí nos estrujaron juntos, con los guardaespaldas formando aún un círculo a nuestro alrededor. Alguien me pisó un pie. Tenía los brazos atrapados a los lados. Divisé una litera que se aproximaba; los porteadores que la llevaban hacían parecer enanos a los gigantes gladiadores. Suspendido por encima de la multitud, el dosel de seda a rayas rojas y blancas resplandecía a la trémula luz de las antorchas.
Me dio un vuelco el corazón. Conocía aquella litera. A mí mismo me habían transportado en ella. Por supuesto, Clodia estaría allí.