La litera se iba aproximando. Las cortinas estaban corridas, como debían estar. No tendría ningún deseo de ver a la multitud, ni de que ésta la viera a ella. Pero por un momento me pareció ver que las cortinas se descorrían ligeramente. Me estiré para ver por encima de las cabezas de los porteadores, pero me confundieron las luces y sombras que ondulaban sobre la seda roja y blanca. Quizás fue tan sólo una sombra lo que vi y no el descorrer de las cortinas.
La mano de Eco me tiró bruscamente del hombro haciéndome retroceder, apartándome del camino de los gladiadores que avanzaban junto a la litera. Me dijo al oído:
– ¿Crees que…?
– Pues claro, debe de ser ella. Las rayas rojas y blancas…, ¿quién más podría ser?
No creo que fuera el único hombre entre la multitud que reconocía la litera y sabía quién iba en su interior. A fin de cuentas, aquélla era la gente de Clodio, los pobres de la Subura que se amotinaban a una orden suya, los antiguos esclavos que contaban con él para que protegiera su derecho al voto, la hambrienta plebe que había engordado con el grano que se repartía gratis por disposición suya. Habían apoyado siempre a Clodio como éste los había apoyado a ellos. Habían seguido su carrera política, habían chismorreado acerca de sus aventuras sexuales y sus asuntos familiares y habían proyectado terribles muertes para sus enemigos. Lo adoraban. Tal vez no adoraran igualmente a su escandalosa hermana mayor, pero reconocían su litera cuando la veían. De repente oí que alguien entre la multitud susurraba su nombre. Otros lo repitieron y cantaron al unísono hasta convertirlo en una cantinela suave que seguía tras el doseclass="underline"
– Clodia… Clodia… Clodia…
La litera entró en el antepatio por la estrecha puerta. Los gladiadores habrían podido despejar el camino por la fuerza, pero la violencia no fue necesaria. Al oír su nombre, las plañideras que había en el patio se apartaron con temor. Se formó un vacío delante de la litera y se cerró tras ella, de manera que avanzó rápido y sin incidentes hasta el otro extremo del patio y subió el corto tramo de escalones de la entrada. Las altas puertas de bronce se abrieron hacia dentro. Giraron el dosel para que no pudiera verse a sus ocupantes apearse de la litera y entrar en la casa. Las puertas se cerraron tras ellos con un sonido metálico amortiguado.
El canto se desvaneció. Un silencio inquietante descendió sobre la multitud.
– Clodio, muerto -dijo Eco quedamente-. Parece imposible.
No has vivido tanto como yo -dije con aire compungido-. Todos mueren tarde o temprano, grandes y pequeños, y la mayoría más temprano que tarde.
– Claro, sólo me refería…
– Sé lo que querías decir. Cuando algunos hombres mueren, es como si se lanzara un grano de arena al río, ni siquiera se percibe una simple ondulación. Con otros, es como un gran canto rodado, las olas salpican la orilla. Y con muy pocos…
– Como un meteorito caído del cielo -dijo Eco.
Aspiré una profunda bocanada de aire.
– Esperemos que no sea tan terrible -dije. Pero algo me decía que lo sería.
Esperamos un rato, atrapados por la apatía que cae sobre una multitud cuando sucede algo de importancia. Entre las personas que nos rodeaban oímos numerosos y contradictorios rumores sobre lo que había sucedido. Se había producido un incidente en la Vía Apia, en las afueras de Roma…, no, a doce millas, en Bovilas…, no, más al sur. Clodio había salido a cabalgar solo…, no, con un pequeño guardaespaldas…, no, en una litera con su esposa y su habitual séquito de esclavos y sirvientes. Había sido una emboscada…, no, un único asesino…, no, un traidor entre los mismos hombres de Clodio…
Y así seguían, sin que fuera posible conocer la verdad, sólo había un único y unánime punto de acuerdo: Clodio estaba muerto.
Las amenazadoras nubes proseguían su marcha gradual hasta revelar el firmamento desnudo: sin luna, oscuro como boca de lobo, salpicado de estrellas que brillaban como bolas de cristal. El breve pero rápido paseo desde mi casa me había calentado la sangre. Los achuchones de la gente y las antorchas me habían mantenido caliente, pero a medida que refrescaba la noche me iba quedando frío. Encogí los dedos de los pies y me froté las manos mientras observaba cómo mi aliento se entremezclaba con el humo en el aire.
– Esto no sirve de nada -dije por fin-. Me estoy congelando. No he traído una toga lo bastante gruesa.
Eco parecía estar muy a gusto con su toga, no más gruesa que la mía, pero un hombre de cincuenta y ocho años tiene la sangre más delicada que uno que tiene veinte años menos.
– ¿A qué estamos esperando? Ya sabemos a qué venía tanto revuelo. Clodio está muerto.
– Sí, pero ¿cómo ha muerto?
No pude evitar una sonrisa. Había aprendido el oficio de mí. La curiosidad se convierte en costumbre. Aunque no huela dinero en el asunto, el Sabueso no puede evitar sentir curiosidad, y menos aún cuando hay asesinato por medio.
– Esta gente no nos ayudará a descubrirlo -dije.
– Supongo que no.
– Entonces, vámonos.
Dudó un instante.
– ¿Crees que enviarán a alguien a hablar a la multitud? Seguro que tarde o temprano saldrá alguien… -Me vio tiritando-. Sí, vámonos.
– Tú no tienes por qué irte.
– No puedo permitir que vuelvas solo a casa, papá. No una noche como ésta.
– Entonces, que me acompañen tus guardaespaldas.
– No soy tan idiota como para quedarme solo entre esta gente.
– Podríamos repartírnoslos, dos para ti y dos para mí.
– No, no pienso dar ninguna oportunidad a nadie. Te acompañaré a casa y luego regresaré si aún me quedan ganas.
Podríamos haber seguido discutiendo tales cuestiones logísticas un poco más de no ser porque, cuando levantó la vista, Eco vio a alguien detrás de mí. Los guardaespaldas se pusieron tensos.
– Busco a un hombre llamado Gordiano -dijo una voz cavernosa por encima de mi cabeza. Me giré para ver mi nariz incrustada en un pecho exageradamente ancho. Arriba, en alguna parte, había una cara rubicunda coronada por un flequillo de rizos rojos. El latín del individuo era horrendo.
– Yo soy Gordiano -dije.
Bien. Ven conmigo.
– Que vaya contigo ¿adónde?
Estiró la cabeza.
– A la casa, claro está.
¿Por invitación de quién? -pregunté sabiendo ya la respuesta.
– Por orden de mi señora Clodia.
Así que, después de todo, me había visto desde la litera.
Capítulo 2
Incluso con el pelirrojo gigante de guía, dudaba de la posibilidad de atravesar la concurrida entrada y el antepatio. De hecho, él se encaminó en otra dirección. Lo seguimos calle abajo, bordeamos la muchedumbre y llegamos a una estrecha escalera de caracol incrustada en la ladera del monte, al otro lado del círculo exterior de terrazas de mármol. La escalera estaba flanqueada por higueras cuyas densas ramas formaban un baldaquino sobre nosotros.
– ¿Estás seguro de que este camino nos lleva a la casa? -preguntó Eco con suspicacia.
– Vosotros seguidme -dijo el gigante con voz ronca mientras señalaba la distante lámpara en la parte superior de las escaleras. Sin una antorcha que nos guiara, el camino era oscuro y los escalones se perdían entre las sombras. Los subimos con precaución detrás del gigante, hasta que llegamos a un estrecho descansillo. La lámpara colgaba sobre una puerta de madera. Junto a la puerta había apostado otro gladiador que nos ordenó que dejáramos fuera a nuestra escolta y que sacáramos las armas. Eco sacó un puñal y se lo entregó a uno de sus guardaespaldas. Cuando yo protesté aduciendo que no llevaba ninguna, el gigante pelirrojo insistió en registrarme. Satisfecho por fin, abrió la puerta y nos condujo al interior.