– ¿Quiénes son estos hombres?
– Amigos míos -dijo Clodia alzando la voz.
– ¿Y qué hombre no lo es? -La mujer dirigió a Clodia una mirada fulminante-. ¿Qué hacen aquí? Deberían esperar en la sala externa con los demás.
– Les pedí que entraran, Sempronia.
Esta no es tu casa -dijo la mujer sin rodeos.
Metela se fue al lado de su madre y le cogió la mano. La mujer mayor las miró airadamente. La cuarta mujer, cuyo rostro aún no había visto, seguía dándonos la espalda. Bajó la mano para tocar la cabeza de la pequeña que tenía apretada contra ella. La niña estiró el cuello y nos miró con ojos grandes e inocentes.
– Sempronia, por favor… -dijo Clodia con un susurro tenso.
– Sí, madre, tratemos de ser pacíficas. Incluso con nuestra querida Clodia. -La cuarta mujer se volvió por fin. En sus ojos no vi ni ira ni lágrimas. La voz denotaba cansancio, pero era agotamiento, no resignación. No se reflejaba ninguna emoción ni en la voz ni en el rostro, únicamente una especie de firme determinación. Alguien habría esperado una reacción más intensa en una viuda. Tal vez sólo estaba paralizada por la impresión, pero su mirada era persistente y profunda mientras nos evaluaba.
Fulvia no era una gran belleza, como Clodia, pero su aspecto era impresionante. Tenía por lo menos diez años menos que ella; le echaba no más de treinta. Cuando su hija se le agarró, comprendí de dónde habían salido aquellos ojos pardos, brillantes y curiosos; había en la mirada de Fulvia una agudeza que indicaba una inteligencia formidable. Carecía de la terrible dureza de la madre, pero se percibía su semilla en las duras líneas del contorno de la boca, en especial cuando volvía la mirada a Clodia.
Pude ver en seguida que las cuñadas no se apreciaban. Clodia y su hermano eran (mal) afamados por su mutua devoción; había muchos que pensaban que su comportamiento era más propio de un matrimonio que de dos hermanos. ¿En qué lugar dejaba a la esposa real de Clodio? ¿Qué pensaba Fulvia de la intimidad que existía entre su esposo y su cuñada? Por la mirada que se intercambiaron, deduje que ambas habían aprendido a tolerarse mutuamente, pero nada más. Clodio había sido el vínculo entre ambas, el objeto de su afecto al igual que la causa de su mutua animosidad; quizás Clodio también había mantenido la paz entre ellas. Ahora Clodio estaba muerto.
Y bien muerto, pensé, pues más allá de Fulvia pude distinguir el cadáver que yacía en la mesa alta y alargada. Aún llevaba la ropa de montar de invierno (una túnica pesada, de manga larga, ceñida con un cinturón, medias de lana y botas rojas de cuero). La túnica, mugrienta y empapada de sangre, estaba desgarrada por el pecho y colgaba hecha jirones, como los gallardetes de una bandera roja harapienta.
– Venid -susurró Clodia, haciendo caso omiso de las otras mujeres y cogiéndome del brazo-. Quiero que lo veáis. -Me llevó hasta la mesa. Eco me seguía muy de cerca.
El rostro estaba intacto. Tenía los ojos cerrados y sólo algunas manchas de suciedad y de sangre y una ligera mueca, como de alguien que padece dolor de muelas o tiene una pesadilla, alteraban los labios y mejillas inertes. Se parecía a su hermana de un modo misterioso: los mismos pómulos, hermosamente moldeados, y la misma nariz larga y orgullosa. Era un rostro para derretir los corazones de las mujeres y provocar la envidia de los hombres, un rostro para mofarse de sus insatisfechos colegas patricios en el Senado y para ganarse la adoración de la chusma. Clodio había sido sorprendentemente guapo, casi demasiado aniñado para un hombre que ronda los cuarenta años. Las únicas señales que delataban su edad eran algunas greñas canosas en las sienes, e incluso éstas se perdían entre la densa mata de pelo negro.
Por debajo del cuello, su cuerpo, fuerte y delgado, estaba elegantemente proporcionado con los hombros cuadrados y el ancho pecho de nadador. Una herida abierta le atravesaba el hombro derecho. Había dos heridas de puñal más pequeñas en el pecho y las piernas estaban marcadas por numerosas laceraciones, arañazos y contusiones de todo tipo. Otras magulladuras le marcaban la garganta como si le hubieran atado una cuerda delgada al cuello; de hecho, si no hubiera tenido más heridas, yo habría jurado que lo habían estrangulado.
A mi lado, Eco se estremecía. Al igual que yo, había visto muchos cadáveres, pero las víctimas envenenadas o apuñaladas por la espalda presentan un espectáculo menos sangriento que el cadáver que teníamos delante. No era el cuerpo de un hombre al que hubieran asesinado de forma rápida y furtiva. Era el de un hombre muerto en combate.
Clodia cogió una mano del cadáver entre las suyas, apretándola como si pudiera calentarla. Recorrió los dedos y frunció el ceño:
– El anillo. ¡El sello de oro! ¿Se lo has quitado tú, Fulvia?
Fulvia negó con la cabeza.
– El anillo ya no estaba cuando lo trajeron. Los hombres que lo mataron han debido de llevárselo como trofeo. -Seguía sin mostrar ninguna emoción.
Se oyeron suaves golpes en la puerta. Algunas esclavas entraron con telas dobladas en los brazos. Portaban peines, frascos de ungüento y calderos de agua caliente que despedían nubes de vapor en el aire.
– Dame un peine -dijo Clodia al tiempo que alargaba un brazo a una de las esclavas.
Fulvia torció el gesto.
– ¿Quién ha mandado traer esto?
– Yo. -Clodia se fue al extremo de la mesa y empezó a peinar el pelo de su hermano. Las púas se enredaron en una maraña de sangre seca. Se le crispó el rostro. Pasó el peine por los cabellos, pero las manos le temblaban.
– ¿Has sido tú? Entonces serás tú la que ordene que se lo lleven -dijo Fulvia.
– ¿Qué quieres decir?
– No es necesario lavarlo.
– Claro que sí. El pueblo quiere verlo ahí fuera. -Y lo verá.
– ¡Pero no así!
– Así exactamente. Querías que tus amigos vieran las heridas. Pues bien, yo también. ¡Toda Roma las verá!
– Pero toda esta sangre y su ropa colgando como andrajos…
– Quítale la ropa, entonces. Deja que el pueblo lo vea tal como es.
Clodia continuó peinándolo sin apartar los ojos de su trabajo. Fulvia avanzó hacia ella. La agarró de la muñeca, le arrebató el peine y lo tiró al suelo. El gesto fue repentino y violento, pero la voz era tan impasible como el rostro.
– Mi madre tiene razón. Ésta no es tu casa, Clodia, ni él era tu marido.
Eco me tiró de la manga. Asentí con la cabeza. Ya era hora de irnos. Incliné la cabeza por deferencia al cadáver pero el gesto pasó inadvertido; Clodia y Fulvia se miraban como tigresas con las orejas gachas. Las esclavas se dispersaron nerviosamente mientras nosotros nos dirigíamos a la puerta. Antes de salir de la sala, me di la vuelta y eché una última mirada a las mujeres; me sorprendió ver la imagen de Clodio muerto, tendido en la mesa y rodeado por las cinco mujeres que habían estado más cerca de él durante su vida (su hija pequeña, su sobrina Metela, su esposa Fulvia, su hermana Clodia y su suegra Sempronia). Pensé en las mujeres troyanas llorando-la muerte de Héctor, con las esclavas formando el coro.
La sala externa, muy iluminada, parecía otro mundo con los hombres de toga paseándose preocupados y el acallado murmullo de las voces masculinas. El ambiente era igual de tenso pero de distinta naturaleza (no por el dolor, sino por la crisis y la confusión), como un campamento militar asediado o una desesperada reunión de conspiradores. La sala estaba más atestada que antes. Habían llegado importantes personajes acompañados de -sus respectivas comitivas de libertos y esclavos. Reconocí a varios conocidos senadores y magistrados populistas. Algunos conversaban tranquilamente en parejas. Otros se reunían en círculo para escuchar a un hombre de mirada salvaje y pelo revuelto que no cesaba de golpearse la palma de la mano con el puño.
– Digo que asaltemos esta noche la casa.de Milón -decía-. ¿Para qué esperar? La tenemos a tiro de piedra. Lo sacaremos a la calle a rastras, prenderemos fuego a la casa y le arrancaremos un miembro tras otro.