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Cuchicheé al oído de Eco:

– ¿Sexto Cloelio?

Eco asintió y me respondió entre susurros:

– El brazo derecho de Clodio. Organiza a la chusma, prepara amotinamientos, disloca hombros y aplasta narices. Sin temor a ensuciarse las manos.

Algunos políticos asentían con la cabeza a la sugerencia de Cloelio. Otros se mofaban.

– ¿Qué te hace pensar que Milón se atrevería a volver a la ciudad después de lo que ha hecho? dijo uno-. Ahora debe de estar a mitad de camino de Masilia.

– No -dijo Cloelio-. Milón lleva años afirmando que algún día mataría a Publio Clodio. Recordad mis palabras: mañana irá al Foro a fanfarronear. ¡Y cuando asome la nariz, lo aniquilaremos allí mismo!

– De nada serviría una matanza -dijo el apuesto joven de elegante traje que había visto al entrar, Apio, el sobrino de Clodio-. En vez de eso, pediremos con insistencia un juicio.

– ¿Un juicio! -gritó exasperado Cloelio. Hubo un gruñido general.

– Sí, un juicio -insistía Apio-. Es el único modo de exponer al bastardo y a sus amigos con él. ¿Crees que Milón estaba solo detrás de esto? No tiene seso para tramar una emboscada. ¡Me huelo que detrás está Cicerón! Los enemigos de mi tío Publio no lo mataron por capricho. ¡Fue un asesinato frío y calculado! No quiero sólo venganza; un cuchillo en la espalda podría satisfacerla. ¡Quiero ver a esos hombres desacreditados, humillados y expulsados de Roma entre abucheos! Quiero que la ciudad entera los repudie y a sus familias con ellos. Eso significa un juicio.

– No creo que sea una cuestión de elegir entre preparar o no una matanza -dijo un joven de aspecto astuto y tranquilo que estaba en la periferia de la multitud.

– Cayo Salustio -me dijo Eco al oído-. Uno de los tribunos radicales elegidos el año pasado.

Las cabezas se volvieron. Convertido ya en centro de la atención, Salustio se encogió de hombros.

– Bueno, ¿en qué te basas para creer que podemos controlar a la plebe? Clodio podía, pero Clodio está muerto. No hay forma de saber lo que ocurrirá mañana, o esta misma noche, para el caso. ¿Una matanza? ¿Un baño de sangre? Tendremos suerte si queda en Roma organización suficiente para incoar un proceso.

Hubo otra ronda de gruñidos y bufidos, pero nadie puso en duda lo que decía Salustio. Por el contrario, se apartaron con inquietud y reanudaron sus disputas sin él.

– ¡Un juicio! -insistió Apio.

¡Primero un amotinamiento! -dijo Sexto Cloelio-. La gente no se contentará con menos. Y si Milón se atreve a dar señales de vida, lo decapitaremos y pasearemos su cabeza por el Foro clavada en una estaca.

– Entonces, seguro que la furia de la ciudad se desatará contra nosotros -arguyó Apio-. No. Mi tío Publio conocía el modo de utilizar a la plebe (como se usa un puñal, no una maza). Estás nervioso, Sexto. Te vendría bien dormir un poco.

– No me cuentes cómo utilizaba Publio a la plebe -dijo Cloelio-. La mitad de las veces era yo el que tramaba las estrategias por él.

Los ojos de Apio chispearon. Me recordaron a los ojos de Clodia, brillantes y verdes como esmeraldas.

– No intentes atribuirte más poder del que te corresponde, Sexto Cloelio. Ahórrate tu vulgar retórica para la chusma. Los hombres de esta sala somos demasiado refinados para tu estilo fanfarrón.

Cloelio abrió la boca para responder pero se dio media vuelta y se alejó con paso airado.

Hubo un silencio tenso que rompió Salustio.

– Creo que estamos todos un poco nerviosos -dijo-. Me voy a casa a dormir un poco. -Un nutrido grupo de sirvientes salió con él arrastrando los pies, dejando más espacio para los que permanecieron allí con sus paseos y gesticulaciones.

– Nosotros deberíamos hacer lo mismo -dije dando un codazo a Eco-. Necesito dormir. Además, es como dice Salustio: nadie sabe lo que puede ocurrir esta noche en las calles. Deberíamos estar en casa con nuestras familias y las puertas atrancadas.

El gladiador que nos había escoltado antes no nos había quitado el ojo de encima. Cuando nos movimos en dirección a la puerta, se unió a nosotros e insistió en indicarnos la salida. Se volvió únicamente cuando nos hubo entregado a la protección de los guardaespaldas de Eco, que aguardaban en un descansillo de-la apartada entrada lateral.

Descendimos los escalones que daban a la calle_ La multitud congregada fuera del antepatio de la casa de Clodio había aumentado considerablemente. Había grupos de hombres- que discutían, como sus jefes dentro de la casa, sobre lo que debería hacerse, sólo que gritaban más y su lenguaje era más vulgar. Otros, estaban solos y sollozaban abiertamente, como si hubiesen asesinado a un hermano -o a su propio padre.

Intentaba caminar en línea recta, pero -la multitud era como una fuerza, como una contracorriente que me retuviera. Eco estaba contento de quedarse y observar, de modo que callejeamos excitados por la luz de las antorchas, los trozos de conversación que flotaban, la movediza masa humana y la sensación de inseguridad y espanto.

Súbitamente, las grandes puertas de bronce de la casa de Clodio se abrieron con un doble sonido metálico. Un silencio expectante cayó sobre la muchedumbre como una ola. Primero aparecieron hombres armados que descendieron los escalones acordonados, precediendo y flanqueando a los hombres de toga, que transportaban el cuerpo de Clodio en unas andas largas y aplanadas.

Tan pronto como se pudo ver el cuerpo, se elevó un gruñido entre la multitud, seguido de una gran precipitación hacia delante. Depositaron las andas en las escalinatas, ladeadas hacia arriba para que pudiera verse a Clodio. Nos vimos atrapados en la apretura. La multitud se comprimió en el antepatio y los que estaban en la calle entraron de un tirón detrás, como si se los tragara un torbellino. Eco me agarró de la mano cuando nos vimos impelidos a atravesar las puertas y entramos en el antepatio como los restos flotantes de una inundación. Sus guardaespaldas luchaban por mantenerse cerca a codazos y empujones. Sentí en las costillas el pinchazo de un cuchillo que llevaba el guardaespaldas que tenía a mi lado y pensé en la absurda ironía de tener que ser accidentalmente atravesado por el arma de un hombre que pretendía protegerme.

Nos detuvimos. La multitud estaba apretada en el antepatio como los granos de arena en una botella. Entre el humo de las antorchas tuve una clara visión de Clodio sostenido en las andas, rodeado en la muerte como lo había estado toda su vida, por guardias armados. A ambos lados de las andas estaban los hombres que lo habían transportado. Entre ellos reconocí a Apio y a Sexto Cloelio.

A Clodio lo habían despojado de la ropa ensangrentada y lo habían dejado únicamente con un taparrabos. Habían limpiado la herida del hombro y las heridas del pecho, pero con el único propósito de exhibirlos con mayor claridad; aún quedaba mucha sangre coagulada por toda la piel pálida y cerúlea. El pelo, observé, lo habían peinado y desenredado amorosamente. Lo llevaba estirado hacia atrás, como lo había llevado en vida, pero un mechón suelto le caía en un ojo. Mirándole sólo a la cara, se podría creer que simplemente dormía y que fruncía el ceño porque el pelo le hacía cosquillas en un ojo y que, de un momento a otro, iba a levantar la mano para apartárselo. Verle desnudo a la luz de las estrellas en aquella fría noche me hizo estremecer.

A nuestro alrededor, los hombres se lamentaban, maldecían, lloraban, golpeaban el suelo con los pies, agitaban los puños y ocultaban el rostro entre las manos. Otro estremecimiento de temor sacudió a la multitud cuando Fulvia apareció en los escalones.

Tenía los brazos cruzados y la cabeza inclinada. Su cabellera larga y oscura caía sin ondulaciones y se fundía con la línea negra de su túnica. La gente alargaba las manos hacia ella en señal de consuelo, pero ella hacía caso omiso. Permaneció largo rato junto al cuerpo de su esposo sin apartar la mirada de él. Después levantó la cara al cielo y dejó escapar un grito de angustia que me heló la sangre. Fue un grito de fiera salvaje hendiendo el aire de la fría noche; si aún quedaba alguien durmiendo en el Palatino, seguramente lo despertó. Fulvia se tiró de los pelos, elevó los brazos al cielo y se lanzó sobre el cuerpo de su esposo. Su sobrino y Sexto Cloelio hicieron un torpe intento de retenerla pero retrocedieron asombrados cuando Fulvia chilló y golpeó las andas con los puños. Acarició el contorno de la cara con manos temblorosas y apretó su rostro contra el de su esposo cubriendo con un beso los fríos labios.