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– Supongo que sí…

Diana aprovechó la cuerda que le tendía su madre:

– En cambio, se metió por medio de la densa multitud con aquella enorme litera (todo el mundo sabe que la de rayas rojas y blancas es suya) y acompañada de un verdadero ejército de gigantescos gladiadores de cabezas rojas.

Bethesda asintió:

– Donde todo el mundo estuviera seguro de advertir su llegada.

– Y hablara de ello durante mucho tiempo -añadió Diana.

¿Adónde queréis ir a parar? -dije mirando a una y a otra, como si me hubiera dado por ejercitar los músculos del cuello.

– Bueno, papá, aquel dolor no era lo único que Clodia tenía en mente.

– Exactamente -aseguró Bethesda-. Salir a escena; eso era lo que a Clodia le interesaba.

– ¿Oh, claro! -sacudí la cabeza-. Si hubierais estado allí, si hubierais sentido el ambiente, la desesperación, la angustia…

Tanto mejor para realzar la tragedia -dijo Bethesda-. No dudo del auténtico dolor de Clodia, pero ¿entiendes?, ya debió de considerar las circunstancias antes de tiempo. Se dio cuenta de que no le permitirían aparecer en público junto al cuerpo de su hermano cuando fuera exhibido ante la multitud. Semejante privilegio estaba reservado para Fulvia.

– De modo que Clodia causó impresión de la única manera que conoce: saliendo a escena por todo lo alto.

– Comprendo, estáis diciendo que quería atraer toda la atención del público a expensas de su cuñada.

– No, nada de eso. -Bethesda frunció el ceño ante mi falta de perspicacia-. Sólo quería lo que era suyo.

– Reclamar la parte del dolor público que ella siente que le pertenece aclaró Diana.

– Ya entiendo -dije, no muy seguro de ello-. Bueno y ya que hablamos de actuar para exhibirse, me llamó mucho la atención el comportamiento tan contradictorio de Fulvia…

– ¿Contradictorio? -repitió Bethesda.

– Papá, ¿qué quieres decir?

– Ya os he contado lo rígida que estaba en el cuarto interior, prácticamente no dio muestras de ninguna emoción, ni siquiera cuando discutían acerca del modo de limpiar el cuerpo y puso a Clodia en su lugar. ¡Y luego aquellos chillidos tan histéricos delante de toda esa gente cuando exhibieron a Clodio ante la multitud!

– Pero, papá, ¿dónde está la contradicción? Diana me miraba llena de curiosidad al igual que su madre. Casi creí que se estaban burlando de mí.

– A mí me parece que una mujer debería llorar en privado y reprimirse en público, y no al revés -dije.

Bethesda y Diana se miraron la una a la otra y fruncieron el entrecejo.

– Y eso, ¿para qué serviría? -dijo Bethesda. -No se trata de que sirva o no sirva…

– ¡Esposo! -Bethesda sacudía la cabeza-. Por supuesto, Fulvia no quería mostrarte a ti su dolor, a un desconocido, en la intimidad de su hogar, y menos aún delante de Clodia. Se comportó con dignidad (para que su madre se sintiera orgullosa, para demostrar a su hija lo fuerte que debía ser, para confundir a su llorona cuñada). Y también por el bien de su marido, ya que vosotros los romanos creéis que el espíritu de un hombre muerto deambula durante un tiempo por las proximidades de su cuerpo vacío. Por eso adoptó ante ti la actitud más digna. Pero ante la multitud, era muy diferente. Fulvia quería provocarla tanto como le fuera posible, del mismo modo que su marido lo había hecho tantas veces. Poco habría conseguido si hubiera permanecido junto al cadáver ensangrentado comportándose como una estatua, ¿no crees?

Entonces tú crees que aquella exhibición de dolor fue calculada y falsa.

– Calculada, sin duda alguna. Ahora bien, falsa, de ninguna manera. Simplemente eligió el momento y el lugar más adecuados para dar rienda suelta al dolor que llevaba tanto tiempo soportando.

Sacudí la cabeza para mostrar mi desacuerdo:

– No estoy seguro de que estéis hablando con sensatez. Prefiero tratar de imaginarme la clase de estratagemas que estaban planeando los políticos en la antecámara.

Bethesda y Diana se encogieron de hombros al mismo tiempo, dándome a entender que el tema les aburría.

– A los políticos se les ve demasiado el plumero para que resulten interesantes -replicó Bethesda-. Claro está que puede que haya juzgado mal a Clodia y a Fulvia. No estuve allí para verlo con mis propios ojos. Solamente puedo guiarme por lo que tú me acabas de contar.

Soy un observador tan poco fiable? Enarqué una ceja-. ¡Pues me llaman el Sabueso, para que lo sepáis!

– El caso es que -prosiguió Bethesda haciendo caso omiso de mi observación- nunca se sabe lo que alguna gente es realmente capaz de hacer. Especialmente, cuando se trata de mujeres tan complicadas como Clodia o Fulvia. ¿Cómo llega uno a saber lo que realmente piensan, lo que realmente sienten? ¿Lo que realmente quieren? -Bethesda intercambió una mirada pensativa con Diana. Ambas se llevaron al mismo tiempo una cucharada de gachas a los labios y la bajaron bruscamente cuando Belbo irrumpió en la sala.

Durante muchos años, un gigante con pelo de paja había sido mi guardaespaldas privado, quien me había salvado la vida en más de una ocasión. Seguía siendo tan fuerte como un buey, pero también igual de torpe y pesado; tan fiel como un perro de caza, pero ya no útil para la caza. Todavía le confiaba mi vida en los aspectos cotidianos (dejaba que me afeitara la nuca), pero no podía contar con él para que me protegiera de los puñales en el Foro. ¿Qué se hace con un guardaespaldas leal que ha sobrevivido a su capacidad de cumplir su función? Belbo sabía leer un poco y hacer las sumas más elementales. No tenía una especial habilidad ni en carpintería ni en jardinería. Aparte de realizar ocasionales hazañas de fuerza prodigiosa (cargar con un saco pesado de grano o levantar un macizo ropero con una sola mano), cumplía bastante bien con sus funciones de portero, oficio que principalmente requería sentar se al sol en el atrio la mayor parte del día. El aletargamiento sentaba bien a su naturaleza bovina y realzaba aquel temperamento ecuánime que los desconocidos confundían a menudo con la estupidez. El' ingenio de Belbo podía ser lento, pero de ningún modo torpe. Era su modo de sonreír ante un chiste después de que todo el mundo había acabado ya de reír. Rara vez se enfadaba, aunque le provocaran. Y era aún más raro que mostrara temor. Cuando entró en el comedor, sin embargo, sus ojos de buey estaban asustados.

– ¿Qué ocurre, Belbo?

– Fuera en la calle, amo. Delante de la casa. Creo que será mejor que vengas a verlo.

No bien hube pasado al jardín que está en el centro de la casa, pude oír el alboroto que tenía lugar al aire libre, una mezcolanza indistinta de gritos y pisadas. Parecía un tumulto. Atravesé a toda prisa el jardín y el atrio hasta llegar al vestíbulo de la parte delantera de la casa. Belbo descorrió el pequeño entrepaño de la puerta y se apartó para dejarme que pegara el ojo a la mirilla.

Distinguí un movimiento turbio de derecha a izquierda: una multitud apresurada vestida de negro. Oí el rugido de la turba, pero no pude distinguirlo que decía.

– ¿Quiénes son, Belbo? ¿Qué pasa? -Me quedé mirando por la mirilla. De repente una figura se separó de la masa y corrió directamente hasta la puerta. Puso la boca en la mirilla y comenzó a gritar:

– ¡La echaremos abajo! ¡La quemaremos! -Aporreó la puerta con los puños. Retrocedí con una sacudida, mi corazón latía violentamente. Por la mirilla vi al hombre que reculaba, con la expresión de un-maníaco congelada en el rostro. Aunque la puerta nos separaba, me eché a temblar. Después, tan repentinamente como había aparecido, el hombre regresó y se alejó corriendo, desapareciendo entre la multitud.

– ¡Por Hades! ¿Qué pasa?

– Yo no te aconsejaría que salieras para averiguarlo -dijo Belbo seriamente.

Me paré a pensar un momento.

– Subiremos al tejado para echar un vistazo. ¡Ve a buscar la escalera de mano, Belbo, y tráela al jardín!