Por primera vez, me encontré a solas con Fulvia. Inmediatamente, advertí una nota diferente en ella. Cuando se detuvo y se giró hacia mí, su rostro parecía pertenecer a otra mujer, más joven y vulnerable. ¿Estás seguro de lo que dices, Gordiano? -Antonio es inocente, al menos de este crimen.
Sonrió aunque tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Qué emociones la embargarían, siempre controladas para que no las viera nadie?
– Entonces, hay esperanza. Quizá, después de todo, aún pueda tener un futuro.
– ¿Con Antonio? Pero todavía está casado con su prima. ¿Acaso tiene intención de divorciarse de Antonia?
– No, eso es imposible. En estos momentos, un divorcio le arruinaría. Me sugirió que pensara en casarme con Curión.
– ¿Su amigo de la infancia?
– Su amante de la infancia. Puedes decir la palabra. Pienso en ellos como dos guerreros griegos de fábula, como Aquiles y Patroclo.
– ¿Y a ti te gustaría ser Briseida?
Me miró sin verme. No había captado la alusión y por tanto había fallado el insulto. No había leído mucho.
– ¿Estás pensando en casarte de nuevo tan pronto? -dije. -Curión y yo esperaremos el momento adecuado.
– Pero semejante matrimonio…
– ¿Por qué no? Los dos amamos a Antonio desde siempre. Y Antonio nos ama a los dos más que a cualquier otro. Ciertamente, más de lo que ama a Antonia.
– Pero Clodio…
– Clodio está muerto -dijo con aspereza- y trato de vengar su muerte. Pero Antonio está vivo. Y Curión está vivo y soltero. Tengo que pensar en el porvenir. ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? -Su sonrisa se había desvanecido, del mismo modo que las lágrimas-. ¿Quieres que te pague ahora?
– Sí, gracias.
– Diré que traigan la plata. ¿Y los dos esclavos?
– Los recogeré por mi cuenta.
Abandoné la casa de Fulvia de muy buen humor. Era la emoción de estar libre de nuevo después de haber estado cautivo, de estar de vuelta en la ciudad en la que era conocido y necesitado. El tintineo de la plata nueva en mi bolsa también ayudaba, así como la satisfacción de haber actuado por impulso cuando le pedí los dos esclavos a Fulvia. En aquel momento me sentía contento conmigo mismo y con mi lugar en el mundo.
Mi humor cambió de improviso cuando vi que la litera de Clodia había desaparecido.
Su arrogante y atractivo esclavo se había quedado con suficientes guardaespaldas para llegar a casa sano y salvo.
Espero que no te importe caminar -dijo en son de burla. ¿Dónde está Clodia?
– Recordó que tenía asuntos urgentes.
– Pero tenía cosas que contarle. Cosas que tenía muchas ganas de oír.
– Supongo que pensó que, después de todo, no eran tan importantes. -El esclavo era absurdamente condescendiente-. ¿Nos vamos? Podrás andar, ¿verdad? ¿O debo enviar a buscar una litera? -Ahora era deliberadamente insultante.
Pensé en darle una amistosa reprimenda. Era joven y bello y tenía el favor de su ama, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Se había fijado en el gran número de los que habían complacido a su ama antes que él?
Pero ¿para qué? El esclavo simplemente estaba equivocado. Lo que había tomado como una humillación, la brusca partida de Clodia, era precisamente todo lo contrario. La había herido tan profundamente que se había ido. Yo, Gordiano, había herido a Clodia. Era un triunfo, me dije; y me contesté, sí, del tipo que había hecho famoso a Pirro. La luz de la litera, la calidez de su cuerpo, su aroma esquivo e inolvidable…, algo me decía que nunca volvería a disfrutar de todo aquello.
Capítulo 29
Durante los días que siguieron, tal como había sucedido en el periodo que habíamos estado ausentes de Roma, hubo continuas reuniones en el Foro, en las que los tribunos radicales protestaron amargamente contra Milón. Yo estaba a salvo tras las puertas de mi casa, pero Eco, que se había empeñado en asistir a estas reuniones, me aseguraba que eran discusiones pacíficas gracias a la presencia de las tropas de Pompeyo.
– No sé qué me deprime más -le dije-, si ver un contio convertirse en una revuelta o ver a los ciudadanos romanos acobardados por soldados romanos.
– Papá, hay que hacer algo para detener la violencia.
– Pero es como si tuviéramos un rey. Es lo que parece al ver tantos soldados en las calles…, es como estar en Alejandría, donde ves a los hombres del rey Ptolomeo por todas partes.
– Bueno, esperemos que los soldados de Pompeyo lo hagan mejor y mantengan la paz -dijo Eco. Alejandría era famosa por sus revueltas-. Realmente, papá, casi pareces sentir nostalgia de los buenos viejos tiempos en que las calles estaban llenas de sangre.
– No tengo nostalgia del pasado, Eco, sólo temo el futuro.
– Mientras tanto, papá, el resto de nosotros vivimos en el presente. Nadie protesta por ver a unos pocos soldados en el Foro.
– Todavía no.
Cuando le conté a Bethesda que había adquirido a Mopso y Androcles, se tomó la noticia de que pronto habría dos bocas más para alimentar (niños, nada más y nada menos) con más calma de la que esperaba. ¿Tan frágil parecía que se sentía obligada a condescender a cualquier locura que se me ocurriera? ¿Habría penetrado el espíritu de Minerva en ella cuando la estatua cayó y se rompió, convirtiéndola en un ser perpetuamente sereno?
Su explicación fue mucho más simple. Dijo que había disfrutado de Eco y Metón cuando eran niños. Si el Destino traía otros dos a mi familia, haría todo lo que pudiera para darles la bienvenida. Alimentar a toda la casa siempre había sido un reto, sobre todo últimamente, ya que Davo comía incluso más que Belbo, pero se las arreglaría.
La reacción de Diana aún fue más sorprendente. No le había gustado que los gemelos de Eco y Menenia -le quitaran el puesto de benjamina de la familia, pero había madurado bastante desde entonces y yo no tenía la intención de hacerla aceptar a Mopso y Androcles como hermanos pequeños; serían simples sirvientes. Incluso así, pensaba que Diana se mostraría indiferente o contraria a la idea. No imaginaba que rompería a llorar y saldría corriendo de la habitación.
– ¡En nombre de Júpiter! ¿Qué le pasa? -Pregunté a Eco.
– Parece que no le gusta la idea.
– Pero ¿a qué vienen las lágrimas?
– Tiene diecisiete años. Llora por todo.
– Bethesda dice que Diana no derramó ni una lágrima mientras estábamos fuera.
– Entonces debería haber dicho: tiene diecisiete años, no llora por nada. ¿Sabes? Ya es hora de que se case, papá. Probablemente de ahí le viene todo. La idea de que haya dos niños nuevos en la casa hace que se dé cuenta de que probablemente no permanezca mucho más tiempo aquí.
– ¿De verdad crees que es por eso?
– No tengo ni idea. ¿Has pensado en buscarle marido?
– Eco, ¿cuándo he tenido tiempo? Tú eres el que sale y va de aquí para allá a todas esas reuniones del Foro.
– Me cuesta pensar que pueda encontrar un marido adecuado para mi hermana pequeña entre toda esa chusma.
– A lo mejor Menenia tiene algún primo de la misma edad -sugerí.
– O quizá Metón conozca algún oficial.
– Supongo que es algo en lo que tendremos que empezar a pensar -admití-. Pero ¿sabes lo que realmente necesito hacer ahora? Arreglar la estatua de Minerva…
Pocos días después, uno de los guardaespaldas de Eco vino a casa hecho un manojo de nervios. Davo lo acompañó a mi despacho.
– Está a punto de comenzar un contio en el Foro -dijo casi sin aliento después de la carrera desde la Rampa- y el amo dice que debes acudir.
– ¿Por qué?
– Sólo ha dicho que tienes que hacerlo. Te está esperando allí.
Davo y yo seguimos al hombre hasta el Foro.
Se había reunido una multitud considerable. El tribuno Planco ya estaba hablando. No lejos de la Columna Rostral, un escuadrón de soldados estaba estacionado en los peldaños de las ruinas del Senado. Tuve que admitir que su presencia daba cierta gravedad a los actos.